Leer es un vicio solitario que se puede compartir.

Tengo otros pero suenan menos adecuados.

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El impulso de recomendar

Dar consejos es algo que, como poco, me incomoda, cuando no lo detesto abiertamente, a pesar de las veces en que no me ha quedado otro remedio que tirar de experiencia o perspectiva para orientar a alguien en un determinado momento. Con esta habilidad mía para perderme en mi propia habitación, arrogarme la potestad de discernir lo que es beneficioso o necesario para el prójimo tendría delito. No soy madre, ni profesora, ni psicóloga, ni siquiera soy guardia urbano para poder indicar el camino correcto o la próxima salida (aunque me las apaño muy bien para organizar el caos, quizá algo de guardia urbano sí tengo).

Sí me gustan las recomendaciones, aunque parezca un contrasentido, sobre todo si son de doble dirección. Los sinónimos no son absolutos y entre “recomendar” y “aconsejar” hay matices de diferencia, por mucho que en el diccionario un verbo te lleve a otro. No hay más que deslizarse hacia los sustantivos para ir captando las distinciones. El consejo parece llevar implícita la intención de conducir o, al menos, condicionar. La recomendación no pretende tanto convencer como presentar, eso sí, a través del elogio. Ahí entro yo: lo de elogiar y presentar me pierde.

A veces, me dan arrebatos. Esto suena a confesión muy seria pero no lo es tanto: no son arrebatos graves. No me da por atizar mamporros ni por arrojarme por un puente al Manzanares (esto último, además, tendría bastantes dificultades). Más bien son ataques de entusiasmo arrollador o, al contrario, de profunda frustración (o decepción, según los casos). Y pobre de quien se acerque durante esos momentos, a veces incluso días. A lo que yo hago, mi madre lo llama «dar la turra hasta la extenuación».

Cuando algo me ha impactado, maravillado u horrorizado, me urge expresarlo sea como sea. En persona, por teléfono, por correo; en la mesa de una cafetería, en el pasillo de la oficina y hasta en la cama (sin sonrisillas, por favor). Compartirlo es una necesidad. Esa persona, ese libro, esa canción, esa obra de teatro, ese restaurante… Los demás deberían tener la oportunidad de disfrutar de esa sonrisa, esas palabras, esa melodía, esa magia, esa comida. O de no acabar a la gresca, desprevenidos, o con una crisis intestinal.

Todo esto es en confianza, claro está, con los límites que marca ese tipo de relación en la que el interlocutor puede sacarse un bozal del bolsillo sin el menor reparo por ambas partes. Fuera de ese círculo de suprema paciencia, intento contener el impulso y, salvo raras excepciones, lo consigo. De vez en cuando me descuelgo con algún comentario al otro lado de la barrera: a algún conocido incauto o en el mundo virtual. O lo escribo y acaba aquí. Dejar de leer no es tan brusco como hacerme callar.

Recomendar es un arte, en realidad, y no este loco afán por compartir que padezco. Para recomendar con acierto hay que saber ponerse en el lugar del otro, como al hacer un regalo, y en cierto modo es una especie de regalo el querer proporcionar un placer como el tuyo. Sin excesos ni alharacas, elegantemente (eso tengo que practicarlo).

Después, sea la recomendación impetuosa o comedida, llega ese momento de sentirte satisfecha… si has acertado, claro. Solo si has acertado.

Niños en el tiempo. Ricardo Menéndez Salmón

Hablemos del amor, pero no del amor romántico e idealizado sino de ese sentimiento confuso que enlaza y separa a la gente de un modo que, a veces, resulta demasiado caprichoso.

Hablemos del amor en general y de alguna de sus formas en particular: del amor de pareja, que surge de repente y se trunca cuando menos se espera; del amor a los hijos y su naturaleza fiera y desesperada; del amor al arte, esa expresión idealizada del deseo de eternidad; del amor a uno mismo, que no siempre coincide con el amor propio; y también del desamor, no como final sino como carencia.

