Leer es un vicio solitario que se puede compartir.

Tengo otros pero suenan menos adecuados.

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Empezar de cero

A veces necesitamos cambiar algo en nuestras vidas, a veces es la vida quien nos obliga a hacerlo. Dejar atrás costumbres y errores para cambiarlos por otras costumbres y también otros errores. O simplemente hacemos recuento de propósitos y objetivos sin cumplir y pretendemos, entonces, reiniciar la partida con nuevas reglas.

Es imposible: el juego no funciona así. No podemos cambiar las reglas de pronto y dar la vuelta al tablero, e ignorar que eso afectará a todo lo ya ocurrido o por ocurrir.

No. Ya no somos una tabula rasa, un papel en blanco que se pueda volver a rellenar. Esta hoja no se rompe sin más.

Todo forma parte de nosotros. Todo lo que hemos dicho y hecho, lo que hemos sentido y pensado, incluso lo que hemos desechado permanece. Los aciertos y los fallos nos han marcado y construido; no se pueden arrancar de raíz. Ni siquiera una repentina amnesia podría anular lo que hemos sido, las huellas que hemos dejado, aunque no logremos recordarlo.

Somos un palimpsesto que se ha cubierto una y otra vez de líneas, puntos y colores. No se pueden borrar completamente. Siempre quedará el rastro de otra silueta ahí debajo.


Una mujer fuma

A las siete de la mañana, sentada en la terraza sombría de la cafetería del pasadizo, sola y encerrada en sí misma como una mónada, una mujer fuma.

Aspira el humo del cigarrillo con tal intensidad que parece hincharse con él. Como si necesitara llenarse de algo cálido, por muy evanescente que sea.

Ojos grandes, algo hundidos, y en las marcadas ojeras un rastro de rímel o de khol, que parecen decir a gritos que no ha dormido, que quizá ni siquiera ha pasado por su casa. El desaliño se extiende al desorden del pelo oscuro, recogido en una coleta sin mucho garbo. La cazadora abierta pese al frío matutino. Y esa expresión de que nada le importa, solo el acto de estar fumando, de esa única conciencia momentánea de existir por sí misma. 

El impulso de recomendar

Dar consejos es algo que, como poco, me incomoda, cuando no lo detesto abiertamente, a pesar de las veces en que no me ha quedado otro remedio que tirar de experiencia o perspectiva para orientar a alguien en un determinado momento. Con esta habilidad mía para perderme en mi propia habitación, arrogarme la potestad de discernir lo que es beneficioso o necesario para el prójimo tendría delito. No soy madre, ni profesora, ni psicóloga, ni siquiera soy guardia urbano para poder indicar el camino correcto o la próxima salida (aunque me las apaño muy bien para organizar el caos, quizá algo de guardia urbano sí tengo).

Sí me gustan las recomendaciones, aunque parezca un contrasentido, sobre todo si son de doble dirección. Los sinónimos no son absolutos y entre “recomendar” y “aconsejar” hay matices de diferencia, por mucho que en el diccionario un verbo te lleve a otro. No hay más que deslizarse hacia los sustantivos para ir captando las distinciones. El consejo parece llevar implícita la intención de conducir o, al menos, condicionar. La recomendación no pretende tanto convencer como presentar, eso sí, a través del elogio. Ahí entro yo: lo de elogiar y presentar me pierde.

A veces, me dan arrebatos. Esto suena a confesión muy seria pero no lo es tanto: no son arrebatos graves. No me da por atizar mamporros ni por arrojarme por un puente al Manzanares (esto último, además, tendría bastantes dificultades). Más bien son ataques de entusiasmo arrollador o, al contrario, de profunda frustración (o decepción, según los casos). Y pobre de quien se acerque durante esos momentos, a veces incluso días. A lo que yo hago, mi madre lo llama «dar la turra hasta la extenuación».

Cuando algo me ha impactado, maravillado u horrorizado, me urge expresarlo sea como sea. En persona, por teléfono, por correo; en la mesa de una cafetería, en el pasillo de la oficina y hasta en la cama (sin sonrisillas, por favor). Compartirlo es una necesidad. Esa persona, ese libro, esa canción, esa obra de teatro, ese restaurante… Los demás deberían tener la oportunidad de disfrutar de esa sonrisa, esas palabras, esa melodía, esa magia, esa comida. O de no acabar a la gresca, desprevenidos, o con una crisis intestinal.

