Leer es un vicio solitario que se puede compartir.

Tengo otros pero suenan menos adecuados.

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Fin de viaje

Llegada a puerto.
Dejando atrás los vientos favorables, la calma chicha y las peores tempestades, una vez completadas las escalas previstas en la hoja de ruta, la travesía llega a su fin. Ha sido un viaje enriquecedor, a través de varios parajes revisitados desde otras perspectivas y de otros aún desconocidos que aguardaban la visita. Un viaje a veces accidentado, aunque la nave logró sortear los obstáculos y seguir adelante, más o menos intacta. Un viaje cansado, también, el de este año lleno de pequeños hitos que, a lo largo del recorrido, se han ido alcanzando con satisfacción. Un viaje intenso, completo, como han de ser los viajes. Llegas a puerto, arrojas el petate y vas a repantigarte en ese viejo banco de madera en la taberna, desgastado y duro pero ya acomodado a ti. Y una vez en tu rincón, comienzas a dar cuenta de tus aventuras, mientras los engranajes al fondo de tu pensamiento ya están maquinando la próxima expedición.
Dice el cuaderno de bitácora que, en las últimas etapas, te adentraste en el territorio del invierno… Eso dice pero, si no fuera porque las coordenadas lo atestiguan, no lo creerías. Esas tierras invernales estaban llenas de apacibles terracitas donde refrescar el gaznate bajo un sol amable. Has paseado por avenidas tranquilas y visto flirtear a las parejas con rubores primaverales (y algunos otoñales), meriendas sobre el césped, bailes en los jardines, alharacas y risas de ánimo festivo… No ha sido el más crudo de los inviernos, no.

Vuelta al año en 52 (o más) cuentos: Flannery O'Connor y William Faulkner.

Jornadas XLI - XLII: De vuelta al sur
Se piensa en mi tierra que el viento del sur trae aires desequilibrados que alteran el comportamiento y, cuando viene con fuerza, hasta el nivel de suicidios se eleva. No sé hasta qué punto será cierto, pero hay un sur en donde no me extrañaría que nacieran esos vientos de locura, no siempre pasajera, o quizá otros igual de perturbadores. Un sur que alberga historias inquietantes y personajes grotescos, y voces igual de peculiares capaces de acercarnos a ellos. Un sur lejano, a veces demasiado extraño a nuestros ojos, pero capaz de atraernos hacia su oscuridad. Un sur evocado a través de películas y narraciones que, a menudo, se llenan con la tonalidad del desasosiego. Ese sur que suele seducirme y al que ya he viajado antes, muchas veces, y al que no me canso de volver.
Este regreso al sur ha estado marcado por la soledad, una soledad que no por ser compartida muerde menos, probablemente incluso lo hace más, y por la alienación propios de los personajes de O’Connor y Faulkner, que siempre tienen un algo de marginales. Son seres formados con la materia más oscura de la tierra a la que se aferran y enfrentados al mundo con sus emociones incompletas y a veces demoledoras.
Estructuralmente diferentes, estos dos cuentos se enlazan por el nexo temático del resentimiento y la incomprensión. Si en “El negro artificial”, Flannery O’Connor nos habla de un anciano enfadado con el mundo que vive retirado con su nieto, William Faulkner nos cuenta la historia de una mujer despechada que aísla a su hija, “Miss Zilphia Gant".


Vuelta al año en 52 (o más) cuentos: Elizabeth Bowen, Elizabeth Taylor, Doris Lessing, Alice Munro.

Hablar de amor y de pérdida suena a romántico y a trágico (dos temas muy relacionados, dejando aparte lo esdrújulo), pero no tiene por qué ser siempre así o, al menos, no debería. Dejar el sentimentalismo a un lado y operar con limpieza es siempre la mejor opción para resaltar el valor de lo tratado.

El amor y la pérdida son elementos de la vida cotidiana con los que convivimos tan estrechamente que, a veces, ni siquiera los apreciamos en su conjunto. Amar es algo que hacemos (casi) sin pensar, es esa bisagra en la que basculan dos o más personas, que los une y los separa. Es el sentimiento que comparten padres e hijos, hermanos, amigos, amantes o efímeros compañeros de cierta clase de comprensión. Es un estado, si no básico, al menos habitual y recurrente.

