Leer es un vicio solitario que se puede compartir.

Tengo otros pero suenan menos adecuados.

Mostrando entradas con la etiqueta El mundo de los libros. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta El mundo de los libros. Mostrar todas las entradas

El impulso de recomendar

Dar consejos es algo que, como poco, me incomoda, cuando no lo detesto abiertamente, a pesar de las veces en que no me ha quedado otro remedio que tirar de experiencia o perspectiva para orientar a alguien en un determinado momento. Con esta habilidad mía para perderme en mi propia habitación, arrogarme la potestad de discernir lo que es beneficioso o necesario para el prójimo tendría delito. No soy madre, ni profesora, ni psicóloga, ni siquiera soy guardia urbano para poder indicar el camino correcto o la próxima salida (aunque me las apaño muy bien para organizar el caos, quizá algo de guardia urbano sí tengo).

Sí me gustan las recomendaciones, aunque parezca un contrasentido, sobre todo si son de doble dirección. Los sinónimos no son absolutos y entre “recomendar” y “aconsejar” hay matices de diferencia, por mucho que en el diccionario un verbo te lleve a otro. No hay más que deslizarse hacia los sustantivos para ir captando las distinciones. El consejo parece llevar implícita la intención de conducir o, al menos, condicionar. La recomendación no pretende tanto convencer como presentar, eso sí, a través del elogio. Ahí entro yo: lo de elogiar y presentar me pierde.

A veces, me dan arrebatos. Esto suena a confesión muy seria pero no lo es tanto: no son arrebatos graves. No me da por atizar mamporros ni por arrojarme por un puente al Manzanares (esto último, además, tendría bastantes dificultades). Más bien son ataques de entusiasmo arrollador o, al contrario, de profunda frustración (o decepción, según los casos). Y pobre de quien se acerque durante esos momentos, a veces incluso días. A lo que yo hago, mi madre lo llama «dar la turra hasta la extenuación».

Cuando algo me ha impactado, maravillado u horrorizado, me urge expresarlo sea como sea. En persona, por teléfono, por correo; en la mesa de una cafetería, en el pasillo de la oficina y hasta en la cama (sin sonrisillas, por favor). Compartirlo es una necesidad. Esa persona, ese libro, esa canción, esa obra de teatro, ese restaurante… Los demás deberían tener la oportunidad de disfrutar de esa sonrisa, esas palabras, esa melodía, esa magia, esa comida. O de no acabar a la gresca, desprevenidos, o con una crisis intestinal.

Todo esto es en confianza, claro está, con los límites que marca ese tipo de relación en la que el interlocutor puede sacarse un bozal del bolsillo sin el menor reparo por ambas partes. Fuera de ese círculo de suprema paciencia, intento contener el impulso y, salvo raras excepciones, lo consigo. De vez en cuando me descuelgo con algún comentario al otro lado de la barrera: a algún conocido incauto o en el mundo virtual. O lo escribo y acaba aquí. Dejar de leer no es tan brusco como hacerme callar.

Recomendar es un arte, en realidad, y no este loco afán por compartir que padezco. Para recomendar con acierto hay que saber ponerse en el lugar del otro, como al hacer un regalo, y en cierto modo es una especie de regalo el querer proporcionar un placer como el tuyo. Sin excesos ni alharacas, elegantemente (eso tengo que practicarlo).

Después, sea la recomendación impetuosa o comedida, llega ese momento de sentirte satisfecha… si has acertado, claro. Solo si has acertado.

Notas de cata: Maeve Brennan, John Williams, Orhan Pamuk, Amalia Álvarez San Pedro.

Estoy saboreando las lecturas con calma. No es tanto cuestión de tiempo disponible como de la forma de encogerlo y estirarlo para ver más allá, o a través, de él. Leo, releo, vuelvo a leer. Me extiendo en un pasaje, regreso a otro, intercalo páginas de otra lectura. Sin remordimiento alguno. Solo me recreo en el intenso placer. En las texturas suaves y en las crujientes, en el relleno dulce o en el punto picante. Me lo guardo un rato en la punta de la lengua, otro largo rato en el fondo del paladar. Esa frase tan críptica y, a la vez, con tanto significado. Ese párrafo oscuro. Esa estructura que te atrapa en su interior. La imagen evocadora de un mito. Incluso una simple, una sola palabra puede captar mi atención y entretenerme.
Así, un mes entero se resume en cuatro libros, una decena de relatos sueltos (comentados en las dos últimas jornadas de mi vuelta al año en cuentos) y algún ensayo o fragmento intercalado. Disfrutando del momento.

CRÓNICAS DE NUEVA YORK. Maeve Brennan.

Me he enamorado. Otra vez. Esta promiscuidad literaria es un tormento que me lleva de arrebato en arrebato. Solo leer la introducción de Isabel Núñez ya prometía, aun sin entrar en sus textos. ¿Que pudo ser la inspiradora del personaje de Holly Golighly? Ooooh… La zambullida en estas crónicas urbanas fue de cabeza y con los ojos muy abiertos, y mereció la pena con creces.
Las cincuenta y seis piezas que recoge el libro son otras tantas columnas que Brennan escribió para el New Yorker, en la sección The Talk of the Town, entre 1953 y 1968 (excepto las nueve últimas, posteriores). Columnas que recrean escenas de la calle con una plasticidad a veces deslumbrante, y es que, sin ser cuentos, se leen como relatos impresionistas de la vida neoyorkina de la época. Esa línea que cruza la sofisticación hacia la extravagancia en un viaje de ida y vuelta, hasta mezclarlas de tal forma que no se pueden distinguir. Aquí un brote de lo sórdido, ahora un destello de luz cálida, más tarde una sonrisa irónica y un toque enternecedor. Un combinado de elegancia y agudeza para tomar en pequeños tragos: qué otra cosa, un “Manhattan”.

Para maridar con: quienes gusten de mirar el mundo con ojos curiosos y saborear lo cotidiano.