Todo esto es en confianza, claro está, con los límites que marca ese tipo de relación en la que el interlocutor puede sacarse un bozal del bolsillo sin el menor reparo por ambas partes. Fuera de ese círculo de suprema paciencia, intento contener el impulso y, salvo raras excepciones, lo consigo. De vez en cuando me descuelgo con algún comentario al otro lado de la barrera: a algún conocido incauto o en el mundo virtual. O lo escribo y acaba aquí. Dejar de leer no es tan brusco como hacerme callar.

Recomendar es un arte, en realidad, y no este loco afán por compartir que padezco. Para recomendar con acierto hay que saber ponerse en el lugar del otro, como al hacer un regalo, y en cierto modo es una especie de regalo el querer proporcionar un placer como el tuyo. Sin excesos ni alharacas, elegantemente (eso tengo que practicarlo).

Después, sea la recomendación impetuosa o comedida, llega ese momento de sentirte satisfecha… si has acertado, claro. Solo si has acertado.

El más personal de los regalos

Cuando somos pequeños y todo cuanto tenemos para adquirir regalos a los seres queridos es la imaginación, preparamos con nuestras propias manitas una extensa serie de objetos más o menos decorativos que llenarán las habitaciones de padres, abuelos y familiares diversos. Desde los socorridos collares de macarrones hasta los espejos pintados que, por supuesto, qué duda cabe, mamá tiene que colgar en su dormitorio porque no hay, ni jamás habrá, otro espejo más bonito en el que mirarse cada mañana. La voluntariedad no tiene límite (aunque deba estirarse con la complicidad de los profesores del colegio). Artísticos ceniceros, llaveros, jarrones, portafotos, imanes de nevera, marcapáginas o pañitos de petit point que dejan a cualquier tapiz medieval a la altura del betún.  

A medida que crecemos, también lo hace nuestro poder adquisitivo, aunque solo sea gracias a pagas y ocasionales donaciones. El dinero que no acaba invertido en nuestros pequeños caprichos (o no tan pequeños en algunos casos, como los libros) se guarda para comprar regalos “de mayores”. Ya empiezan los resabios y las miraditas de desdén hacia la candidez de la primera infancia, y se quiere llegar cuanto antes a ese estado de “ser mayor”, esa meta de la que pensamos que la independencia y libertad son el mayor premio. Seguimos siendo cándidos, obviamente; desde la distancia las proporciones suelen parecer engañosas. Así, viene esa otra amplia gama de objetos comprados que nos granjearán sonrisas agradecidas y fascinadas. Asequibles ceniceros, llaveros, portafotos, imanes de nevera, marcapáginas… o, ya puestos, un libro, que nunca hay suficientes.

Un día llega ese momento epifánico en el que se te revela la naturaleza de los regalos, una naturaleza doble y en muchas ocasiones tramposa: hay regalos por compromiso y regalos con intención, y a veces coinciden y otras veces no. Para entonces, ya estás inmerso en esa corriente oleaginosa que marca fechas en el calendario, estándares de dedicación, márgenes de gasto y niveles de satisfacción según los casos. Intenta arrastrarte, quieras o no, y la edad adulta no te hace más fuerte ante eso. Solo te queda el recurso de buscar un huequecito donde poder plantarte, mientras la corriente te sobrepasa y sigue su curso, y pensar en la forma de rebelarte, aunque sea a pequeña escala.