La pérdida a veces se nos escapa entre los resquicios del pensamiento, quizá porque no queremos enfrentarnos a ello o quizá, simplemente, porque su cotidianeidad no resalta tanto. Y es que hay pérdidas pequeñas, inapreciables casi, como los segundos que pasan, y solo cuando se han convertido en el largo recorrido de un mes o un año nos volvemos conscientes de esa pérdida del tiempo, de ese pasado que no se puede recuperar. Hay pérdidas dolorosas, como la de la confianza, y pérdidas traumáticas, como las de los seres queridos. Pérdidas sin importancia, como la de un mechero (salvo que tenga una carga emocional o las ganas de fumar sean desesperadas). Pérdidas que son vacíos, como la del sueño (el plural sería también válido). Pérdidas geográficas, quizá más filosóficas de lo que a primera vista parece. A veces se diría que la vida es una suma de pérdidas. 

Perder es crecer, es pasar, es avanzar lentamente hacia la pérdida más grande, la de nosotros mismos. Mientras tanto, amamos y odiamos, perdemos y recobramos, aprendemos y olvidamos. Porque si no lo hacemos, nada valdría la pena.
Esta ha sido la ruta de las cuatro últimas jornadas: un recorrido por el «Libro del amor y de la pérdida (Historias del corazón)», que a pesar de su subtítulo no trata sobre cardiopatías ni adolece de un sentimentalismo gazmoño. La antología recoge veinte cuentos de otras tantas escritoras, entre las que se cuentan Edith Wharton, George Egerton, Katherine Mansfield, Virginia Woolf, Dorothy Parker y Grace Paley. Y las autoras de los relatos siguientes:

Vuelta al año en 52 (o más) cuentos: Eudora Welty y Truman Capote.

Jornadas XXXV - XXXVI: Desde una especial perspectiva.

Es preciso mirar desde el lado adecuado para tener las mejores vistas, que no siempre son las más bellas o las más amplias, sino esas que dan a los objetos un sesgo peculiar, quizá incluso defectuoso, que alcanza a resaltar matices que, de otro modo, quedarían desenfocados. Es como ver a través de un cristal roto con sus grietas, sus esquirlas y sus prismas, y esa solidez fragmentada que puedes intentar tocar a través de un agujero, aunque lo más probable es que te cortes al hacerlo. Y es que el romper la distancia necesaria distorsiona la percepción de los objetos.

Hay un ángulo de visión óptimo, si bien no es el mismo para cada ojo y no siempre, no todos, somos capaces de mirar desde allí y captar la sutileza de esos matices, y mucho menos de describirlos o recrearlos. Algunos afortunados (o desdichados) han recibido el don (o la maldición) de saber situarse en el punto exacto para ver la forma tras la forma y reproducirla después. Sienten la luz en la piel, y la recogen, y en cierto modo la reflejan, y la usan para pintar con los dedos del pensamiento sobre un lienzo que rara vez está en blanco, pues casi siempre hay un vago vestigio, la huella de una sombra.

La literatura es una especie de pentimento multitudinario, un lienzo donde todos han ido dando sus pinceladas y, con ellas, han cubierto otras anteriores, o simultáneas, o incluso posteriores porque allí el tiempo discurre de manera desigual, errática. Imágenes superpuestas y múltiples miradas que a veces discurren en paralelo, o confluyen, o se pierden en el vacío. Y hay quienes, con deliberación o no, coincidieron al elegir el ángulo de visión (aunque nunca será el mismo, en realidad, pues dos cuerpos no pueden ocupar un solo espacio).

Miradas coincidentes o muy aproximadas, como las de Eudora Welty y Truman Capote en algunos de sus cuentos: en «Por qué vivo en la Oficina de Correos» y «Mi versión del asunto», por ejemplo.

Vuelta al año en 52 (o más) cuentos: E.T.A. Hoffmann, F.M. Crafword, E.F. Benson.

Jornadas XXXII - XXXIV: Cuando la sangre sabía a miedo.

Cuando un vestido se te pasa de moda pero está aún en tan buen estado que es una pena deshacerte de él, siempre habrá quien te aconseje que lo guardes, porque las modas son recurrentes y en algún momento se volverá a llevar. Puede ser tu madre, una amiga o esa parte de ti que no sabe practicar el arte del desapego material. Por lo general el tiempo les da la razón, aunque suele matizar ese regreso al pasado con detalles que marcan la diferencia entre lo nuevo al estilo antiguo y lo inequívocamente viejo. Ese momento en que, en lugar de un estiloso personaje de película clásica, pareces el fantasma de tu propia abuela.

