Leer es un vicio solitario que se puede compartir.

Tengo otros pero suenan menos adecuados.

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Ex libris. Confesiones de una lectora, de Anne Fadiman.

Anne Fadiman se confiesa en este libro como lectora pero, además, es editora y escritora y proviene de una familia íntimamente imbricada con las letras, lo cual hace de ella una conocedora de primera mano del maravilloso y loco mundo de la literatura. Compuesto por pequeños artículos, este pequeño volumen constituye toda una declaración de amor a los libros y todo aquello que lo rodea y cualquiera que crea sentir lo mismo debería leerlo y buscarse en él.  

Encontrarlo fue uno de esos accidentes que ocurren a veces. Era un completo desconocido al que encontraba por primera vez y, en un primer vistazo, mantuve una prudencial distancia por si era uno de tantos. Lo miré con frialdad durante solo un instante y, de pronto, surgió el flechazo. Parecía tan interesante que tenía que ser mío, no podía dejarlo escapar. Y lo atrapé. Y ahora pasa conmigo muchas noches, desde hace casi quince años, si no entre mis manos al menos tan cerca como para oír mi respiración.

¿Qué es lo que tiene para haberme enamorado de esta forma? Ay, la pasión es tan difícil de explicar con palabras. Si tuviera que escoger una sola, creo que sería “vida”. La vida de los libros, la que hay en ellos y todas esas que nos concede mientras los leemos. Anécdotas y reflexiones, envueltas en una mezcla de ternura y comicidad, en las que lo literario se entrelaza con lo personal hasta conformar una sola corriente, tan llena de energía que te arrastra con ella. De cómo una pareja alcanza el matrimonio de sus bibliotecas, el entusiasmo por las palabras largas (sesquipedales, el descubrimiento de un término), lo que se hace y no se hace con los libros, el lector de erratas y el de catálogos, los libros de segunda mano, la lectura en voz alta… El repertorio es amplio y el sentido narrativo tan bueno como su humor.

En varios de estos pequeños ensayos tuve que detenerme a recuperar el aliento, luciendo una sonrisa enajenada, de tan identificada que me sentía con Fadiman. Señales comunes o gestos diferenciales para marcar a esta peculiar especie que somos los lectores. Nada hay que se pueda desperdiciar en estos textos.

Desde aquel primer contacto que nos dejó unidos para siempre, hemos compartido muchas horas, tantas que el tiempo ha ido dejando su huella en él. Algún pasaje me viene de pronto a la memoria, a veces sin saber por qué, y acudo a recuperar la sensación. O simplemente lo abro al azar, a ver qué sonrisa me va a provocar la página que encuentre, porque sé que la sonrisa va a estar siempre.


Ex Libris. Confesiones de una lectora.
Anne Fadiman

Alba Editorial, 2000.
Título original: Ex Libris (1998)

Traducción: Isabel Ferrer Marrades 

Algunas cosas que no entiendo y otras que puedo entender

A veces no entiendo a quienes no aprecian el valor de las palabras, de su significado, de la forma en que acarician el paladar cuando las pronuncias y se deslizan para llevar un mensaje o ruedan por tus dedos hacia el papel donde se harán permanentes, del poder para cambiar una vida.

A veces no entiendo a la gente que no disfruta el placer de la lectura, que lanzan miradas de desdén porque no saben sentir respirar al libro, que confunde el solaz del lector con el escapismo del ingenuo, que se pierde ese íntimo goce de ampliar el mundo por dentro y por fuera.

A veces no entiendo por qué aparece un libro, de repente, que te provoca un ramalazo de amor, ese amor profundo que te sacude y te vuelve del revés, ese amor puro que simplemente te hunde en el extasío. Ocurre, sin más, y lo único que puedes hacer es dejarte arrastrar por él.

Puedo entender que un día te azote la conciencia de tus limitaciones y abandones lo que, en ese momento, ves que no llegará a puerto. Quizá eres un escritor con cierto renombre, de cierto respeto, pero estás paseando en tu tono habitual y una nota rompe el ritmo y te alcanza la evidencia de que no te queda nada por decir y tu tarea ha terminado. Y buscas otra forma de expresarte. Y tu vida cambia. Eso puedo entenderlo.