Fin de viaje

Llegada a puerto.
Dejando atrás los vientos favorables, la calma chicha y las peores tempestades, una vez completadas las escalas previstas en la hoja de ruta, la travesía llega a su fin. Ha sido un viaje enriquecedor, a través de varios parajes revisitados desde otras perspectivas y de otros aún desconocidos que aguardaban la visita. Un viaje a veces accidentado, aunque la nave logró sortear los obstáculos y seguir adelante, más o menos intacta. Un viaje cansado, también, el de este año lleno de pequeños hitos que, a lo largo del recorrido, se han ido alcanzando con satisfacción. Un viaje intenso, completo, como han de ser los viajes. Llegas a puerto, arrojas el petate y vas a repantigarte en ese viejo banco de madera en la taberna, desgastado y duro pero ya acomodado a ti. Y una vez en tu rincón, comienzas a dar cuenta de tus aventuras, mientras los engranajes al fondo de tu pensamiento ya están maquinando la próxima expedición.
Dice el cuaderno de bitácora que, en las últimas etapas, te adentraste en el territorio del invierno… Eso dice pero, si no fuera porque las coordenadas lo atestiguan, no lo creerías. Esas tierras invernales estaban llenas de apacibles terracitas donde refrescar el gaznate bajo un sol amable. Has paseado por avenidas tranquilas y visto flirtear a las parejas con rubores primaverales (y algunos otoñales), meriendas sobre el césped, bailes en los jardines, alharacas y risas de ánimo festivo… No ha sido el más crudo de los inviernos, no.

El más personal de los regalos

Cuando somos pequeños y todo cuanto tenemos para adquirir regalos a los seres queridos es la imaginación, preparamos con nuestras propias manitas una extensa serie de objetos más o menos decorativos que llenarán las habitaciones de padres, abuelos y familiares diversos. Desde los socorridos collares de macarrones hasta los espejos pintados que, por supuesto, qué duda cabe, mamá tiene que colgar en su dormitorio porque no hay, ni jamás habrá, otro espejo más bonito en el que mirarse cada mañana. La voluntariedad no tiene límite (aunque deba estirarse con la complicidad de los profesores del colegio). Artísticos ceniceros, llaveros, jarrones, portafotos, imanes de nevera, marcapáginas o pañitos de petit point que dejan a cualquier tapiz medieval a la altura del betún.  

A medida que crecemos, también lo hace nuestro poder adquisitivo, aunque solo sea gracias a pagas y ocasionales donaciones. El dinero que no acaba invertido en nuestros pequeños caprichos (o no tan pequeños en algunos casos, como los libros) se guarda para comprar regalos “de mayores”. Ya empiezan los resabios y las miraditas de desdén hacia la candidez de la primera infancia, y se quiere llegar cuanto antes a ese estado de “ser mayor”, esa meta de la que pensamos que la independencia y libertad son el mayor premio. Seguimos siendo cándidos, obviamente; desde la distancia las proporciones suelen parecer engañosas. Así, viene esa otra amplia gama de objetos comprados que nos granjearán sonrisas agradecidas y fascinadas. Asequibles ceniceros, llaveros, portafotos, imanes de nevera, marcapáginas… o, ya puestos, un libro, que nunca hay suficientes.

Un día llega ese momento epifánico en el que se te revela la naturaleza de los regalos, una naturaleza doble y en muchas ocasiones tramposa: hay regalos por compromiso y regalos con intención, y a veces coinciden y otras veces no. Para entonces, ya estás inmerso en esa corriente oleaginosa que marca fechas en el calendario, estándares de dedicación, márgenes de gasto y niveles de satisfacción según los casos. Intenta arrastrarte, quieras o no, y la edad adulta no te hace más fuerte ante eso. Solo te queda el recurso de buscar un huequecito donde poder plantarte, mientras la corriente te sobrepasa y sigue su curso, y pensar en la forma de rebelarte, aunque sea a pequeña escala.

Atrás quedaron los tiempos de la plastilina, el papier mâché o el bastidor de bordados… ¿pero por qué no retomarlos? Regalar algo hecho con nuestras propias manos no suele suponer un gran desembolso (algo que se agradece en estos tiempos), pero sí implica un alto grado de entrega personal (que también es de agradecer, siempre). Y se da rienda suelta a la creatividad. Ese talento para el dibujo volcado en un cuadrito que evoca recuerdos comunes o en unos recortables para niños o nostálgicos. Esa habilidad en la cocina convertida en tarros y latas llenos de confites, mermeladas o trufas que saben a diversión. Esa destreza en las manos que, “en dos patadas”, se han sacado de la bolsa de costura el gorro que será tu favorito toda la vida. La fotografía de un instante feliz, el modelado de un deseo, componer una melodía, grabar una canción, escribir un poema o una historia, engarzar collares y pulseras, decorar espejos o, ¿por qué no?, mejorar la técnica en la confección de ceniceros, llaveros, portafotos, imanes de nevera, marcapáginas, etc. Artesanía en estado puro.   
  
Quizá no todos lo vayan a apreciar, es cierto. Eso de «el detalle (o la intención) es lo que cuenta» es solo una frase que, a menudo, se suelta en tono irónico o resignado. A la hora de la verdad, sin embargo, tú ya sabes con quién no malgastar tu tiempo y en quién la gratitud es sincera. Y, cuando el calendario marca una fecha (al margen queda el auténtico regalo que es «vi esto y pensé en ti»), te lanzas a entregar una parte de tu persona. La sonrisa al recogerlo, las palabras al valorarlo, solo eso, es también el más personal de los regalos que te gusta recibir*.

Vuelta al año en 52 (o más) cuentos: Arna Bontemps, Sherwood Anderson, Thomas Mann, James Joyce, Ivan Bunin, Saul Bellow.