También en lo literario se dan las modas que van y vienen y, después de un par de vueltas a la manzana de los caprichos del mercado, se hacen unos cortes al bies para reaparecer con una caída de hombros distinta. Temas y géneros que parecieron olvidados en el fondo de los cajones se rescatan, se retocan y se recolocan en el escaparate como si fueran nuevos (aunque a veces la tijera y la aguja se manejen con poca destreza). Y, voilá, aquí está la antigua idea en su envoltorio moderno.

Si hay algo que nunca cierra la puerta al salir es esa variedad de formas que cobra nuestro lado oscuro, ese ancestral sabor a sangre. Hay todo un universo mítico girando a su alrededor y una de las criaturas que de allí emergen para turbarnos es el vampiro. Los vampiros nos acompañan desde tiempos antiguos y, como a nosotros, el paso de los siglos ha ido cambiando sus habilidades, sus costumbres e incluso su naturaleza.     

Los vampiros modernos no sólo toman sino que dan, no sólo seducen sino que ellos mismos se enamoran y, lo que parecía imposible, llegan al extremo de renunciar a su condición para recuperar o adquirir humanidad. Si sus antepasados pudieran levantar la cabeza (la mayoría la perdieron después de ensartarles una estaca y antes de churrascarse en una pira), gritarían de desesperación. Y dirían esas palabras que todos hemos oído a nuestros abuelos: “En nuestros tiempos esto no pasaba. Si se nos hubiera ocurrido portarnos como esos papanatas nos hubieran dado de bofetadas”. Porque en aquella época dorada del vampirismo, cuando la sangre tenía un regusto a simbolismo y pesadilla, una señal indeleble los marcaba: el miedo.

De aquel reinado clásico del vampiro de instintos primordiales surgieron historias cuya intención era hacer temblar al oyente o al lector, historias como las que recoge la magnífica selección que hizo Siruela, hace ya unos años. Algunas tan conocidas como “El vampiro” de Polidori, hija de aquella famosa noche junto al lago Leman, “Berenice” de Poe o “Carmilla” de Le Fanu. Otras en forma de poema, como “La novia de Corinto” de Goethe y “Las metamorfosis del vampiro” de Baudelaire. Y todas ellas tienen en común esa visión sin contaminar del monstruo y de nuestro primigenio temor a lo que hay más allá de la muerte.

Vuelta al año en 52 (o más) cuentos: Dorothy Parker

Jornadas XXX y XXXI: La soledad de las parejas.

Para la disección de un cuerpo se precisa un bisturí afilado y una mano con buen pulso. Para la disección de un carácter o de una relación, son el filo y el pulso de la mente los que trabajan y en esto Dorothy Parker fue realmente buena. La mordacidad que despliega en sus cuentos es lo bastante aguda para poner en evidencia lo que hay de absurdo en la gente, rozando a veces la parodia sin llegar a caer en la caricatura. Por sus escenarios burgueses y urbanitas, dibujados con escasos y finos trazos, personajes que parecen corrientes se detienen para que la señora Parker los desnude y nos los muestre sin tapujos, revelándonos de paso facetas que, a veces nos damos cuenta, forman parte de nosotros mismos. Ese sentido del humor tan cáustico, a veces feroz, le sirve para envolver el patetismo del alma humana y consigue despertar, al mismo tiempo, la sonrisa maliciosa y una especie de sensación piadosa, incluso de identificación, con el trasfondo trágico detrás de cada historia.


“La soledad de las parejas” es una de las selecciones de cuentos de Dorothy Parker que publicó Ediciones B hace veinte años y su título, aunque no se corresponde con ninguno de los relatos, refleja la atmósfera que rodea las relaciones que aparecen en ellos (no sólo las de pareja, por otro lado). En estos veinte años he releído en varias ocasiones estos cuentos (además de los de “Una dama neoyorquina”, la otra selección que se editó entonces) y quizá por eso me vinieron a la cabeza hace poco, tras presenciar una escena protagonizada por una pareja, más bien dos. Pensé en la ambivalencia de la conjunción de palabras de este título, en que las parejas embelesadas están solas con respecto a los demás mientras las parejas que no se avienen son dos soledades enfrentadas, y en lo fácil que es caer de uno a otro lado.