Puedo entender la simple belleza de intentar aprehender la vida, de aprenderla también, de intentar controlar el desorden de las piezas que va dejando a tu alrededor y buscar tu figura en algún lugar de ellas, encajada entre otras figuras, y contornearla y distinguirla entre todas las demás, darle el volumen adecuado para que ocupe el sitio que le corresponde. Eso puedo entenderlo.

Puedo entender a Jasper Gwyn, extravagante y lúcido, y su búsqueda de la expresión más limpia de lo esencial. Puedo entenderlo y puedo amarlo, sacudida, extasiada, perdida para siempre en un retrato pintado con palabras. Soy letra, soy imagen, soy una historia.

Lo que no puedo entender es por qué he tardado tanto en leer de nuevo a Baricco. Quizá tenía miedo de no reencontrar la sensación luminosa de aquella belleza que me deslumbró en “Seda”. Ese miedo que a veces nos invade después de la emoción intensa, cuando sientes que no la podrás recuperar. Habrá otras emociones igual de intensas, tal vez más, pero ya no será esa misma. Eso, la desazón, también puedo entenderlo.

Puedo entender que no existe la perfección sino simples espejismos que se le asemejan, que es sólo un ideal al que aspirar y, por el camino, ir creando sombras, imágenes, incluso réplicas que parecen trascender su condición de imperfectas y casi rozan la utopía. Atrapan la luz y se visten con ella. Y tú te arropas en sus pliegues, maravillada. 

Puedo entender el abrigo que ofrecen las palabras cuando son las que, en ese preciso instante, se necesita escuchar, o leer, o abrazar. Y el sentimiento rampante ante lo novedoso, y la conmoción ante lo mágico, y el colapso ante lo eterno. Sufrí el síndrome de Stendhal; ese desplomarse de la realidad frente a la inmortalidad de la belleza, ese sentir absurdo pero inexorable, y lo entiendo.

Puedo entender el flechazo, la atracción inmediata por algo que, quizá sólo en tu inconsciente, reconoces. Enamorarte sin atender a razones de lo que te ha ganado el corazón, no importa por qué motivos. Caer rendida ante la expresión tangible de esa idea que se asoma al balcón de tu pensamiento, mantenida siempre en la penumbra, expectante. Temblar como una niña ante su primer beso.

No necesito entender todo para seguir viviendo cada día, aunque a veces me gustaría entenderme a mí misma. Puede que esa sea la razón que impulsa a Jasper Gwyn a abandonar la vida que tenía y emprender esa exploración íntima tan minuciosa, tan abrumadora. Y, al entenderse a sí mismo, comienzan a entenderlo quienes lo rodean.

Gracias, Alessandro, por este regalo de presentarme a Jasper Gwyn y dejarme amarlo. Gracias por el resto de personajes tan vivos que podía tocarlos. Gracias por esta historia que abre las puertas a otras historias que seguiré. Gracias por esta escritura tersa como las caricias del enamorado. Gracias por la concisión y la elegancia cuando cuentas en voz baja, al oído.  Gracias por llevarme de Regent’s Park a una noche de estrellas en Dinamarca. Gracias por  quedarte en el paisaje de mi mente.

«Todos somos una página de un libro, pero de un libro que nadie ha escrito nunca y que en vano buscamos en las estanterías de nuestra mente.»

Este es de esos libros que me hacen creer que no puedo volver a escribir.
Este es de esos libros que me hacen sentir que no puedo dejar de escribir.

Mr. Gwyn. Alessandro Baricco.
Editorial Anagrama, 2012.
Edición original: Mr. Gwyn (Giangiacomo Feltrinelli, 2011)
Traducción: Xavier González Rovira



De interés añadido: el descrifrado del texto que forma la huella de la portada.


«No somos personajes, somos historias.»

La juguetería mágica, de Angela Carter

Un inicio fulgurante: «El verano que cumplió quince años, Melanie descubrió que estaba hecha de carne y sangre. Oh, mi América, mi tierra recién descubierta. Se embarcó en un viaje embelesado, exploró todo su ser […]»

Con esas primeras frases, Angela Carter me enamoró. Me dio esa experiencia extática que deja su señal y no puedes evitar, después, comparar las demás con ella. Por eso me ha costado enfrentarme a otros libros de la autora, por el temor a no sentir la misma fascinación. He tenido que asumir el valor de lo único: resignarme a saber que, aunque ese momento no se volverá a repetir, habrá otros con su propio encanto.