Jornadas XLIII - XLVIII: Un tiempo para la tristeza
Hay un tiempo para cada acción bajo el cielo, se dice en el Eclesiastés; un tiempo para nacer y un tiempo para morir, un tiempo para sembrar y un tiempo para arrancar lo plantado, un tiempo para la guerra y un tiempo para la paz (y, de no ser así, probablemente nos aburriría seguir el curso de una existencia trazada con tiralíneas). También la tristeza tiene su momento, además de un armario lleno de trajes que ponerse cada vez que nos viene a visitar. A veces se viste de un negro tan profundo que se confunde con los ojos abismales de la noche, pero otras deja entreabrirse el abrigo y nos enseña las rodillas, que no son tan huesudas como esperábamos.
La vejez la cubre con un sayo largo, oscuro y denso que pesa como diciembre en los huesos. Así es la tristeza que cargan Jeff y Jennie Patton, la anciana pareja cuya impotencia ante las circunstancias les lleva a vivir “Una tragedia estival”.

Más liviano es el corto gabán que se pone para acompañar al joven George Willard el día en que emprende “La marcha” a la ciudad, y se tiñe del pálido azul de la nostalgia al alejarse de Winnesburg, en Ohio,  y de la infancia.
“Tobías Mindernickel” se la calza como si de un par de botas se tratara, de las de piel endurecida y suela tan gruesa que la huella dejada al pisar tarda en borrarse del barro, por húmedo que esté, dejándola maltrecha por el continuo roce.
Para ver en Dublín a Chico Chandler coge impermeable y paraguas, porque hay “Una nubecilla” que se va transformando en tormenta y una de esas caladuras son difíciles de secar, una vez atraviesan la piel y empiezan a ahogar por dentro.
Aparenta una despreocupada elegancia en su viaje con “El caballero de San Francisco”, ligera de equipaje como si no quisiera hacerse notar, aunque va apretando el paso y la presión de su brazo en el del compañero.
Con Hattie se quita el sombrero y bebe, y baila descalza y bebe, y se sienta en el suelo y bebe; e intenta no beber mientras se desnudan los recuerdos y se acuestan con ellos, antes de tener que “Irse de la casa amarilla”.
Cuando va de visita, la tristeza no siempre toca el timbre y, si no somos precavidos, se nos puede colar sin llamar. Estás trasteando en la puerta, jugando con el pasador del cerrojo mientras piensas en fijarlo, y una mano intempestiva te toca el hombro para avisarte de su presencia a tu espalda. Es así de traicionera. Y sabes que no queda otro remedio que sacar el servicio de té para compartir ese rato de la forma más amistosa posible, confiando en que, ese día, no tarde mucho en despedirse.

Notas de cata: Philip Larkin, Ana Mª Matute, Mingote, Raymond Queneau, Petra Hartlieb.

Noviembre ha sido el mes de las librerías, no solo porque el día 13 se celebrara el Día de las Librerías, sino porque por mis manos han pasado varias historias relacionadas con ellas. Desde los relatos contenidos en la antología “La librería a la vuelta de la esquina”, de la que os hablé al comenzar el mes, hasta las refrescantes confesiones de Petra Hartlieb en “Mi maravillosa librería”, que sirvieron para cerrarlo entre sonrisas (gracias, Rusta, por la recomendación). Entre medias, y dejando a un lado esas lecturas entrecortadas y dispersas que voy tomando y dejando según el humor que tenga, cuatro piezas que, a pesar de lo diferentes, han combinado a la perfección.

UNA CHICA EN INVIERNO. Philip Larkin.


Hay una guerra y, en Londres, nieva. Es el invierno de las esperanzas, frías y agotadas. Quizás un recuerdo veraniego de juventud pueda iluminar el desánimo. De algún modo, en algún momento. Quizás.

Caminar de puntillas, con la suavidad de la nieve que comienza a caer, y sin embargo dejar las marcas de las pisadas en medio del blanco, que en realidad nunca ha sido inmaculado. Una bailarina interpretando su ballet. Delicada, silenciosa, armónica; enérgica, elocuente y calculada. La intensidad estética se basa en la precisión. La matemática de la música en la punta de los dedos y explota la magia. Es arte. Es belleza. Es “Una chica en invierno”.

Para maridar con: quienes deseen paladear buenas historias bien contadas.

Vuelta al año en 52 (o más) cuentos: Flannery O'Connor y William Faulkner.

Jornadas XLI - XLII: De vuelta al sur
Se piensa en mi tierra que el viento del sur trae aires desequilibrados que alteran el comportamiento y, cuando viene con fuerza, hasta el nivel de suicidios se eleva. No sé hasta qué punto será cierto, pero hay un sur en donde no me extrañaría que nacieran esos vientos de locura, no siempre pasajera, o quizá otros igual de perturbadores. Un sur que alberga historias inquietantes y personajes grotescos, y voces igual de peculiares capaces de acercarnos a ellos. Un sur lejano, a veces demasiado extraño a nuestros ojos, pero capaz de atraernos hacia su oscuridad. Un sur evocado a través de películas y narraciones que, a menudo, se llenan con la tonalidad del desasosiego. Ese sur que suele seducirme y al que ya he viajado antes, muchas veces, y al que no me canso de volver.
Este regreso al sur ha estado marcado por la soledad, una soledad que no por ser compartida muerde menos, probablemente incluso lo hace más, y por la alienación propios de los personajes de O’Connor y Faulkner, que siempre tienen un algo de marginales. Son seres formados con la materia más oscura de la tierra a la que se aferran y enfrentados al mundo con sus emociones incompletas y a veces demoledoras.
Estructuralmente diferentes, estos dos cuentos se enlazan por el nexo temático del resentimiento y la incomprensión. Si en “El negro artificial”, Flannery O’Connor nos habla de un anciano enfadado con el mundo que vive retirado con su nieto, William Faulkner nos cuenta la historia de una mujer despechada que aísla a su hija, “Miss Zilphia Gant".