Vuelta al año en 52 (o más) cuentos: Isak Dinesen.

Jornada XIX: Sabores exóticos.

Cuenta Carson McCullers en sus memorias que admiraba tanto a Isak Dinesen que temía un encuentro en persona y sentirse defraudada pero, cuando al final la conoció, en un banquete de la Academia Americana de Artes y Letras, quedó encantada además de sorprendida al saber que ella había solicitado sentarse a su lado. De allí surgió un posterior almuerzo entre ambas y Marilyn Monroe, a quien Dinesen también deseaba conocer, además de su entonces marido Arthur Miller. La escritora danesa habló de su vida, de su época africana y de su antiguo amante Denys Finch-Hatton y, según McCullers, «Marilyn se sentó y escuchó mientras Karen hablaba, y Karen era una raconteur par excellance»1.

Lo era. La baronesa Blixen, Karen Christentze Dinesen de soltera, Tanne o Tanya para sus íntimos, Isak Dinesen para los lectores, era una narradora nata con una fabulosa capacidad de evocación que la llevó no solo a las puertas del premio Nobel, sino al universo de lo mítico.

«Se ponía mucho kohl y abundante brillo en los labios. Su apariencia era más conscientemente artificial de lo que yo esperaba, pero pronto me acostumbré y me quedé con una impresión de absoluta naturalidad y encanto»2, escribió McCullers. Era 1959, entonces tenía setenta y cuatro años y una delgadez extrema, se tocaba con turbantes y se alimentaba de ostras y champán.

«En verdad llevamos máscaras según vamos envejeciendo, las máscaras de nuestra edad, y los jóvenes creen que somos como parecemos, lo cual no es el caso»3, dijo ella.



Hoy se la recuerda sobre todo por sus libros autobiográficos “Lejos de África” y “Sombras en la hierba” o, más bien, por la exitosa película basada en ellos “Memorias de África”4, donde se recrea su vida en su plantación de café en Kenia. Yo me quedo con los libros.

Publicó además poesía, ensayo, novela, cartas y cuentos, recogidos en varios volúmenes. De uno de ellos, “Anécdotas del destino”, llega este relato que también fue llevado al cine5.

Vuelta al año en 52 (o más) cuentos: Machado de Assis

Jornada XVIII: Esos clásicos del fondo.

Hoy no se oye mencionar a menudo el nombre de Joaquim Maria Machado de Assis, pero fue una figura señalada de la literatura del XIX: poeta, dramaturgo y narrador que inició la corriente del realismo brasileño y fundador de la Academia Brasileña de las Letras. No son malas credenciales. Sin embargo, como tantos otros clásicos relegados en pro de lo novedoso y lo llamativo, sus libros hay que buscarlos en los estantes menos accesibles a la vista.

Cuando Machado de Assis dejó a un lado el romanticismo de sus primeras obras para adoptar el realismo, le dio una voz potente y personal que bebía tanto de la realidad como del cinismo. Ese mismo cinismo que viste los tres cuentos recogidos en este pequeño volumen.



Tres piezas espléndidas veteadas de su humor sardónico, un poco ácido y un poco negro. Las tres recomendables, aunque me detendré en la última de ellas.

Vuelta al año en 52 (o más) cuentos: Jane y Paul Bowles

Jornadas XXVI y XXVII: Relaciones difíciles

Cuando se habla de parejas de escritores, siempre me vienen las mismas a la cabeza, supongo que por la complejidad de unas relaciones que a veces se llevaron tanto protagonismo como los propios escritores y, por ello, colaboraron en la creación del mito. Como Paul y Jane Bowles. Inquietos creadores y viajeros, su relación fue compleja en el sentido más primario de la palabra porque, efectivamente, estaba compuesta de varios elementos: el matrimonio, la bisexualidad y una leal amistad que duró toda la vida.

Compositor, escritor, traductor y articulista, Paul era un creador versátil que, en lo literario, dejó testimonio de su agitada vida entre las páginas de sus novelas y relatos, en poemas, diarios de viajes y memorias, y además varias piezas musicales y óperas.

La obra de Jane, sin embargo, se reduce a una novela, un volumen de cuentos y una obra de teatro que, en su estreno, resultó bastante controvertida. Me pregunto hasta dónde hubiera llegado si la enfermedad y ella misma no hubieran frenado su talento narrador.