Cuento gótico en una envoltura expresionista, se vale de recursos tradicionales y lugares comunes filtrados por una visión onírica de lo sórdido. Historia de iniciación que se arrastra con un ritmo moroso pero inexorable por los recovecos de la pérdida de la inocencia, con una prosa sugerente que oscurece las esquinas de la realidad en una nebulosa de incertidumbre. Se ondula, susurra, avanza con languidez sinuosa hacia la catarsis de la verdad más íntima. En el camino, se viste de imágenes que brillan hacia dentro, como estrellas implosionando.

«Desnuda de una manera nueva y definitiva, como si se hubiese despojado también de la piel y no llevara nada fuera de la desnudez esencial del esqueleto. La carne de sus dedos casi la sorprendía; hasta podría haberse quitado las manos como guantes, quedándose sólo con los huesos.»

Me gustan las historias de iniciación, relatos de aprendizaje, bildungsroman o coming-of-age novels, me da igual como las llamen. Seguir el sendero más allá del oscuro bosque de la confusión juvenil hacia una madurez muchas veces maltrecha, porque ese recorrido no siempre es fácil. Y menos aún cuando se atraviesa la maraña del descubrimiento de la sexualidad, de la sensualidad, del deseo más intangible.

Está en la naturaleza humana desear el amor: amar y ser amado; pero saber hacerlo también forma parte del aprendizaje. Identificar el sentimiento, separar el acto, comprender las consecuencias, adaptarse a la situación. Es una estructura intrincada y delicada que se nos puede escurrir entre los dedos, que se puede confundir con otro impulso o, simplemente, con un sueño. La ingenua ansiedad de la protagonista conmueve pero también irrita, quizá porque hurga en un error que no nos es desconocido. Esos deseos vagamente imprecisos que asustan cuando cobran forma sólida a nuestro lado.

«Todo se oscureció entre los pliegues del abrazo. Melanie estaba muy asustada y a punto de llorar.»

Es esa mezcla de sueños y deseos, de crecimiento y miedo la que me encadenó a este libro para siempre. Un atisbo de magia que no es magia, la fantasía que desde dentro de nuestros pensamientos intenta dar forma al mundo de ahí fuera, un mundo que se rebela contra el intento de amoldarlo a nosotros. La realidad de manos frías. El caparazón a romper para poder encontrar nuestro propio cuerpo. Y ese toque de sombría perversión.

Un vestido de novia roto, una juguetería desconcertante, un teatro de marionetas en tamaño natural, la seducción de un cisne, un jardín decadente… Símbolos que cobran vida. Cada elemento encajado con la precisión de una maquinaria de relojería y a la vez evocador y evanescente. Todo es teatro. Y cuando el telón cae, la vida sigue. Arrolladora. 


* Mi edición de “La juguetería mágica” es la que aparece arriba:

Editorial Minotauro, octubre de 1996 (1ª edición) 
Título original: “The Magic Toyshop” (©Angela Carter, 1967)
Traducción de Carlos Peralta

Esta es la portada de una de las ediciones inglesas, que me encanta: 