Atrás quedaron los tiempos de la plastilina, el papier mâché o el bastidor de bordados… ¿pero por qué no retomarlos? Regalar algo hecho con nuestras propias manos no suele suponer un gran desembolso (algo que se agradece en estos tiempos), pero sí implica un alto grado de entrega personal (que también es de agradecer, siempre). Y se da rienda suelta a la creatividad. Ese talento para el dibujo volcado en un cuadrito que evoca recuerdos comunes o en unos recortables para niños o nostálgicos. Esa habilidad en la cocina convertida en tarros y latas llenos de confites, mermeladas o trufas que saben a diversión. Esa destreza en las manos que, “en dos patadas”, se han sacado de la bolsa de costura el gorro que será tu favorito toda la vida. La fotografía de un instante feliz, el modelado de un deseo, componer una melodía, grabar una canción, escribir un poema o una historia, engarzar collares y pulseras, decorar espejos o, ¿por qué no?, mejorar la técnica en la confección de ceniceros, llaveros, portafotos, imanes de nevera, marcapáginas, etc. Artesanía en estado puro.   
  
Quizá no todos lo vayan a apreciar, es cierto. Eso de «el detalle (o la intención) es lo que cuenta» es solo una frase que, a menudo, se suelta en tono irónico o resignado. A la hora de la verdad, sin embargo, tú ya sabes con quién no malgastar tu tiempo y en quién la gratitud es sincera. Y, cuando el calendario marca una fecha (al margen queda el auténtico regalo que es «vi esto y pensé en ti»), te lanzas a entregar una parte de tu persona. La sonrisa al recogerlo, las palabras al valorarlo, solo eso, es también el más personal de los regalos que te gusta recibir*.

Vamos a contar cuentos

Cuando éramos pequeños, la mayoría de los cuentos que nos gustaba escuchar antes de dormir (o a cualquier hora del día, en realidad) comenzaban con aquel clásico «Érase una vez…» que nos aguzaba el oído y creaba expectación. Nos arrellanábamos en el sitio (cama, sofá o alfombra) y abríamos los ojos como si no tuviéramos párpados, en un gesto que parecía ampliar la capacidad de absorción de la historia, porque aquellas historias no solo se escuchaban, sino que se absorbían, se sentían, se vivían.

Durante la infancia, me contaron decenas de cuentos y yo me dediqué a leer otros tantos (o, probablemente, más). Luego, a medida que fueron llegando otros niños a mi entorno, empecé a ser yo quien contaba los cuentos para entretenerlos. Esa “Reina de las nieves” imponente que siempre me fascinó, la tradicional “Bella Durmiente” acosada por su suegra-ogra, aquellos hermanos cisnes que me iniciaron en los mitos celtas, relatos homéricos o de “Las mil y una noches” un tanto reajustados y cualquier otro que me gustara, adaptado la audiencia del momento. A veces, incluso, me atrevía a inventármelos. Y a lo largo de estos años he intentado mantener vivas todas esas antiguas historias, y otras que no lo son tanto, en los niños que me han acompañado.

 La librería a la vuelta de la esquinaAl crecer y hacernos adultos (me abstendré de emplear el término «madurar», porque muchos de nosotros quedaríamos excluidos), esos cuentos van cambiando en la forma y, solo en cierto modo, en el contenido. Y si digo «en cierto modo» es porque los temas ancestrales no han cambiado tanto; son los usos y costumbres, la superficie expresa, lo que se ha visto transformado por el paso del tiempo, mientras que ese fondo que habla del amor y la muerte, de las inquietudes que mueven al ser humano, por más que se recubran de símbolos, permanece. Hoy, sin embargo, ya no nos los cuentan al calor de la lumbre (o más bien del radiador): los leemos nosotros.

Me voy a permitir la licencia, ahora, de retomar esa buena costumbre narradora y, aunque no podáis oírme ni verme interpretar las escenas, os voy a contar un cuento que habla de cuentos:


Érase una vez, hace no mucho tiempo, en una brumosa tierra virtual cuyas fronteras se pierden junto a un horizonte difícil de alcanzar, una alquimista de palabras que un día decidió invitar a un acto de creación a varios compañeros del gremio. Reunió a diez invitados: nueve, además de ella, crearían una historia y un décimo presentaría el resultado final. Tras un verano de verter ideas y palabras en sus crisoles y retortas, se grabaron las frases destiladas. La alquimista anfitriona, ayudada por los compañeros más expertos, modeló el recipiente que las contendría y, llegado el momento, traspasadas las puertas del otoño, salieron del laboratorio para dar a conocer la obra final.