Al lado de los nombres de algunos de sus amigos, como Truman Capote o Tennessee Williams, hoy parecen haber quedado diluidos en el maremágnum de la memoria literaria. No lo merecen. Sus voces, muy diferentes y unidas solamente por el apellido y esa peculiar forma de amor que compartieron, tenían mucho que decir. A mí me gusta escucharlas.

Vuelta al año en 52 (o más) cuentos: Carson McCullers.

Jornada XXV: El peso de la infelicidad.

Al mirar fotografías de Carson McCullers tengo siempre la sensación del peso de su mirada, una mirada en la que, aun apareciendo sonriente, lleva consigo una carga de infelicidad. Quizá por eso en sus novelas y cuentos supo retratar tan bien la insatisfacción de las almas hambrientas y magulladas.

Sus personajes tienen también esa mirada famélica de amor, de reconocimiento, de algo que a veces ni ellos mismos saben qué es, y uno casi se contagia de su desamparo cuando los acompaña. Porque infelicidad no es lo mismo que tristeza sino, más bien, la incapacidad para ser feliz o para creer que se pudiera serlo. Una barrera que, a veces, pone nuestra propia conciencia. Una inercia contra la que cuesta luchar.

Muchos de los protagonistas de los cuentos de McCullers están en la edad en que el hambre parece imposible de saciar y manotean en medio de la desesperanza, o contra ella. Como la joven Constance, con sus pulmones enfermos y su inquieto corazón. Esta Constance que tiene algo de autobiográfica. Constance mirando al cielo e intentando respirar.

Vuelta al año en 52 (o más) cuentos: David Sedaris.

Jornada XXIV: Recurrir al humor.

No es solo cuestión de recurrir a esa sonrisa necesaria para darle unos cachetes al decaimiento sino de utilizarlo día a día, hacerlo formar parte de nuestro modo de entender la vida. Estoy convencida de que sin sentido del humor la esperanza de vida se reduce. No sé si hay pruebas empíricas que lo corroboren, ¿pero no os habéis fijado en cómo sonríen las personas que estiran los años con vitalidad? Además, una sonrisa seduce siempre más que un ceño, a no ser que el seducido sea poco más que un alma en pena. Hasta el Diablo tiene sentido del humor y, probablemente Dios (o no se explica que no haya hecho una pelota con su creación para tirarla a la basura en lugar de quedarse viendo cómo hacemos el ridículo, tal vez con un bol de palomitas en la mano).

Ser adicta a poder terapéutico de la risa en todas sus variedades, incluso las más oscuras, me empuja a curiosear cualquier forma de vida u objeto al que le hayan pegado (o, incluso, apenas rozado) la etiqueta del humor. No puedo evitarlo. Eso fue lo que me dejó pegada durante largo rato a la contraportada de este libro en el mostrador de novedades de una librería*:



Sí, desde luego, a primera vista la cubierta parece siniestra y, lo confieso, eso también capta mi atención. El caso es que lo cogí, lo ojeé y, cuando lo devolví a su sitio, se me quedó la tentación arañándome ese rinconcito caprichoso (o gran rincón, en mi caso) de la conciencia más inconsciente. Caprichos para que os quiero. Evidentemente, acabó en mis manos. A los pocos días. En la Feria del Libro de Madrid. Y ya está empezado.

Vuelta al año en 52 (o más) cuentos: Dickens, Harland, Crackanthorpe.

Jornadas XXI a XXIII: Amar en tiempos victorianos.

Fue tan largo el periodo en que la reina Victoria ocupó el trono británico que en él caben varios capítulos de historia y, en lo literario, la lista de escritores y sus diferentes estilos es lo bastante prolija para satisfacer gustos muy diversos.

La antología “Cuentos de amor victorianos” recoge veintidós relatos de otros tantos autores unidos por el tema del amor, o por una cierta noción del amor que se desarrolla de distintas maneras. Veintidós, nada más y nada menos. Para pasar una temporada disfrutando de su visita, entretenidos con las vistas largo rato .  

En esta ocasión, he vuelto a pasear junto a tres de ellos cuyo nexo común es enfrentarse al amor no correspondido: la forma en que se encare puede marcar el destino.

Vuelta al año en 52 (o más) cuentos: Katherine Anne Porter.