Las flores del mal, de Charles Baudelaire

Durante años, odié la poesía. Y no me refiero a la desdeñosa indiferencia con que leía los obligados poemas escolares con el único fin de memorizarlos y recitarlos de viva voz o, más adelante, realizar un comentario de texto que me garantizara la buena nota. No. Se trataba de un odio visceral. De un rechazo violento. Igual que me ocurría con Dostoievski, con Kafka y con el existencialismo en general. Y todo ello se debía a una misma causa: la profesora de literatura que encontré en mi primer curso de bachillerato.
A los catorce años se puede ser muy pasional en los afectos y desafectos y el sentimiento de rebelión está en plena efervescencia. No hay como chocar con una prohibición terminante para desear romperla; por el contrario, la insistencia en encaminarnos por una dirección tiende a empujarnos a correr hacia la opuesta. Esto último fue lo que hice ante las exhortaciones reiteradas por parte de aquella profesora. Aterrada por las complejidades que parecían esconderse en los textos preconizados, me refugié en los héroes clásicos de Homero y Virgilio y la diversidad filosófica de Platón o Nietzsche, que me resultaban mucho más interesantes desde el punto de vista académico (obviamente también leía ficción, muchísima ficción, de hecho). Siempre me han dicho que cabezota es un calificativo que se me queda corto. Si algo me queda claro, de todas formas, es la incapacidad de la profesora de literatura para hacer llegar a los alumnos el entusiasmo necesario para ceder a la seducción de los libros que pretendía mostrar.
Necesité cuatro años para cambiar de opinión, al menos en uno de los aspectos (tengo que confesar que sigo sintiendo renuencia ante la narrativa existencialista). Y me tomó por sorpresa.
¿Dónde? En la Universidad. ¿Cuándo? En el siglo pasado, en la juventud rampante. ¿Cómo? Por la intervención de otra profesora, esta vez de francés. Sí, de francés. Después de casi diez años de amigable relación con el inglés, me vi forzada a romper la monogamia idiomática para enfrentarme a otra lengua con el objetivo (o la pretensión) de ser capaz de leer libros y artículos de referencia en ambas. Aquella profesora, con cierta originalidad didáctica, comenzó a entregarnos textos que nada tenían que ver con las materias a estudiar: poemas. En concreto, poemas de Baudelaire. Y con el primero, sufrí un ataque de amor feroz.
Lo recuerdo como si fuera hoy. “Recuillement”. Recogimiento. Incluso después de las dos décadas y pico transcurridas desde entonces, sigue siendo mi poema favorito, tanto por su decadente belleza como por la huella emocional que todavía siento grabada por debajo de la piel. «Sois sage, ô ma Doleur, et tiens-toi plus tranquille. / Tu reclamais le Soir; il descend; le voici: […]». Entonces, era combustible para el perpetuo incendio que suponía el final de la adolescencia, una adolescencia que tendía a lo sombrío. Lo traduje en medio de una exaltación desgarrada y lo releí una y otra vez. «Sé sabio, oh mi dolor, y mantente más tranquilo. / Reclamabas la noche; ya baja; aquí está.»
Paseos errabundos saboreando la solitud. La identidad construyéndose grano a grano, como una playa recóndita. Solía ir a ver las olas besar la arena mientras leía poemas franceses o intentaba esbozar algún relato melancólico. Bebía las palabras y luego las volvía a verter.
«Il me semble parfois que mon sang coule à flots, / Ainsi qu’une fontaine aux rhythmiques sanglots.»* Arrebatada, sentía que también mi sangre corría a oleadas igual que la fuente de rítmicos sollozos. Y seguía un poco más.
«Nous voulons, tant ce feu nous brûle le cerveau, / Plonger au fond du gouffre, Enfer ou Ciel, qu’importe? / Au fond de l’Inconnu pour trouver du nouveau!»**  Ardía el cerebro y ardía el corazón. ¿Cómo no ansiar sumergirse en el fondo de lo desconocido para encontrar lo nuevo? La vida era un viaje, un viaje incierto, y siempre quería saber qué habría más allá.
Pasé de Baudelaire a Verlaine y de este a Rimbaud; a partir de allí empecé a recorrer el reino de la poesía, pero Baudelaire fue mi primer amor, ese que nunca se olvida. Tras la primera edición que compré de “Las flores del mal”, barata y solo en castellano, el volumen bilingüe de Cátedra se convirtió en uno de mis tesoros, al que no me canso de volver.  
El tiempo pasa y el alma se asienta, pero la pasión permanece. También un ramalazo de oscuridad que la experiencia ha teñido de cinismo. Y la belleza me sigue impresionando, aun la decadente, imperfecta como la vida. Hay que amarla tal cual es.
Notas:
*La Font de Sang

**Le voyage.

Mujercitas, de Louisa May Alcott

La primera versión que leí de “Mujercitas” fue una adaptación para niños que resumía la edición original en longitud y contenido. Recuerdo haberme sentido bastante molesta cuando me di cuenta de ello y decidí leer otras versiones. No sé cuántas habría en la biblioteca de mi barrio, pero las leí una tras otra y, finalmente, decidí que no había tanta diferencia, aunque cada una abreviaba o elidía las escenas un poco a capricho. El efecto final era más o menos el mismo, pero los pasos hasta llegar a él no tanto.
Así descubrí dos cosas: la sistemática interpretación de los libros que se destinaban a los niños y la importancia de la labor de editores y traductores a la hora de volcar lo escrito en otro idioma al nuestro. No fue la primera vez que me entretuve en comparar ediciones para sorprenderme y, a veces, rezongar.