En este cuento hay once cuentos y, en cada uno de ellos, hay una librería, uno de esos pequeños paraísos para los amantes de los libros, que albergan tantas historias por conocer. Y su título es:

LA LIBRERÍA A LA VUELTA DE LA ESQUINA.

«Diez autores y once relatos rinden un espléndido homenaje a librerías, libreros, libros y lectores. Policíacas, misteriosas, románticas, fantásticas, realistas... historias extraordinarias con el protagonismo indiscutible de una librería siempre única, como la imaginación de quien la describe y la habita, de quien la dota de personajes y llena sus estantes de libros raros y maravillosos para que el lector se pasee por entre sus prometedores estantes. Por estas páginas transitan encantadoras investigadoras, clásicos que cobran vida, libreros excéntricos, herencias librescas, detectives suspicaces, acertijos de siglos pasados, palabras mágicas que conjuran hechizos olvidados, James Joyce, Hemingway, una dragona y hasta el mismísimo señor de las tinieblas.
Entra, lector, ponte cómodo y respira sin prisas el aroma de la literatura bajo el tenue polvo de sus estantes. Traspasa el umbral de estas librerías, eres más que bienvenido.»

Prologado por MientrasLeo, editora del prestigioso blog Entre montones de libros, y con diseño de portada de Javier Morán Pérez “Mork”, es fruto de una feliz iniciativa de la escritora MónicaGutiérrez Artero.  

Estas son las piezas que lo componen:

La típica librería - Belén Barroso
Un cadáver en la librería - Ana Bolox
El colmado de papel - Javier de Ríos
Ítaca / La maleta - Alejandro Gamero
Nicte - Rebeca C. Garin
La desaparición del librero de la luna - Ana González Duque
El té de los viernes en Moonlight Books - Mónica Gutiérrez Artero
Satán en una pequeña librería - Aránzazu Mantilla
El sueño de Camelia - Desirée Ruiz
La puerta - JAP Vidal

Si queréis saber más, lo encontraréis en  este enlace,
En edición digital por ahora, y con un precio especial de lanzamiento, 
próximamente estará también disponible en papel.
Solo me queda decir: muchas gracias, Mónica, por la propuesta,
y a los participantes -Belén, Ana B., Alejandro, Rebeca, Desirée, José-  por el entusiasmo,
en especial a Ana G. y Javi, guías más que espirituales.

Seguiremos informando… y contando. Que no nos falten los cuentos.

¿Y a vosotros os gustan los cuentos?

¿Y las librerías?

Crecer

De niña vestías con zapatos soñadores, ilusiones de cuello alto y propósitos sin mangas. Aún te sigue gustando entrechocar los tacones de tus chapines encarnados y tu primer amor siempre será el espantapájaros pero hoy, mientras viajas en tu arco iris de ida y vuelta, oyes el tic tac de la lluvia marcar las horas.


Que otros se rasguen las vestiduras.

Que otros se rasguen las vestiduras, que yo no lo haré. Cuando fuimos al zoo, sabíamos que los animales estaban en jaulas. Llámalo morbo o curiosidad malsana, esa insistencia a recrearte en lo que te escandaliza; dime que solo ibas por los niños, para ilustrar su inocencia y su ignorancia; dame cualquier pretexto, total, no importa.

No hay mejor desprecio que no hacer aprecio, decían las abuelas con toda la razón, pero nos empeñamos en olvidarlo. Los egos necesitan atención y que se hable de ellos aunque sea mal, como decía Wilde, y las empresas buscan publicidad que propicie ventas por cualquier medio, aunque se cubran con el manto de la cultura.

Año tras año, todo el mundo espera el momento del circo mediático del premio más sustancioso (no lo olvidemos, sustancioso no es sinónimo de prestigioso, en todo caso de famoso) para aplaudir o abuchear desde la grada o saltar a la pista y tener sus cinco minutos de gloria ante el inevitable espectáculo del cual, a la postre, todos participamos, siguiendo las reglas del protocolo establecido dentro del estatus de cada cual.