Hablemos, porque las dificultades vienen cuando callamos; y callamos demasiado.

Las tres historias que componen la novela están recorridas por silencios y ausencias, una línea espiral que orbita alrededor de la línea del tiempo, una sucesión de ondas superpuestas de las cosas que no se dicen. Sostenida en el largo compás que lo contiene todo, una nota negra y redonda: el dolor.

Esta forma triangular de la novela, tan angulosa y de nexos subterráneos, resulta un tanto desconcertante a ratos por la aparente independencia de sus partes, por esos cambios que parecen rupturas. La cohesión es, en realidad, interna. Atada al tema de los de los hijos y su ausencia; y de la literatura como creación, también. Una indagación sobre el sentido de la pérdida.

«La noche más triste nunca es la primera. Pero la primera noche triste es la más larga de las noches tristes por vivir, aquella en que la extensión de la herida se muestra infinita.»

Introspectiva y delicada, con un cierto toque de arritmia que permite tomar distancias, acaricia aunque no arrebata; te deja espacio para pensar.



Esta lectura es una de las tres elegidas para el reto Serendipia Recomienda y llegó recomendada por Rustis, del blog Rustis y Mustis leen

Tengo una nueva heroína y la he encontrado en Gramercy Park.

Quiero una Amelia Butterworth en mi vida. Definitivamente. Una mujer llena de confianza, segura de hasta dónde pueden llegar sus habilidades y capaz de desafiar al más pintado, sin dejarse amilanar por los condicionantes de una sociedad para la cual el sexo femenino es débil y dependiente. Con esa personalidad que trasciende las páginas para resaltar en un primer plano de una solidez apabullante. Con las virtudes y defectos que hacen de ella una protagonista perfecta para esta decimonónica novela policíaca.

Entendámonos: no es una versión femenina de Sherlock Holmes, ni falta que nos hace. Ella tiene sus propios métodos y estrategias. Hay una parte de deducción, otra de intuición y una tercera de descubrimientos que responden de alguna manera al azar. Y con todo ello capta la atención. Su caracterización es tan cuidadosa y acertada como la del resto de los personajes, incluso el más pasajero, a veces conseguida con sólo unas pocas frases.

Con el estilo claro y elegante propio de la dama que se precia de ser, la señorita Butterworth (de la mano de Anna K. Green) nos va proporcionando la información precisa para acompañarla a lo largo de sus investigaciones y el particular duelo que mantiene con el detective profesional Gryce. Ya quisiera yo la mitad de su compostura a la hora de manejar las dificultades. Y de su ingenio.

Mi (ahora) querida Amelia, me ha tenido intrigada durante cada giro argumental y, echando mano de algunos trucos con maestría, me ha sorprendido a veces con conclusiones que no esperaba. Admirable en la constancia de sus propósitos, pareja a la del ritmo de la historia, se ha convertido para mí en una heroína. Con su dosis de digno orgullo y la sensibilidad justa, bien guardada para utilizar sólo cuando es adecuado. Toda una señora.  

Y si no tengo una Amelia Butterworth para mí sola, me conformo con un poco de sus mejores partes. A ver si algo se me pega.


* Un par de apuntes sobre la edición:
Aparte del pequeño desvarío de arriba, no podía dejar a un lado lo exquisito de la edición (algo por lo que me enamora dÉpoca), lo cual supone un valor añadido al placer de esta lectura. Notables los dibujos de Louis Malteste que ilustran el libro y el prólogo de Carmen Forján que te conduce al mundo de la autora, Anna Katharine Green. Así da gusto leer.



 “El misterio de Gramercy Park”. 
Anna Katharine Green.

Editorial dÉpoca, 2014.

Título original: “That Affair Next Door” (1897)
Traducción: Rosa Sahuquillo Moreno y Susanna González.