Reajustes y propuestas

El tiempo pasa tan rápido que a veces pierdo la conciencia de él y, cuando me detengo a mirar con atención cómo se han ido llenando los lapsos, me sorprendo con lo que hay. Estos reajustes temporales suelen acabar en inventarios, reorganizaciones y, reconozco, algún refunfuño contra mí misma y mi mala cabeza.

De este último inventario han salido algunas deudas que me he ido dejando por el camino el pasado mes (no económicas, afortunadamente, con la hipoteca ya tengo bastante), ya cerradas o en vías de estarlo. Y unas cuantas propuestas para compartir.

Notas de cata: Julian Barnes, Isaiah Berlin, Ernest Hemingway, Santiago Pajares, Elizabeth Strout,

Pausada, inconstante a veces, siempre obstinada; así es la compañía de la lectura. Y en el último mes, bastante variada: las confesiones de un escritor metido a cocinillas, un exhaustivo ensayo histórico, la mitológica memoria de Hemingway, el misterio de unos libros de autor desconocido y un microcosmos de la vida de la gente común. De la risa a la maravilla, todo cabe. Este es el resumen.

EL PERFECCIONISTA EN LA COCINA. Julian Barnes.

Literatura y cocina, una mezcla de lo más atractiva para quienes sienten curiosidad por los entresijos de los mundos de los libros y los fogones. Eso y la recomendación de un amigo, a quien se lo agradezco con una sonrisa tamaño menú largo y estrecho. Porque ese humor socarrón que gasta Barnes aquí se vuelve expansivo y alcanza la abierta carcajada. Mi amigo lo definió como “una especie de monólogo cómico pero más largo y bueno”; una definición bastante acertada.
Seguir la pelea de un escritor metido a cocinillas contra las recetas, muchas veces contradictorias, de los libros de cocina o de otros cocineros es toda una experiencia, te guste o no jugar con las cazuelas. El fracaso ante algunos elaboradísimos platos, la satisfacción de encontrar otros en los que lucirte, la caída de algunos mitos de infancia (la escena de la madre y los guisantes me encantó) o las diversas anécdotas que cuenta, tanto suyas como de varios escritores gastronómicos. Todo encaja y se desliza rápidamente, como el bocado de merengue de limón que explota en el paladar. Y, sí, teniendo en cuenta las similitudes entre escritura y cocina, alguna reflexión sobre literatura aparece. Para saborearla junto a todo lo demás.

Para maridar con: amantes de la cocina, de los libros, del humor… En fin, para cualquiera a quien le pique el gusanillo.

Notas de cata: Will Schwalbe, E.M. Delafield, Philip Hensher, Nell Leyshon, Mary Cholmondeley, Elizabeth Gaskell, Graeme Simsion, Ivan Doig, Terry Pratchett.

A veces uno coge un libro a sabiendas de que le va a gustar y, ya zambullido en la lectura, se alegra de ese pálpito que le ha conducido a ese momento de placer. Es una sensación que no tiene nada que envidiar a la sorpresa de escoger un libro sin ideas preconcebidas y hallar en él un pequeño mundo maravilloso. Los libros de este mes pertenecen, casi todos, a la primera categoría. Quizá me estoy acostumbrando a ir sobre seguro.

EL CLUB DE LECTURA DEL FINAL DE TU VIDA. Will Schwalbe

Partiendo de la dolorosa situación de su madre, enferma de cáncer, Schwalbe consigue contar sus últimos años de vida sin caer en lo lacrimógeno a través de la relación que mantuvieron entre ellos y con los libros. No es tanto un libro sobre la muerte como sobre la vida y la forma en que se puede pasar por ella, sobre integridad, amor y literatura. Y, a pesar de la tristeza, me ha dejado buen sabor.

Una visita a La Maga

No, no he ido a ver a ninguna hechicera o adivinadora. Tampoco me he caído dentro de Rayuela (lo intenté, de jovencita, pero fallé). Sí reconozco que pensé en ambas cuando encontré, a mediados de septiembre, un mensaje en mi buzón de correo remitido desde un evocador Universo La Maga. Este resultó ser, no un mundo paralelo, sino una web cultural de lo más interesante que había incluido este blog en un listado de publicaciones culturales sobre libros. En serio. Y me proponían hacerme una pequeña entrevista para su sección Mundo Literario. Como no sé decir que no (o, por lo menos, me cuesta mucho hacerlo) y agradecida por su atención, acepté.


Aquí os dejo el enlace a esta visita virtual a Universo La Maga para que, sintáis o no curiosidad por las preguntas que me plantearon, podáis daros una vueltecita por la página, que merece la pena. 


Vamos a contar cuentos

Cuando éramos pequeños, la mayoría de los cuentos que nos gustaba escuchar antes de dormir (o a cualquier hora del día, en realidad) comenzaban con aquel clásico «Érase una vez…» que nos aguzaba el oído y creaba expectación. Nos arrellanábamos en el sitio (cama, sofá o alfombra) y abríamos los ojos como si no tuviéramos párpados, en un gesto que parecía ampliar la capacidad de absorción de la historia, porque aquellas historias no solo se escuchaban, sino que se absorbían, se sentían, se vivían.

Durante la infancia, me contaron decenas de cuentos y yo me dediqué a leer otros tantos (o, probablemente, más). Luego, a medida que fueron llegando otros niños a mi entorno, empecé a ser yo quien contaba los cuentos para entretenerlos. Esa “Reina de las nieves” imponente que siempre me fascinó, la tradicional “Bella Durmiente” acosada por su suegra-ogra, aquellos hermanos cisnes que me iniciaron en los mitos celtas, relatos homéricos o de “Las mil y una noches” un tanto reajustados y cualquier otro que me gustara, adaptado la audiencia del momento. A veces, incluso, me atrevía a inventármelos. Y a lo largo de estos años he intentado mantener vivas todas esas antiguas historias, y otras que no lo son tanto, en los niños que me han acompañado.