Jornada XX: Cruzando fronteras

Al sur de una frontera geográfica de la literatura, la norteamericana, hace un siglo surgió una corriente de escritores que, por encima del localismo de la ambientación de sus historias, relataron con maestría la condición humana que trasciende los límites de la geografía, la época o la raza que le dieron ese brillo especial que los caracteriza. Ante la mención de la literatura sureña siempre recordamos a Faulkner, Capote o ese fenómeno que fue Harper Lee, célebre por una única (hasta ahora) y maravillosa novela. Después, probablemente, ya vienen a la mente Ellas, las cuatro damas del sur: McCullers, O’Connor, Welty y Porter.

La mirada de Katherine Anne Porter sobre la realidad tiene filo, un filo que la abre en cortes pequeños para ver lo que hay dentro sin desangrarla del todo. Consigue llamar la atención prescindiendo de lo ostentoso: concentrada en el punto exacto, ajustada como la propia piel, inequívoca y reveladora.

En esta jornada os traigo la primera de las tres novelas cortas* contenidas en “Pálido caballo, pálido jinete”. La compilación de toda su obra breve (recogida en este y dos libros más) ganó el premio Pulitzer en 1965.

Vuelta al año en 52 (o más) cuentos: Clara Janés.

Jornada XIX: Memoria y olvido.

Cuando me enteré de que Clara Janés ocuparía el sillón vacante en la Real Academia Española, dos pensamientos surgieron a la vez: uno, la expresión de alegría por la incorporación de otra mujer como académica; el otro, la pregunta sobre si había leído alguno de sus escritos en algún momento. La caótica memoria que me caracteriza resolvió la duda casi por milagro al recordar un pequeño volumen de relatos de autoras españolas del que ella formaba parte. Aunque, teniendo en cuenta las visitas recurrentes a la estantería de los cuentistas, el recuerdo no tiene mucho de meritorio.

Por lo general no soy partidaria de la diferenciación de género en lo literario, diferencia que muchas veces es forzada, pero a veces conviene recordar las voces que, históricamente, fueron minoritarias cuando no ninguneadas y así llegué a este libro.

La antología “Doce relatos de mujeres” reúne piezas de otras tantas autoras españolas que empezaron a publicar a partir de los años setenta, todas ellas de sobra conocidas hoy en día (Rosa Montero, Cristina Fernández Cubas o Carmen Riera) y, algunas, recientemente perdidas (Ana Mª Moix y Esther Tusquets). Tras esta presentación, varias han sido reincidentes en mis lecturas pero Clara Janés no se ha contado entre ellas. De momento, al menos, le he dedicado esta breve relectura.

Vuelta al año en 52 (o más) cuentos: Ignacio Aldecoa.

Jornadas XVII y XVIII: Dos miradas sobre la realidad.

Me he quedado dos noches en la misma estación para poder pasear con sol y con lluvia y ver los días con vestidos diferentes aunque, por debajo, no cambie de piel. Porque la realidad es una; lo distinto es la forma de mirarla.

Ignacio Aldecoa, magnífico cuentista y cronista de la realidad española de su época, la miraba de frente y la contaba sin tapujos, con sus miserias, su drama y también su comedia. Y con mucha elegancia, además, en cualquiera de sus formas.

SOLAR DEL PARAÍSO.

«El cántaro roto guarda en su fondo una cucharada de luz solar y la sombra, al moverlo, la devora, la circunda, la aprieta y la hace flotar.»

El mundo en que se desenvuelven los habitantes del arrabal burlonamente llamado Paraíso se resume en este cántaro: roto, con su cucharada de luz solar al fondo y esa sombra que juega con ella, caprichosa.

El drama suele componerse de pequeños detalles oscuros frente a la coloratura más intensa de la tragedia: sencillo, tal cual es, sin la épica de lo grandioso. Así retrata Aldecoa las pequeñas roturas de la vida común, una vida que se sobrelleva a veces a trompicones. No faltan unas gotas de ironía, ese humor inherente a la desgracia que sirve para distanciarla, hábilmente salpicada en las cuidadosas caracterizaciones.  

Por su claridad, por su contención, por su redondez ha sido siempre uno de mis cuentos favoritos de Aldecoa, y lo sigue siendo cuando lo releo.

EL SILBO DE LA LECHUZA.