«La acaudalada familia Van Burnam regresa regresa de un viaje al extranjero al mismo tiempo que aparece una mujer muerta en el salón de su casa. Un gran aparador ha caído sobre ella aplastando su cara, y aunque la policía sospecha que la víctima es la esposa de uno de los hijos del señor Van Burnam, éste insiste en que no la reconoce. ¿Qué hacía la mujer en una mansión que permanecía cerrada? ¿De quién son las extrañas prendas que llevaba puestas? ¿Estaba muerta antes de caer sobre ella el aparador?»


** Estas notas sobre mis impresiones de la lectura de "El misterio de Gramercy Park" se atreven a participar en el concurso de reseñas y sorteo que han organizado Rustis y Mustis en su blog


El animal moribundo, de Philip Roth.



Este es mi pequeña contribución al homenaje a Roth de Rustis y Mustis. He hecho lo que he podido, queridas, pero no me resultaba fácil transmitir mis impresiones con el libro. Y os agradezco el empujoncillo para saldar esta deuda de letras.


El animal moribundo. Philip Roth
Alfaguara, 2002.
Traducción de Jordi Fibla.

David Kepesh, a sus ochenta años, confiesa a un personaje desconocido una de sus últimas experiencias sentimentales: la que mantuvo con Consuelo Castillo, una joven cubana, casi cincuenta años más joven que él.
Desde que la revolución de los sesenta lo liberó de sus ataduras familiares, Kepesh, profesor universitario, famoso periodista, un hombre seductor, inteligente y culto, ha vivido al margen de cualquier compromiso. Y tiene una rica fuente para sus conquistas dentro de sus propias clases. A las puertas de la vejez, la vitalidad y la hermosura de Consuelo enfrentarán al protagonista con el significado de su vida.

«Consumid mi corazón; doliente de deseo
Y atado al animal moribundo  
Que ignora su ser; y recogedme
En el artificio de la eternidad.»
(“Navegando hacia Bizancio”, William Butler Yeats; en “30 poemas”, Ed. Mondadori, 1998)


Doliente de deseo, atado a él, febril, el animal moribundo es el propio David Kepesh que recorre una vejez libertina y busca, a través de la satisfacción sexual, la más íntima satisfacción de su ego. Un personaje lleno de aristas trazadas con tiralíneas. Tenía en mente a Henry Miller cuando decidí enfrentarme a Roth en este primer pulso entre nosotros y sí, algo ha habido de aquellas sensaciones de entonces, de aquella incomprensión ante la forma de asumir la percepción vital, ese llevarlo todo al terreno de lo físico e intentar manejar las emociones, propias y ajenas. Como si el sexo fuera el único argumento para plantarle cara a la vida.


«La corrupción no es el sexo sino lo demás. El sexo no es sólo fricción y diversión superficial. El sexo es también la venganza contra la muerte. No te olvides de la muerte.»

La brevedad de la novela ayuda a fluir entre las páginas sin que las cargas de fondo resulten un lastre muy pesado. Con una estructura aparentemente sencilla, te va llevando de puerta en puerta, a veces retrocediendo para avanzar por otro camino con astucia, vistiendo capa a capa los miedos y anhelos con un lenguaje vívido que los pinta a todo color. Corta pero intensa, una cápsula contra el dolor del tedio.

Subyacen (bajo una cobertura de explícita enumeración de lo fisiológico, quizá lo más flojo de la novela) los conflictos inherentes a la condición humana: la libertad, la muerte, la búsqueda del yo. Una exploración de la identidad, la propia y la de los demás, enraizada con las relaciones que los atan y desunen, de la mano de la satisfacción y la frustración diarias. El amor no entra en la ecuación tratada, vamos a hablar de actos, aunque quizá su falta de mención le dé un especial significado.

«Creo que estás completo antes de empezar. Y el amor te fractura. Estás completo, y luego estás partido.»

Verse el uno a través del otro, la admiración, la dependencia, posesión y celos, una sombra de obsesión. Indagar en el alma a través del cuerpo, sin cortapisas. La vida, que sucede aunque queramos detenernos. La muerte, que nos alcanza siempre. La libertad de plantarles cara a nuestra manera. Es en el momento de lo íntimo, en la transmisión de la emoción sincera cuando Roth se crece y reclama tu respiración.