 La librería a la vuelta de la esquinaAl crecer y hacernos adultos (me abstendré de emplear el término «madurar», porque muchos de nosotros quedaríamos excluidos), esos cuentos van cambiando en la forma y, solo en cierto modo, en el contenido. Y si digo «en cierto modo» es porque los temas ancestrales no han cambiado tanto; son los usos y costumbres, la superficie expresa, lo que se ha visto transformado por el paso del tiempo, mientras que ese fondo que habla del amor y la muerte, de las inquietudes que mueven al ser humano, por más que se recubran de símbolos, permanece. Hoy, sin embargo, ya no nos los cuentan al calor de la lumbre (o más bien del radiador): los leemos nosotros.

Me voy a permitir la licencia, ahora, de retomar esa buena costumbre narradora y, aunque no podáis oírme ni verme interpretar las escenas, os voy a contar un cuento que habla de cuentos:


Érase una vez, hace no mucho tiempo, en una brumosa tierra virtual cuyas fronteras se pierden junto a un horizonte difícil de alcanzar, una alquimista de palabras que un día decidió invitar a un acto de creación a varios compañeros del gremio. Reunió a diez invitados: nueve, además de ella, crearían una historia y un décimo presentaría el resultado final. Tras un verano de verter ideas y palabras en sus crisoles y retortas, se grabaron las frases destiladas. La alquimista anfitriona, ayudada por los compañeros más expertos, modeló el recipiente que las contendría y, llegado el momento, traspasadas las puertas del otoño, salieron del laboratorio para dar a conocer la obra final.

En este cuento hay once cuentos y, en cada uno de ellos, hay una librería, uno de esos pequeños paraísos para los amantes de los libros, que albergan tantas historias por conocer. Y su título es:

LA LIBRERÍA A LA VUELTA DE LA ESQUINA.

«Diez autores y once relatos rinden un espléndido homenaje a librerías, libreros, libros y lectores. Policíacas, misteriosas, románticas, fantásticas, realistas... historias extraordinarias con el protagonismo indiscutible de una librería siempre única, como la imaginación de quien la describe y la habita, de quien la dota de personajes y llena sus estantes de libros raros y maravillosos para que el lector se pasee por entre sus prometedores estantes. Por estas páginas transitan encantadoras investigadoras, clásicos que cobran vida, libreros excéntricos, herencias librescas, detectives suspicaces, acertijos de siglos pasados, palabras mágicas que conjuran hechizos olvidados, James Joyce, Hemingway, una dragona y hasta el mismísimo señor de las tinieblas.
Entra, lector, ponte cómodo y respira sin prisas el aroma de la literatura bajo el tenue polvo de sus estantes. Traspasa el umbral de estas librerías, eres más que bienvenido.»

Prologado por MientrasLeo, editora del prestigioso blog Entre montones de libros, y con diseño de portada de Javier Morán Pérez “Mork”, es fruto de una feliz iniciativa de la escritora MónicaGutiérrez Artero.  

Estas son las piezas que lo componen:

La típica librería - Belén Barroso
Un cadáver en la librería - Ana Bolox
El colmado de papel - Javier de Ríos
Ítaca / La maleta - Alejandro Gamero
Nicte - Rebeca C. Garin
La desaparición del librero de la luna - Ana González Duque
El té de los viernes en Moonlight Books - Mónica Gutiérrez Artero
Satán en una pequeña librería - Aránzazu Mantilla
El sueño de Camelia - Desirée Ruiz
La puerta - JAP Vidal

Si queréis saber más, lo encontraréis en  este enlace,
En edición digital por ahora, y con un precio especial de lanzamiento, 
próximamente estará también disponible en papel.
Solo me queda decir: muchas gracias, Mónica, por la propuesta,
y a los participantes -Belén, Ana B., Alejandro, Rebeca, Desirée, José-  por el entusiasmo,
en especial a Ana G. y Javi, guías más que espirituales.

Seguiremos informando… y contando. Que no nos falten los cuentos.

¿Y a vosotros os gustan los cuentos?

¿Y las librerías?

Vuelta al año en 52 (o más) cuentos: Elizabeth Bowen, Elizabeth Taylor, Doris Lessing, Alice Munro.

Hablar de amor y de pérdida suena a romántico y a trágico (dos temas muy relacionados, dejando aparte lo esdrújulo), pero no tiene por qué ser siempre así o, al menos, no debería. Dejar el sentimentalismo a un lado y operar con limpieza es siempre la mejor opción para resaltar el valor de lo tratado.

El amor y la pérdida son elementos de la vida cotidiana con los que convivimos tan estrechamente que, a veces, ni siquiera los apreciamos en su conjunto. Amar es algo que hacemos (casi) sin pensar, es esa bisagra en la que basculan dos o más personas, que los une y los separa. Es el sentimiento que comparten padres e hijos, hermanos, amigos, amantes o efímeros compañeros de cierta clase de comprensión. Es un estado, si no básico, al menos habitual y recurrente.

La pérdida a veces se nos escapa entre los resquicios del pensamiento, quizá porque no queremos enfrentarnos a ello o quizá, simplemente, porque su cotidianeidad no resalta tanto. Y es que hay pérdidas pequeñas, inapreciables casi, como los segundos que pasan, y solo cuando se han convertido en el largo recorrido de un mes o un año nos volvemos conscientes de esa pérdida del tiempo, de ese pasado que no se puede recuperar. Hay pérdidas dolorosas, como la de la confianza, y pérdidas traumáticas, como las de los seres queridos. Pérdidas sin importancia, como la de un mechero (salvo que tenga una carga emocional o las ganas de fumar sean desesperadas). Pérdidas que son vacíos, como la del sueño (el plural sería también válido). Pérdidas geográficas, quizá más filosóficas de lo que a primera vista parece. A veces se diría que la vida es una suma de pérdidas. 