Fuera como fuera, la lectura me había conquistado. Durante una época, me convertí en lectora reiterada de Louisa May Alcott (sólo años más tarde pude definir mis costumbres lectoras como compulsivas), que compartió el panteón de mis ídolos infantiles con Salgari, Verne y Blyton con la misma desmesura. Adoré a la señora March, deseé darle una patada en la espinilla a Amy, ansié ser como Jo… Creo que la mayoría de las niñas queríamos ser como Jo. Expresar su rebeldía con el mismo desparpajo, vivir ese entusiasmo y, muchas de nosotras, además, escribir.  La imagen de Jo concentrada en su rincón, comiendo una manzana mientras leía o escribía como si el mundo a su alrededor no existiera nos hacía identificarnos con ella. Esa libertad de espíritu era admirable. Por eso odiamos al señor Bhaer cuando la atrajo hacia una vida convencional, alejada de todos esos sueños que nos llenaban la cabeza. Era la Jo ambiciosa y arrojada la que se quedó guardadita en el corazón, una compañera muy íntima durante muchos años.

El año 2004 nos trajo un regalo editorial: la versión completa y sin censurar de “Mujercitas”, tal como la dio por terminada Alcott antes de que sus editores la podaran para convertirla en una historia que se ajustara “al gusto del público femenino de entonces”, según cuenta la traductora Gloria Méndez en el prólogo a esta nueva edición. Confieso que no me hice con ella en el momento; en realidad tardé un poco más, dos o tres años, y adquirí la edición de bolsillo. Tampoco me lancé sobre ella de inmediato sino que esperé, esperé tanto que hasta estas últimas navidades no me puse con ella. Y ahora me alegro de haberlo hecho, de haber recuperado la vida de las hermanas March, sus alegrías y sus tristezas, y haberlo hecho con mayor profundidad que entonces gracias a la integridad del texto y a los años transcurridos, que me han dado una perspectiva más amplia.

No puedo decir que me haya seducido como entonces, porque mentiría. A menudo tenía que contextualizar la lectura en la época en que se escribió, en las circunstancias personales de la autora, para evitar el chirriar del didactismo religioso y moral que recorre las páginas. Sin embargo gana el aliento alegre que lo acompaña, el humorismo de algunas aventuras y la crítica (moderada) social que, de tanto en tanto, se va dejando caer. Y ha vuelto a ser un placer. 

Jane Eyre, de Charlotte Brontë

A los 12 ó 13 años, las historias sobre personajes atormentados, amores turbulentos y atmósferas sombrías te atrapan por las vísceras, aunque en ese momento tú crees que se trata de tu tierno corazón de sensibilidad suprema. Eso me ocurrió la primera vez que leí ‘Jane Eyre’ de Charlotte Brontë.

Volaba por las páginas, a veces atropelladamente, cautivada por cada nueva escena, queriendo descubrir más y más, metida en la piel de Jane y sintiendo con todo el arrebato de la adolescencia sus vicisitudes. Más que leerla, la padecía como si de una fiebre se tratara, feliz en mi delirio. Asistí con ella a Lockwood, me hice amiga de Helen y odié a los Reed con toda mi alma, lloré con cada una de sus decepciones y me entusiasmé con sus alegrías. Con todos los vicios del lector emocional. Quizá podría excusarme con el pretexto de la edad, pero debo reconocer que adolezco del defecto de arrastrarme por las emociones y, en la lectura (como en la vida), corro a veces el riesgo de perder la perspectiva crítica. Ahora soy capaz de discernir un poco mejor y separar el juicio del sentimiento, o eso creo, pero en aquel entonces era toda una Marianne melodramática.
Así, aquella primera lectura me llenó con la historia, una trama que podría ser la madre de la mitad de toda esa plétora de novelas romanticonas que brotan como setas en las zonas umbrías, algunas de ellas venenosas en grado sumo. A veces practico el ejercicio (no necesariamente sano) de hojear entre las páginas de una u otra, al azar, y calzar a los personajes con los zapatos “eyreanos”. Esa es un calco de Jane, ese tiene algo de Rochester, ese otro tiene mucho, ahí una Blanche y, ah, ¿ésta no será prima de Grace Poole? Como los ángeles caídos y corruptos, son legión.