«Dame la libertad o dame la muerte.»

Quizá demasiado brusca a veces, con un toque de precario equilibrio entre las partes, tira de algunos resortes internos para revolvernos un poco. A mí consiguió inquietarme porque, de alguna manera, todos tenemos algo de animales moribundos, consumidos por nuestros apetitos, y no somos conscientes de ello.

Jezabel. Irène Némirovsky.

¿A qué me enfrentaba? No estaba segura. Antes de esta tercera cita con Irène, había tenido el placer de conocerla en dos facetas diferentes: el exquisito retrato adolescente de “El baile” y las vívidas pinceladas de la coral “Suite francesa”. Las referencias situaban la novela más cerca del primero en tanto reflejaban una relación madre-hija, teñida de autobiografía por la memoria de Némirovsky. Con estas premisas comencé y me sorprendí, porque era mucho más que eso: era una imagen tridimensional.

Foto primera: inicio in media res. Imagen limitada por cuatro esquinas. La silueta destacada sobre un paisaje nítido a pesar de su segundo plano. Se adivinan volúmenes ahí detrás, texturas interesantes. Las siguientes fotografías combinadas van formando un holograma que, a su vez, irá cobrando solidez con cada movimiento hasta convertirse en una figura con identidad propia. Una mujer que respira por sí misma y por los demás.
«Le daba lástima, pero sentía una crueldad inquieta, el deseo de conocer por primera vez, de medir el alcance de su poder de mujer.»
Vanidad en una dimensión amplificada, sublimación de un egoísmo que trasciende el concepto de orgullo y se transforma en una ceguera enfermiza ante la realidad, Gladys no es solamente una nueva Jezabel. Lleva al extremo el tan humano miedo al paso del tiempo y, como Dorian Gray, entrega su alma a cambio de juventud y belleza al más mundano demonio. Acumula pecados como eslabones de un collar con el que adorna la pérdida de dignidad, de humanidad.
«No quería una belleza frágil, patética, amenazada por la madurez; necesitaba el esplendor, la triunfal insolencia de la verdadera juventud.»
Con un pulso narrativo bien medido, Irène Némirovsky recrea la imagen de Gladys a través de actos y palabras, suyos y de los personajes a su alrededor, desgranando los lujos y miserias que conforman sus vidas. La voz narradora no entra a valorar: son los personajes quienes valoran y el lector a partir de sus acciones, en un crescendo de notas tensas.
«Necesitaba estar segura de su poder, comprobar que era capaz de volver loco a un hombre, de hacerlo sufrir como antes.»

Quizá adolece de una sobrecarga en el absoluto protagonismo de Gladys, que a veces produce una visión desdibujada del resto, pero es algo habitual en los primeros planos y, en parte, de eso se trata: destacar su figura complejamente simple. Con los adornos justos para no restarle importancia a esa impresión que debe perpetuarse tras el revelado. Menos es más: la regla de la elegancia. Como la que desprende la prosa de Némirovsky, aun cuando desciende a lo más oscuro de las fallas del carácter y la psique. No es seducción de una noche, es fascinación perpetua.


Ficha y sinopsis:

Jezabel. Irène Némirovski
Ed. Salamandra, 2012

Título original: “Jezabel” (1936)
Traducción: José Antonio Soriano Marco

Gladys Eysenach es acusada del asesinato de su presunto amante, un joven estudiante de apenas veinte años, y el caso levanta una enorme expectación en París. Madura y excepcionalmente bella para su edad, Gladys pertenece a esa alta sociedad apátrida que recorre Europa de fiesta en fiesta. Envidiada por las mujeres y deseada por los hombres, su vida se airea impúdicamente frente al juez: su infancia, el exilio, la ausencia del padre, su matrimonio, las difíciles relaciones con su hija, su fama de femme fatale, su fijación con la belleza y la juventud... El público, impaciente por conocer cada sórdido detalle, no comprende que la rica y envidiada Gladys, comprometida con un apuesto conde italiano, haya perdido la cabeza por un joven anodino, casi un niño. ¿Quién era la víctima: un amante despechado, un delincuente de poca monta o quizá el testigo incómodo de un secreto inconfesable? ¿Y por qué la acusada insiste en mostrarse culpable y exigir para sí misma un ejemplar castigo?