Perder es crecer, es pasar, es avanzar lentamente hacia la pérdida más grande, la de nosotros mismos. Mientras tanto, amamos y odiamos, perdemos y recobramos, aprendemos y olvidamos. Porque si no lo hacemos, nada valdría la pena.
Esta ha sido la ruta de las cuatro últimas jornadas: un recorrido por el «Libro del amor y de la pérdida (Historias del corazón)», que a pesar de su subtítulo no trata sobre cardiopatías ni adolece de un sentimentalismo gazmoño. La antología recoge veinte cuentos de otras tantas escritoras, entre las que se cuentan Edith Wharton, George Egerton, Katherine Mansfield, Virginia Woolf, Dorothy Parker y Grace Paley. Y las autoras de los relatos siguientes:

Que otros se rasguen las vestiduras.

Que otros se rasguen las vestiduras, que yo no lo haré. Cuando fuimos al zoo, sabíamos que los animales estaban en jaulas. Llámalo morbo o curiosidad malsana, esa insistencia a recrearte en lo que te escandaliza; dime que solo ibas por los niños, para ilustrar su inocencia y su ignorancia; dame cualquier pretexto, total, no importa.

No hay mejor desprecio que no hacer aprecio, decían las abuelas con toda la razón, pero nos empeñamos en olvidarlo. Los egos necesitan atención y que se hable de ellos aunque sea mal, como decía Wilde, y las empresas buscan publicidad que propicie ventas por cualquier medio, aunque se cubran con el manto de la cultura.

Año tras año, todo el mundo espera el momento del circo mediático del premio más sustancioso (no lo olvidemos, sustancioso no es sinónimo de prestigioso, en todo caso de famoso) para aplaudir o abuchear desde la grada o saltar a la pista y tener sus cinco minutos de gloria ante el inevitable espectáculo del cual, a la postre, todos participamos, siguiendo las reglas del protocolo establecido dentro del estatus de cada cual.

Si eres (o crees ser) un intelectual que solo disfruta de la alta literatura, es de buen tono criticarlo llevándote las manos a la cabeza con grandes aspavientos, o al pecho en un alarde de histrionismo extremo (tu pobre corazón sensible se siente terriblemente afectado ante las ofensas a tu inteligencia), y quizá bramar con voz estentórea contra los desmanes e infamias cometidas, o proferir grititos de damisela que suelta su taza de té ante un vahído. Esto último no es del todo imprescindible, pero termina de definir tu posicionamiento alejado de esa plebe sin criterio.

Si eres abanderado del best-seller, debes sacar a relucir tu álbum de recortes de grandes éxitos para recordar a esa secta de puristas estirados qué es lo que realmente vende y se lee (ejem), argumentando tu diatriba con una buena dosis de realidad de la calle, cifras, estadísticas y esa afirmación lapidaria que, después del clásico «si lo sigue la mayoría por algo será», siempre sirve como colofón: «es cuestión de gustos», y con ella se explica todo. Además, puedes elevar también la voz para que se te oiga tanto o más que a tu adversario, no vaya a ser que una educada discreción os haga pasar desapercibidos a uno de los dos o a ambos.

Si vas por el camino del medio… no, imposible, ese camino no existe, olvídalo. Tienes que mojarte y ajustarte la etiqueta de forma bien visible. Con anticipación, incluso, no vaya tu despiste a crear dudas sobre tu postura ante todas las posibilidades tan bien expuestas y envueltas de vivos colores para atraer tu atención. Así, cuando a la mañana siguiente los medios bullan, rebullan y exploten, podrás reafirmarte en ella y reiterarte en lamentos (por el desprecio ante la verdadera calidad) y exabruptos (ante el más despreciable mercantilismo) o regodearte en el éxito fácil (todo es perecedero, después de todo). Y tras la nueva sesión de entusiastas intercambios verbales, pasar en unos días al olvido.

Transcurrirán meses antes de esa noche de cena en casa con amigos, cuando esa curiosidad inevitable del lector lleve a algunos a percatarse de que en la estantería de la esquina está, como dejado al desgaire, el objeto de tanto revuelo. Uno te mirará con desdén y otro sonriendo. El segundo te preguntará si ya lo has leído y, si es así, compartirá sus impresiones aunque no estés por la labor. El primero, justo antes de marcharse, te sorprenderá (no demasiado, reconócelo) con su petición en un susurro furtivo. No es que le apetezca, la verdad, sólo es curiosidad científica por saber cuán malo puede ser. Y volver a rasgarse las vestiduras.  



Ilustración de Alireza Darvish.

Notas de cata: Carlo M. Cipolla, Mary Ann Clark Bremer, Maria Edgeworth, O. Henry, Joseph Roth, Kressman Taylor, Connie Willis.

Septiembre ha sido un mes marcado por la brevedad, sobre todo en lo relacionado con las lecturas. Aquejada en parte, todavía, por una especie de virus de concentración errática, he saltado de relato en relato, entre cuentos, nouvelles y algunos breves ensayos. Nada grave, menos aún teniendo en cuenta lo que disfruto con las piezas cortas. Y todas ellas, tres relecturas incluidas, eran perfectas para disfrutar.

ALLEGRO MA NON TROPPO. Carlo M. Cipolla

Este librito de poco más de cien páginas contiene dos ensayos y una reflexión sobre el sentido del humor que nunca me cansaré de recomendar (ni de volver a leer). La reflexión es, en realidad, el prólogo: una introducción explicativa al contenido en la que expresa su visión sobre la ironía y el humorismo con una concisión esclarecedora.

En El papel de las especias (y de la pimienta en particular) en el desarrollo económico de la Edad Media, une su bagaje como historiador económico a su capacidad para la ironía para mostrarnos una versión del Medievo tan documentada como original y, a veces, cómica. Los argumentos que explican la importancia de la pimienta en acontecimientos como, por ejemplo, las Cruzadas no solo parecen lógicos sino que, además, despiertan la sonrisa. Aquí la historia medieval no tiene tintes románticos, si se convierte en árida: resulta de lo más divertida.