Más adelante volví a él, no sé si por recuperar la sensación de aliento desbordado o por comprobar cuál había sido su causa. Los años me dejaron disfrutar de una lectura más reflexiva; intenté darle nombre a las sensaciones, ordenarlas, e hice esfuerzos por analizar el texto aunque sin mucho rigor todavía. Y formulé preguntas, también. ¿Era la descripción de la estancia en Lockwood una crítica a esas instituciones tan en boga por entonces? ¿Cabría comparar aquellas escenas con algunas de las escritas por Dickens en otras obras? ¿Por qué eran tan pocos los caminos que podía tomar una mujer en la vida y tantas las limitaciones? ¿Había, después de tanto, un significado social en la novela y no sólo sentimental? Y la que revelaba mi juventud todavía enardecida: ¿Cómo pudo enamorarse Jane de un hombre como Rochester, tan mayor, tan extraño, tan poco atractivo?

Necesité otra lectura posterior, a la luz de una edad algo más asentada, para reconfigurar mis postulados. ¿Rochester poco atractivo, extraño, mayor? Uy, ni hablar; era interesante, misterioso y maduro y probablemente también yo me habría enamorado… Queda claro que estaba mucho más asentada, desde luego. Envolví todos los sentimientos con las ropas del condicionamiento psicológico que llevaba a Jane en uno u otro sentido. A Rochester no me molesté en razonarlo (él se razonaba solo). Por aquel entonces, todo tenía una explicación psicológica  convincente, o eso creía hasta que dejé de creerlo.

Tardé en poner palabras a aquellas impresiones, al poder arrollador o evocador del lenguaje, a la expresividad de las descripciones, a las pinceladas cromáticas que salpicaban las páginas aquí y allá y dibujaban los ambientes, no sólo alrededor de los personajes sino alrededor de ti misma. Y, cuando lo hice, me maravillé. Esta vez de verdad. Por toda esa vida interior que le ha dado al libro, a Charlotte Brontë, la intemporalidad.

Como una novela, de Daniel Pennac


Leer: imposición, castigo o suplicio; necesidad, evasión y placer. La confrontación con los libros está llena de posibilidades. Puede ser una aventura. Así lo relata (sí, lo relata) con fascinante brillantez Daniel Pennac en “Como una novela”.
No recuerdo exactamente cuándo lo leí por vez primera, pero apenas había pasado unas pocas páginas y ya se había convertido en uno de los libros que (ya lo supe entonces) iba a tener siempre a mano. Uno de esos que no quiero olvidar.


“El verbo leer no soporta el imperativo.” Con ese principio, ¿cómo no enamorarme? Y eso que nunca hizo falta que se me obligara a leer, ni siquiera en los más torpes inicios. Al contrario, si en algo tenían que esforzarse los adultos a mi alrededor era en separarme del libro que tuviera entre las manos, porque siempre había alguno. Me extraña que no llegaran a utilizar una radial. Por otro lado, han estado siempre esos otros que miraban al libro como si fuera un amenazador objeto de otro mundo y a ti como si padecieras una enfermedad contagiosa.
Durante la mayor parte del pequeño pero intenso ensayo, Pennac narra el proceso por el cual un pastor de mentes conduce a un renuente rebaño hacia los mejores pastos.