Todo empieza con un “aquelarre con merengues” que deviene en “aquelarre con lelo resignado” y hay intrigas, venganzas, noches de cementerio, un toque de locura e incluso algo parecido al amor… ¿Una historia gótica? No, para nada.

En un cambio de registro, esta historia muestra la sociedad de una ciudad de provincias con un tono personal que combina el costumbrismo y la sátira de manera admirable y te despierta la sonrisa, línea tras línea. No hay piedad en el dibujo ni en el dedo que señala. Y merece la pena detenerse en ellos: en el dibujo y en el dedo.


Vuelta al año en 52 (o más) cuentos: Amis, Winterson, Coover.

Jornadas XIV a XVI: De espejos y engaños.

Un cuarto de vuelta a la derecha, medio giro a la izquierda, entrechoque de talones con los chapines encarnados. Sortilegios para cruzar el tiempo atemporal de las palabras escritas. Esto es magia: espejos y engaños. Distorsiones de la realidad, percepciones de la vida. Paisajes hechos de letras. Esa patria sin fronteras que cabe entre las páginas de un libro.

Crucé el cielo montada en un arcoíris de niebla para recorrer reinos oscuros. La literatura gótica ha cambiado pero la inquietud permanece, aunque sea sutil, y en un paseo por sus jardines laberínticos has de cuidar donde pones los pies: puedes quedar atrapada.

HORRIDÍA. Martin Amis.

Otra vez esa trampa que a veces se utiliza en las antologías y que tanto detesto encontrar: colarte a modo de relato, por su relación con el tema, un fragmento de novela. Es una traición al auténtico relato y la redondez propia de su naturaleza, por no hablar de todas las puertas que deja abiertas y las ganas de saltar a la obra completa.

Este no-cuento de Martin Amis posee una atmósfera febril y el poder de la extrañeza y disfruté con su forma de jugar con los personajes y el lector. El vigor narrativo es innegable pero, está este pero, el que lleva al punto importante, ¡es solo una parte de una historia mayor! Por muy bien escrito que esté, por mucha curiosidad que me plantee, odio que me den algo que no he pedido. Si quiero la novela*, leeré la novela pero no me des unas miguitas condescendientes.

Una lástima que la emoción inicial de este horridía acabara en una horrilectura horrimediada.

Vuelta al año en 52 (o más) cuentos: Sylvia Townsend Warner y Bessie Head.

Jornadas XII y XIII: Amores extraños.

El amor es complicado, excepto cuando la candidez o la ignorancia te tapan los ojos, pero además es extraño. Y lo es porque lo adornamos en lugar de disfrutarlo sin más, despojado de normas y excusas, desnudo como un niño recién llegado al mundo.

En las últimas dos etapas de mi viaje, he convivido con dos formas de amar muy diferentes aunque ambas peculiares. Sylvia Townsend Warner y Bessie Head, británica una y sudafricana la otra, poco conocidas ambas por desgracia, fueron sus artífices.

AMANTES. Sylvia Townsend Warner.

Con una sobriedad sin concesiones, Townsend Warner presenta una forma de amor que la tradición ha vestido de pecaminosa sin detenerse a juzgarla: el incesto fraterno. Carente de disimulos, la muestra tal cual es con una sencillez que abruma ya desde el título, lo cual no sorprende teniendo en cuenta que ella misma mantenía una relación que entonces se consideraba tabú.

No es una historia de culpabilidad ni tampoco inmoral sino, más bien, amoral, y sus protagonistas viven tan conscientes de sus actos como de los convencionalismos sociales, lejos de cualquier asomo de melodrama, «porque la blandenguería no es buen pasto para el amor». Es, sobre todo, una reivindicación de la libertad de elección a la hora de plantearse la vida. La exigencia de esa “habitación propia” a la que todos aspiramos.  

Elegante en las formas, a ratos irónica y con un fondo de intensidad turbadora. Es una lástima que esta autora no haya sido traducida al castellano más que en este volumen de cuentos que atesoro con codicia y jamás he prestado:

Vuelta al año en 52 (o más) cuentos: O. Henry

Jornada XI: Cuando las ciudades hablan

A veces gusta viajar a capricho, sin mapas ni guías, pero incluso durante esos recorridos erráticos pasas por esos lugares que te piden parar una vez más, como has hecho siempre, como sabes que volverás a hacer. Hay lugares que, además de estar ahí fuera, los llevas en el corazón.