Las leyes fundamentales de la estupidez humana va un paso más allá. El propio Cipolla se refiere a ella como «una aguda invención» pero esto la deja al nivel de una simple boutade, cosa que no es en realidad. En cuanto a invención, puede ser ingeniosa, cínica e hilarante, pero esa agudeza es la expresión de un pensamiento inteligente que pone palabras a una realidad insoslayable: la dañina existencia de los estúpidos. Es una de esas lecturas que conviene repetir de tanto en tanto, en parte para entender cómo se ha llegado a algunas cotas, también para tomárselo con un cierto sentido del humor que nos ayude a superarlo. Pero, cuidado, lector: bien pudiera ser que, al leerlo, te encuentres reflejado y te sorprendas.

Para maridar con: mentes abiertas, curiosas, indagadoras y, sobre todo, capaces de reírse de uno mismo.

Vuelta al año en 52 (o más) cuentos: Eudora Welty y Truman Capote.

Jornadas XXXV - XXXVI: Desde una especial perspectiva.

Es preciso mirar desde el lado adecuado para tener las mejores vistas, que no siempre son las más bellas o las más amplias, sino esas que dan a los objetos un sesgo peculiar, quizá incluso defectuoso, que alcanza a resaltar matices que, de otro modo, quedarían desenfocados. Es como ver a través de un cristal roto con sus grietas, sus esquirlas y sus prismas, y esa solidez fragmentada que puedes intentar tocar a través de un agujero, aunque lo más probable es que te cortes al hacerlo. Y es que el romper la distancia necesaria distorsiona la percepción de los objetos.

Hay un ángulo de visión óptimo, si bien no es el mismo para cada ojo y no siempre, no todos, somos capaces de mirar desde allí y captar la sutileza de esos matices, y mucho menos de describirlos o recrearlos. Algunos afortunados (o desdichados) han recibido el don (o la maldición) de saber situarse en el punto exacto para ver la forma tras la forma y reproducirla después. Sienten la luz en la piel, y la recogen, y en cierto modo la reflejan, y la usan para pintar con los dedos del pensamiento sobre un lienzo que rara vez está en blanco, pues casi siempre hay un vago vestigio, la huella de una sombra.

La literatura es una especie de pentimento multitudinario, un lienzo donde todos han ido dando sus pinceladas y, con ellas, han cubierto otras anteriores, o simultáneas, o incluso posteriores porque allí el tiempo discurre de manera desigual, errática. Imágenes superpuestas y múltiples miradas que a veces discurren en paralelo, o confluyen, o se pierden en el vacío. Y hay quienes, con deliberación o no, coincidieron al elegir el ángulo de visión (aunque nunca será el mismo, en realidad, pues dos cuerpos no pueden ocupar un solo espacio).

Miradas coincidentes o muy aproximadas, como las de Eudora Welty y Truman Capote en algunos de sus cuentos: en «Por qué vivo en la Oficina de Correos» y «Mi versión del asunto», por ejemplo.

Notas de cata: Arnold Bennett, Antoine Compaignon, E.M. Forster, Edith Wharton.

Es una verdad generalmente admitida que, durante las vacaciones estivales, la gente encuentra mayor disposición hacia la lectura y dedica esos maravillosos momentos al sol (o a la sombra, o donde corresponda) a practicarla con un ritmo más vivo del habitual. Pues bien, ese no es mi caso: este mes el tiempo no me ha cundido en absoluto en lo que a lecturas se refiere. Lo he aprovechado en otros sentidos, lo he disfrutado y mucho pero leer, lo que se dice leer, ha sido bien poco. Ese tiempo insobornable por la noche, antes de dormir, y algunos raros momentos de soledad. Y, para colmo, la dificultad añadida (a la que he intentado resistirme larga aunque inútilmente al final) de descubrir que la longitud de mi brazo, si bien es proporcionada a mi estatura, resultaba demasiado corta para conseguir una adecuada perspectiva de las páginas del libro. Confío en que, una vez subsanado este problema (y no, no he acudido al doctor Frankenstein para alargarme el brazo), pueda volver a recrearme en la lectura de una forma cómoda, entre otras cosas.

Dejando a un lado la cuestión cuantitativa, el balance vuelve a ser satisfactorio y eso es lo importante. Para mí la lectura es un paseo reconfortante y, a poder ser, enriquecedor, no un circuito de velocidad.

ENTERRADO EN VIDA. Arnold Bennett.

Tengo que agradecer a Mónica Serendipia el descubrirme este libro que me ha hecho dormir varias noches con la sonrisa puesta. Novela ligera, comedia de enredo, juegos malabares: una historia de equivocaciones que es también una sátira sobre la concepción del arte y del artista, que sobre todo hace reír. No respira gran ambición, pero consigue cuanto pretende: la sonrisa burlona; y lo consigue con creces.

Para maridar con: quienes gustan de la mezcla de las letras con humor.


Vuelta al año en 52 (o más) cuentos: E.T.A. Hoffmann, F.M. Crafword, E.F. Benson.

Jornadas XXXII - XXXIV: Cuando la sangre sabía a miedo.

Cuando un vestido se te pasa de moda pero está aún en tan buen estado que es una pena deshacerte de él, siempre habrá quien te aconseje que lo guardes, porque las modas son recurrentes y en algún momento se volverá a llevar. Puede ser tu madre, una amiga o esa parte de ti que no sabe practicar el arte del desapego material. Por lo general el tiempo les da la razón, aunque suele matizar ese regreso al pasado con detalles que marcan la diferencia entre lo nuevo al estilo antiguo y lo inequívocamente viejo. Ese momento en que, en lugar de un estiloso personaje de película clásica, pareces el fantasma de tu propia abuela.

También en lo literario se dan las modas que van y vienen y, después de un par de vueltas a la manzana de los caprichos del mercado, se hacen unos cortes al bies para reaparecer con una caída de hombros distinta. Temas y géneros que parecieron olvidados en el fondo de los cajones se rescatan, se retocan y se recolocan en el escaparate como si fueran nuevos (aunque a veces la tijera y la aguja se manejen con poca destreza). Y, voilá, aquí está la antigua idea en su envoltorio moderno.