Es una narración en todo punto, una sucesión de acción y reacciones por parte de varios personajes, con su inicio, su desarrollo y su desenlace. Como una novela. ¿Y cuál es el tema? Un tema universal: el amor. Sí, el amor por la lectura, desde que nace tímidamente, como sin querer, y va cobrando fuerza, paso a paso, y se va volviendo arrollador hasta llegar a lo más alto. Esa pequeña manada de adolescentes, que Pennac describe con irónica ternura, se deja llevar por la astucia de un profesor que los conoce muy bien y los va viendo enamorarse.
Igual que ellos, yo me fui enamorando de este libro, de su alegría, de su vitalidad, de su defensa del espíritu independiente. Pasé buena parte de la lectura (¿o fue toda?) con una sonrisa cosquilleándome en los labios, cuando no rindiéndome sin resistencia ante la carcajada. La lista de “Para qué leer” es más que una perogrullada o una obvia ironía: es una realidad que, sobre el papel, arranca una sonrisa inevitable.

Recrea escenas que reconocemos enseguida, porque en algún momento las hemos vivido. Las famosas preguntas “¿Pero no has leído…?”, o “¿Cómo puedes no conocer…?” se suman al “Todo el mundo lo ha leído” y, lo que es peor, “Está super de moda”. Para nuestra desgracia. A veces nos desanimamos, otras veces nos retan. A mí, por lo general, me llevan por la calle contraria (soy obcecada, lo reconozco).
Y, luego, está el desenlace estrella: los derechos del lector. Oh, maravilla.

Pennac se anotó un tanto al enumerarlos pero, sobre todo, al nombrarlos: derechos. No mandamientos o disposiciones, sino derechos. Cómo podemos leer, si nos place. En una vida tan llena de obligaciones y tacaña con los privilegios, si no son para unos cuantos, poco hay tan universal como el amor y la lectura, tan imbricados a veces. El amor a la lectura, tan pasional como otros, se encuentra demasiado a menudo con guías y listas y cánones que indican cómo encauzarlo. Esta lista es diferente. Y lo engrandece.
Es cierto que pasa de puntillas por algunos temas, como el de los malos libros, pero me deja con la sensación de que, al presentarlos, pretende que saquemos nuestras propias conclusiones. Porque, al final, es la intención del libro: llegar a gozar de la lectura desde la libertad.

El mago de Oz, de L. Frank Baum

Supongo que la primera historia de infancia que me quedó grabada fue ‘El mago de Oz’, aunque realmente no se trabata del libro sino de la película. Ni siquiera me acuerdo bien porque, al parecer, sólo tenía tres años y quizá no es la memoria lo que juguetea dentro de mi cabeza sino las muchas ocasiones en que me lo han contado. Por lo visto, canturreaba las canciones y recordaba cada escena en que las había oído.

Más tarde, cuando ya supe leer, recorrí las páginas del libro con la misma fruición con que había visto la película. Lo hice más de una vez, de hecho. Cada vez que lo abría, caía dentro de él con la misma fuerza que la casa de Dorothy en Oz y creo que el Espantapájaros fue mi primer amor, o algo muy parecido.

Las aventuras se sucedían con agilidad, recorridas por una sutil corriente de humor, dándonos a conocer toda una pléyade de seres maravillosos hasta alcanzar la conclusión, al final del camino de baldosas amarillas, del gran fraude de Oz.

Ya en aquel momento pensé, al llegar al final, lo fácilmente que nos decepcionan los mayores y cómo nos engaña la vida. A pesar del final feliz, la historia no esconde los defectos y vilezas a que se enfrenta un niño cuando sale al mundo: fuera de casa la vida se hace extraña y hay que buscar la mejor manera de enfrentarla; hay que reunir cerebro, valor, corazón y paciencia, o acaso tesón, para desenvolverse ante las vicisitudes que nos encontraremos inevitablemente.


Mucha filosofía, quizá, para un relato de magia y aventuras que, después de todo, ha servido para entretener a varias generaciones. Cuando se sigue leyendo, versionando o recreando, por algo será.

El principito, de Antoine de Saint-Exupéry

Por debajo de las marcas que dejaron las gestas de los héroes de la Tierra Media, hay otras algo más tenues y menos enrevesadas aunque igualmente indelebles. Ni siquiera segundas o terceras lecturas, en momentos más maduros, han conseguido erosionarlas.