Los hijos de la inmigración: entre la integración y la crisis de identidad.

Este artículo se publicó en la revista Ábrete Libro el pasado mes de abril, 
dentro del número de primavera dedicado a la inmigración. 





Una de las razones que hicieron grande al Imperio Romano fue su capacidad para asimilar el sustrato cultural de los lugares por los que se expandía y hacerlo suyo. Aquí hay una creencia en un dios: la adoptamos. Ahí una costumbre ancestral: la absorbemos. Y crecemos. Anclarse en una roca no te deja moverte en ninguna dirección. Y si te mueves, te adaptas; hay que hacerlo para sobrevivir. Adaptarse no es perder raíces, ni olvidar el pasado, ni desprenderse de la esencia. Es vestir con nuevos ropajes el propio cuerpo, más flexible tras haberse acomodado al medio pero con el mismo corazón por dentro. Hace unos años, en un programa de televisión, realizaban una encuesta a extranjeros que residían en España y un joven chino, hijo de inmigrantes, se definió como “generación plátano: amarillo por fuera, blanco por dentro”. El comentario me resultó tan simpático como sugerente por su dualidad y reflejaba muy bien ese estar a caballo entre la cultura madre y la que te aloja, la memoria y la realidad.

Aunque sea necesaria, la adaptación no tiene por qué ser fácil y muchas veces no lo es, especialmente cuando la llegada a esa nueva vida tiene algo de forzada o porque se sabe temporal. ¿Para qué cambiar los hábitos si no es más que un hito pasajero, si volveremos a casa y a nuestras costumbres de siempre? Ese es uno de los problemas que se afronta en la inmigración. ¿Hasta qué punto se integran los inmigrantes en la sociedad que los acoge? En diferentes grados y según las circunstancias, supongo. Cabezotas aferrados a convicciones de plomo los hay en todas partes. ¿Y sus hijos? ¿Esa segunda generación que se ha criado en las enseñanzas de una tradición foránea mientras vive y convive con una sociedad de diferente pensamiento que, en muchas ocasiones, les resulta más libre y atractiva? Quizá ese caballo de la cultura los arrastre en dos direcciones incluso de forma dolorosa.

En otoño del año 2005, los suburbios de París se vieron envueltos en sucesivos disturbios protagonizados por los inmigrantes africanos (musulmanes norteafricanos en su mayor parte) que habitaban las barriadas. Originados por la muerte de dos adolescentes a quienes perseguía la policía y azuzados por las diferencias étnicas y religiosas (que alimentó el entonces Ministro del Interior Sarkozy, al calificar de “escoria” a los primeros manifestantes), los incidentes se extendieron a otras poblaciones francesas. La tensión palpitante entre las culturas de la inmigración y los problemas sociales que padecían eclosionaron con violencia.


Justo un año antes, en octubre del 2004, se había publicado una novela, que sorprendió en el panorama literario francés, firmada por una todavía adolescente escritora de origen argelino: “Mañana será otro día”. Faiza Guenè tenía entonces dieciocho años y narraba en primera persona, con la voz de una chica de quince años hija de inmigrantes marroquíes, una voz que no ahorraba en rudeza y acidez, la difícil vida en los suburbios parisinos. Los mismos que no tardarían en arder, figurada y literalmente, con la desesperación propia de quienes sienten que no tienen mucho que perder.