Si hay algo que nunca cierra la puerta al salir es esa variedad de formas que cobra nuestro lado oscuro, ese ancestral sabor a sangre. Hay todo un universo mítico girando a su alrededor y una de las criaturas que de allí emergen para turbarnos es el vampiro. Los vampiros nos acompañan desde tiempos antiguos y, como a nosotros, el paso de los siglos ha ido cambiando sus habilidades, sus costumbres e incluso su naturaleza.     

Los vampiros modernos no sólo toman sino que dan, no sólo seducen sino que ellos mismos se enamoran y, lo que parecía imposible, llegan al extremo de renunciar a su condición para recuperar o adquirir humanidad. Si sus antepasados pudieran levantar la cabeza (la mayoría la perdieron después de ensartarles una estaca y antes de churrascarse en una pira), gritarían de desesperación. Y dirían esas palabras que todos hemos oído a nuestros abuelos: “En nuestros tiempos esto no pasaba. Si se nos hubiera ocurrido portarnos como esos papanatas nos hubieran dado de bofetadas”. Porque en aquella época dorada del vampirismo, cuando la sangre tenía un regusto a simbolismo y pesadilla, una señal indeleble los marcaba: el miedo.

De aquel reinado clásico del vampiro de instintos primordiales surgieron historias cuya intención era hacer temblar al oyente o al lector, historias como las que recoge la magnífica selección que hizo Siruela, hace ya unos años. Algunas tan conocidas como “El vampiro” de Polidori, hija de aquella famosa noche junto al lago Leman, “Berenice” de Poe o “Carmilla” de Le Fanu. Otras en forma de poema, como “La novia de Corinto” de Goethe y “Las metamorfosis del vampiro” de Baudelaire. Y todas ellas tienen en común esa visión sin contaminar del monstruo y de nuestro primigenio temor a lo que hay más allá de la muerte.

Notas de cata: Truman Capote, Millicent Dillon, Jorge Edwards, Sonia Escolano, William Ospina, David Sedaris, Enrique Vila-Matas.

Recuperar antiguas lecturas, esos autores olvidados, se está convirtiendo en tónica recurrente en estos últimos tiempos pero no analizaré las razones del sentimiento, incluso sentimentalismo, nostálgico que implica esto. Digamos solamente que mi viaje por el territorio de los cuentos ayuda a ello. Fruto de esta intensa actividad del plumero al desempolvar tantas páginas de desigual memoria han regresado, con gran placer, viejos buenos momentos. Ahí están, por ejemplo, Machado de Assis o Jane Bowles. Ésta, además, me ha hecho recorrer de nuevo buena parte de su recuerdo. Del primero, sé que volveré a él a no mucho tardar; se lo debo.

Mientras tanto, esto ha sido lo saboreado en este julio pegajoso:

RETRATOS. Truman Capote.

La mano de Jane Bowles, amiga del escritor y una de las “retratadas” me llevó de nuevo a este pequeño libro que reúne varias semblanzas de personajes del mundo artístico de la época. Algunas de ellas se han hecho célebres, como el largo y revelador encuentro con Marlon Brando (que le granjeó la enemistad con éste) o el relato de la “adorable criatura” Marilyn Monroe, quizá más por la fama de las figuras que por los méritos de Capote, que los tiene.

Me gusta el modo en que traza los perfiles, haciéndolos visibles con sus propias palabras, con la elocuencia de una escena o un recuerdo. Me gusta la aguda brevedad de los apuntes de la parte final, escritos para fotografías de Avedon (que estaría bien disfrutar). Me gusta su manera de acercarse a lo que cuenta, con un toque de intimidad y, a veces, algo de chismorreo. Me gusta ver desde su ángulo esas esquinitas mordidas del éxito, con su patetismo y su  oscuridad. Llamadme morbosa, pero lo prefiero al lado rosa e irreal.

Para maridar con: lectores curiosos, indagadores y un poco mitómanos.

Vuelta al año en 52 (o más) cuentos: Dorothy Parker

Jornadas XXX y XXXI: La soledad de las parejas.

Para la disección de un cuerpo se precisa un bisturí afilado y una mano con buen pulso. Para la disección de un carácter o de una relación, son el filo y el pulso de la mente los que trabajan y en esto Dorothy Parker fue realmente buena. La mordacidad que despliega en sus cuentos es lo bastante aguda para poner en evidencia lo que hay de absurdo en la gente, rozando a veces la parodia sin llegar a caer en la caricatura. Por sus escenarios burgueses y urbanitas, dibujados con escasos y finos trazos, personajes que parecen corrientes se detienen para que la señora Parker los desnude y nos los muestre sin tapujos, revelándonos de paso facetas que, a veces nos damos cuenta, forman parte de nosotros mismos. Ese sentido del humor tan cáustico, a veces feroz, le sirve para envolver el patetismo del alma humana y consigue despertar, al mismo tiempo, la sonrisa maliciosa y una especie de sensación piadosa, incluso de identificación, con el trasfondo trágico detrás de cada historia.


“La soledad de las parejas” es una de las selecciones de cuentos de Dorothy Parker que publicó Ediciones B hace veinte años y su título, aunque no se corresponde con ninguno de los relatos, refleja la atmósfera que rodea las relaciones que aparecen en ellos (no sólo las de pareja, por otro lado). En estos veinte años he releído en varias ocasiones estos cuentos (además de los de “Una dama neoyorquina”, la otra selección que se editó entonces) y quizá por eso me vinieron a la cabeza hace poco, tras presenciar una escena protagonizada por una pareja, más bien dos. Pensé en la ambivalencia de la conjunción de palabras de este título, en que las parejas embelesadas están solas con respecto a los demás mientras las parejas que no se avienen son dos soledades enfrentadas, y en lo fácil que es caer de uno a otro lado.

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...