‘El principito’ es una fábula simplista e ingenua con una obvia moralina. Con todo, es poético. Y cuando me encontré con él me deslumbró.
Aun a años luz de su lectura, puedo ver al pequeño príncipe en su planeta minúsculo, con el pelo revuelto y la bufanda al cuello, los ojos inquisitivos, solo. Y al zorro, que fue mi personaje favorito. Y, a veces, en medio de una situación que me supera, recuerdo el absurdo perfil de la serpiente que ha devorado un elefante.
En medio de toda su inocencia, resulta conmovedor.
Saint-Exupéry consiguió con su cuento transmitir tanto como con sus obras “mayores”, quizá por ser más directo. ‘Vuelo nocturno’ no me llenó y ‘Ciudadela’ me indigestó, pero ‘El principito’ me emocionó de niña y, hoy en día, el regusto aún es bueno. Quizá sea el encanto de la sencillez.

El señor de los anillos, de J.R.R. Tolkien


Hay una marca profunda y larga, una espiral intrincada, que parece grabada a fuego vivo. Ese es el efecto que provocan las lecturas sucesivas, sobre todo si alcanzan o superan la decena. Mil noventa y cinco páginas de letra menuda, hundidas a plomo en mi mar interior, alimentando a los peces plateados de mi pensamiento.


Tenía 16 años cuando cayó en mis manos, por primera vez, “El señor de los anillos”. Y lo adoré. El mundo de los cuentos de hadas de mi infancia sufrió un vuelco, la fantasía cobró un nuevo significado y mi inclinación hacia la literatura fantástica acabó en un desplome brutal. Aquella obra monumental y maravillosa me pareció insuperable, más aún después de lanzarme obsesivamente a la búsqueda de otras maravillas semejantes. Leí, como enloquecida, todos los libros de temática fantástica que pasaban ante mis ojos e, incluso, me atreví a escribir (más bien esbozar) algunos relatos plagados de magia, seres míticos, gestas heroicas y otros lugares comunes. Los emuladores de Tolkien eran legión y me dejé absorber por ellos. Hasta que me atraganté. Demasiada épica y hechicería que repetía los mismos clichés, una y otra vez. Terminó desencantándome y volví al ‘maestro’ una y otra vez.



La magia de “El señor de los anillos” no estaba sólo en la acción dentro de sus páginas, sino que te atrapaba sin remedio. Más que una red, era un artesonado construido con la mayor precisión, cada viga en su sitio, cada pieza encajada a la perfección. Libro complejo, heredero de sagas nórdicas y creador de un universo propio, posee una arquitectura propia que impresiona tanto por sus dimensiones como por la riqueza artística de su interior. Una catedral de la literatura de fantasía.

Tolkien dotó a sus personajes de las cualidades heroicas de los habitantes de las viejas leyendas, pero también les dio una dimensión humana, o cuando menos cotidiana,, que nos acercaba más a ellos. Sus héroes tenían defectos, a veces incluso tenían poco de héroes. Frodo comienza como un antihéroe que se va cubriendo capa a capa con el aura de Sam, su Sancho Panza y Pepito Grillo a un tiempo. A muchos de ellos les acucian las inseguridades, las tentaciones, los miedos.


Uno de mis personajes favoritos, desde el principio, es Pippin, un niño jugando con mayores, un inmaduro que no quiere crecer pero se ve obligado a hacerlo. Y Faramir, hombre sensible y guerrero implacable, víctima de la actitud injusta de su padre. Cada uno se hizo fascinante para mí a su manera.


Ahora bien, si algo me sedujo, aparte de la brillantez de la historia y los personajes, fue el tratamiento, el estilo, sobre todo el humor. Como la amante de la ironía que siempre he sido, cada vez que lo releo (por completo o algunas partes, a mi antojo) disfruto con el humorismo que se despliega a lo largo de toda la novela, cambiante, a veces soterrado. Ese sentido del humor, precisamente, que me enamoró.


“El señor de los anillos”, en resumen, supuso una revelación, una catarsis que me condujo inexorablemente a la convicción de que la fantasía y yo nos pertenecíamos mutuamente. Lo curioso es que, una vez superado ese primer aturdimiento, la convicción no desapareció,, simplemente se fue adaptando con el tiempo hasta encontrar otras formas de expresión.
Gracias, John Reuben, por entrar en mi alma.
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