Este puerto seguro, que pasa por una Nueva York sin edad, es conocido como O. Henry, cuentista de obligada parada y fonda.

LA VOZ DE LA CIUDAD. O. Henry

«¿Quién puede desentrañar la voz de la ciudad?», se pregunta el narrador de esta historia, decidido a hallar esa voz y ser capaz de comprenderla. Para ello, emprende una particular peregrinación por sus calles, preguntando a la gente, intentando escucharla.

Este es un viaje urbano pero también un viaje interior que recoge no solo una voz, sino muchas, las que componen la canción que canta el alma de la ciudad. Una melodía tenue, con notas que entretejen el lirismo y el humor. Es un cuento lleno de belleza, esa belleza que nace de la sencillez, la más auténtica.

El libro al que pertenece el relato se titula, como él, “La voz de la ciudad” y lo editó Bruguera en 1982, dentro de la colección Club Joven, con traducción de Marta Sánchez. El autor me lo recomendó mi padre cuando me revelé como lectora recurrente de relatos y tímida pecadora. Gracias, otra vez.



Sin rumbo, otra vez, deambulo hacia…

Vuelta al año en 52 (o más) cuentos: Katherine Mansfield.

Jornada X: Los verdaderos fantasmas.

No solo era inevitable sino obligado parar en esta estación del recorrido: el territorio Mansfield, este paraje en el que la orografía única del cuento domina el horizonte. Me ha costado decidir en cuál de los apeaderos detenerme porque todos tenían algo que ofrecer (y lo sé porque he paseado entre ellos muchas veces), una sonrisa o una lágrima para beber, el bocado crujiente de una tensión contenida o el mero placer contemplativo durante un instante. Este cuento, por ejemplo, lo tiene todo.

LAS HIJAS DEL DIFUNTO CORONEL. Katherine Mansfield.

Los verdaderos fantasmas son los recuerdos, esa no presencia que nos acompaña incluso a nuestro pesar y nos lleva por caminos que, muchas veces, no querríamos recorrer. Las costumbres adquiridas y arraigadas en lo profundo, tan difíciles de dejar atrás si no es en un supremo ejercicio de voluntad liberadora. Los fantasmas los llevamos dentro.

Katherine Mansfield, sabiamente, nos lo enseña a través de este relato que aúna lo cómico y lo amargo para hablarnos de ese punto de inflexión en la vida que son los cambios y la manera de enfrentarse a ellos, tomando el pulso a las debilidades y dejándolas al descubierto, burlona y elegante a un tiempo. Dos solteronas entrañables, una muerte que lo marca todo y una pérdida que no es la que parece. Porque siempre, bajo la superficie, está la verdadera historia.    
En esta ocasión, he elegido la manejable selección de cuentos de Mansfield titulada “Preludio y otros relatos”, en edición de bolsillo de Alianza Editorial (1993), con traducción de Lucía Graves y Elena Lambea.
Allá vamos, mundocuento, a dar un paso más… 

Vuelta al año en 52 (o más) cuentos: Leonora Carrington.

Jornada IX: Una fábula sangrienta.

Parada surrealista para mi viaje: he visitado a Leonora Carrington. No frecuento el surrealismo pero este cuento quedaba dentro de mi ruta, formando parte de una antología que está en mi mesilla de noche, y me detuve en él, llena de curiosidad hacia la escritura de una mujer que debió de ser muy especial. Tenía ganas de cambiar de aires.

LA DEBUTANTE. Leonora Carrington.

Era un tiempo en el que las jóvenes todavía eran presentadas en sociedad, en ese momento en que la adolescencia burbujeante altera la racionalidad. La peculiar debutante que protagoniza este relato, retraída y solitaria, tiene como única amiga una hiena del zoo con la que habla y se le ocurre que la sustituya en el baile de presentación. A partir de ahí, la historia se vuelve un sueño desasosegante. Con pocos trazos, se dibujan las líneas difusas entre lo onírico, la fantasía y la locura. Su brevedad la hace más dura y puntiaguda: cuatro páginas que saben a pesadilla.

El cuento forma parte de la antología “Niñas malas, mujeres perversas”, una selección de Angela Carter de relatos sobre mujeres y escritos por mujeres, publicada por Edhasa  en 1989.




Ahora, ¿cuál será mi nueva escala?
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