La novela de Guenè no es estilísticamente rompedora, no te deja sin aliento ni te hace exclamar: «¡Es impresionante!». Sin embargo, pone el dedo en la dolorosa llaga de un segmento social creciente a través de la visión cínica de su protagonista. Con un lenguaje directo propio de la juventud, se recubre de un caparazón de fingido desapego intentando poner distancia entre ella y la realidad del suburbio Du Paradis (irónico nombre para un barrio marginal, casi un gueto, de inmigrantes magrebíes) donde vive. Pobreza, fracaso y delincuencia; pero también amistad, sueños y posibilidades. Todo pasa por el tamiz del humor feroz de Doria. 

«Me he fijado en que siempre nos consolamos mirando a los que están peor que nosotros. Pues bien, yo esa noche me quedé más tranquila pensando en el pobre Nabil.» 

Aunque hay momentos en los que la sordidez duele. Si la adolescencia es una crisis de identidad por sí misma, se multiplica con la sensación de un alma híbrida. 

«El futuro nos preocupa, pero no debería, ya que quizá ni siquiera tengamos futuro. […] A veces pienso en la muerte. Incluso he llegado a soñar con ella.» 

Pero Doria no es victimista, no se muestra frágil sino furiosa ante un destino que se prevé estéril. Ella quiere luchar, mejorar, participar; sueña con una vaga idea de libertad. 

«Yo creo que tal vez sea ese el motivo por el que los suburbios están dejados de la mano de Dios, porque aquí hay poca gente que vote. Y si no votamos, no somos de ninguna utilidad pública. Yo, cuando cumpla los dieciocho, pienso ir a votar. Aquí nunca tenemos ni voz ni voto, así que cuando nos los ceden, hay que aprovechar.»

Aprovechar las oportunidades, tan escasas cuando las metas son pequeñas. Volver al Magreb y a las antiguas tradiciones de matrimonios concertados y vidas sumisas. Avanzar hacia un futuro atado a la precariedad y a los deseos muchas veces insatisfechos. Libertad con límites impuestos. Como lo es siempre, en la práctica.

Sin ser una novela deslumbrante, resulta lúcida e, incluso, hasta cierto punto premonitoria: 

«Yo encabezaré la rebelión del suburbio Du Paradis. Los titulares de los periódicos rezarán: “Doria incendia el arrabal”; o incluso: “La Pasionaria de la periferia hace saltar el polvorín.” Pero la mía no será una rebelión violenta, como la de la película El odio, que no acaba demasiado bien que digamos. Será una rebelión inteligente, sin violencia, en la que nos alzaremos para que se nos reconozca a todos. En la vida no sólo están el rap y el fútbol. Al igual que Rimbaud, llevaremos dentro “el grito de los Infames, el clamor de los Malditos”».

En esto último falló: la rebelión no fue pacífica. Pocas veces lo son. Y todavía esperamos el momento en que, de verdad, se nos reconozca a todos tal como somos, con nuestras diferencias pero sin distinciones.  


Ficha del libro:

"Mañana será otro día". Faiza Guène.

Título original: "Kiffe kiffe demain" (2004)
Traducción: Jordi Martín Lloret

Editorial Salamandra.
1ª edición, mayo 2006. 

Reto "Serendipia recomienda 2014"

Allá voy. Otro reto. Nuevo año y nuevas costumbres. Me he dejado llevar porque… porque… para qué voy a engañarme, soy una chica fácil y no puedo disimularlo. Lo que sea por descubrir lecturas estimulantes.
Este reto, lanzado por el blog Serendipia, consta de dos fases. La primera, que consiste en recomendar tres libros poco conocidos que nos hayan gustado muchísimo, me ha costado bastante porque en cada uno me entraba la duda de hasta qué punto es o no poco conocido y, en caso de serlo, si resultará difícil localizarlo.
Finalmente, me he decidido por los siguientes títulos:
Buenos días, medianoche de Jean Rhys. Por su capacidad para diseccionar los sentimientos sin resultar sentimental.
La soledad de las parejas de Dorothy Parker. Por la manera de pintar con ironía las relaciones personales.
En Nadar-Dos-Pájaros de Flann O’Brien. Por su maravilloso humor surrealista y ácido.
Son lecturas antiguas, muy antiguas algunas, pero no las he olvidado y por eso las recomiendo. 
A finales de enero vendrá la segunda fase: se publicará la relación final de títulos y veré a cuáles me enfrento, qué libros y autores conoceré este año. Me muero de ganas por saberlo.


31 de diciembre de 2014:

Había varios libros en la lista que me apetecían, algunos incluso estaban anteriormente en mi lista de pendientes, pero no sé cómo me las he arreglado para que este reto se me fuera de las manos. El único libro que he leído ha sido "La puerta" de Magda Szabó, este mes de diciembre, que estará comentado en las notas de cata todavía por publicar.

Lamento no haber cumplido como esperaba, Mónica. Gracias por tu paciencia.

El librero, de Régis de Sá Moreira

Editorial Demipage, 2013.
Título original: Le libraire.
Traducción: Sofía Rhei

A miles de kilómetros del lugar donde te encuentras, en un país, en una ciudad, en una librería, un librero ocupa sus días en leer y releer todos sus libros. De vez en cuando algún cliente lo abstrae de su tarea y le pide algún libro extraño, "donde todo suceda en un bosque", por ejemplo, "no aparezca ningún aparato electrónico" o "se repita continuamente la palabra indulgencia"
La librería abre ininterrumpidamente los siete días de la semana y se permite la entrada a todo el mundo, incluso a las parejas de enamorados y a los grupos de más de dos personas, aunque son especialmente bienvenidos los fumadores y los solitarios.
El principal lema de su excéntrico regente es "no vender basura". ¿Y quién es él para decidir qué es y qué no es basura?, le preguntan algunos clientes. Pues, precisamente, es el librero y con eso le basta. Y el único método eficaz que conoce para asegurarse de "no vender basura" es leerse todos los libros de sus atestadas estanterías
.


Este es uno de esos libros que cayó en mis manos por un impulso. Desconocía el autor, la editorial, todo lo que lo rodeaba. Simplemente lo vi en el estante de las novedades, con esa portada tan sencilla y poco reveladora. Tan sólo el título llamaba la atención, al menos para quienes, como yo, se ven empujados hacia cualquier texto que mencione los libros y lo que con ellos se relaciona. Luego leí la contraportada. Se me quedó pegado. Tuve que llevármelo.

Empecé a leerlo con una pizca de temor, pensé que quizá esperaba demasiado y que me decepcionaría de algún modo. No lo hizo. El estrafalario librero que protagoniza esta historia de tintes surrealistas me cautivó. Escrita con engañosa sencillez, esta corta novela resulta tierna, simpática y evocadora. Hay una atmósfera de irrealidad que la envuelve de principio a fin y que lleva a la sonrisa, socarrona en ocasiones y conmovida en otras. El amor a los libros, a las palabras, se respira en cada línea. La soledad, también. Esa soledad que todos llevamos dentro, que a veces nos envuelve como una capa protectora para mantener el dolor del mundo lejos de nosotros. La vida se sucede en una serie de anécdotas cuyo significado a veces resulta esquivo y la realidad, a veces, se confunde con el sueño. Las soledades de los personajes se encuentran, se entrecruzan, se separan.

Fábula sobre los libros y sobre la soledad, engañosamente sencilla, metafórica, tierna, riente y cautivadora, que hay que leer con todos los sentidos. Una mezcla de las que me llega al corazón para quedarse ahí guardada, reposando y macerando.

Página tras página permanecí absorta, deseando conocer más de ese librero sin nombre y, al mismo tiempo, temiendo terminar con esta pequeña delicia que me estaba fascinando tanto. Al llegar al final, un ligero sentimiento de desolación mezclado con entusiasmo. Sé que volveré a leerlo, he de hacerlo. Creo que se me han escapado matices que tengo que recuperar. Mientras tanto, mis impresiones son más que buenas. Por eso tengo que compartirlo 


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