Si eres (o crees ser) un intelectual que solo disfruta de la alta literatura, es de buen tono criticarlo llevándote las manos a la cabeza con grandes aspavientos, o al pecho en un alarde de histrionismo extremo (tu pobre corazón sensible se siente terriblemente afectado ante las ofensas a tu inteligencia), y quizá bramar con voz estentórea contra los desmanes e infamias cometidas, o proferir grititos de damisela que suelta su taza de té ante un vahído. Esto último no es del todo imprescindible, pero termina de definir tu posicionamiento alejado de esa plebe sin criterio.

Si eres abanderado del best-seller, debes sacar a relucir tu álbum de recortes de grandes éxitos para recordar a esa secta de puristas estirados qué es lo que realmente vende y se lee (ejem), argumentando tu diatriba con una buena dosis de realidad de la calle, cifras, estadísticas y esa afirmación lapidaria que, después del clásico «si lo sigue la mayoría por algo será», siempre sirve como colofón: «es cuestión de gustos», y con ella se explica todo. Además, puedes elevar también la voz para que se te oiga tanto o más que a tu adversario, no vaya a ser que una educada discreción os haga pasar desapercibidos a uno de los dos o a ambos.

Si vas por el camino del medio… no, imposible, ese camino no existe, olvídalo. Tienes que mojarte y ajustarte la etiqueta de forma bien visible. Con anticipación, incluso, no vaya tu despiste a crear dudas sobre tu postura ante todas las posibilidades tan bien expuestas y envueltas de vivos colores para atraer tu atención. Así, cuando a la mañana siguiente los medios bullan, rebullan y exploten, podrás reafirmarte en ella y reiterarte en lamentos (por el desprecio ante la verdadera calidad) y exabruptos (ante el más despreciable mercantilismo) o regodearte en el éxito fácil (todo es perecedero, después de todo). Y tras la nueva sesión de entusiastas intercambios verbales, pasar en unos días al olvido.

Transcurrirán meses antes de esa noche de cena en casa con amigos, cuando esa curiosidad inevitable del lector lleve a algunos a percatarse de que en la estantería de la esquina está, como dejado al desgaire, el objeto de tanto revuelo. Uno te mirará con desdén y otro sonriendo. El segundo te preguntará si ya lo has leído y, si es así, compartirá sus impresiones aunque no estés por la labor. El primero, justo antes de marcharse, te sorprenderá (no demasiado, reconócelo) con su petición en un susurro furtivo. No es que le apetezca, la verdad, sólo es curiosidad científica por saber cuán malo puede ser. Y volver a rasgarse las vestiduras.  



Ilustración de Alireza Darvish.

Elocuencia silenciosa

El escenario es escueto: dos mesas y cuatro sillas en una esquina de la terraza de un restaurante. Apenas amortiguado por la sombra, el calor espesa el aire comprendido entre los paneles y el toldo que delimitan el espacio. Es de esos días en los que estar en la calle parece un acto de temeridad.

La primera pareja lleva un rato allí. Son jóvenes y rubios, con aire vagamente sajón, y se miran de tanto en tanto con la complicidad de los niños que juegan. Entre ambos, una botella de vino rosado se refresca en un cubo con hielos. Se intercambian pocas palabras y, cuando lo hacen, es en voz baja. Las manos que se buscan por encima de la mesa y los pies que se tantean por debajo dicen mucho más. Comparten los platos, saborean cada bocado, siguen mirándose como si les faltara el tiempo.

En la otra mesa, el contrapunto. Treinta y tantos, morenos, delgados. Primero llegó ella, que sacó el móvil en cuanto se sentó y empezó a teclear como sin ganas. Luego apareció él, en la mano un libro que abrió después de acomodarse en la silla. Ella juega, él lee. Cada uno pide lo suyo, evitando cruzarse las miradas, las palabras, hurtándose cualquier clase de contacto. El camarero trae las bebidas y el da un sorbo a su cerveza sin levantar la vista del libro. Cuando llega la comida, ella apenas toca la ensalada pero desliza el tenedor vacío por el plato, chirriante.

La pareja más joven termina antes, aunque se demora en un pequeño brindis y el roce de un beso. Piden la cuenta con una sonrisa, se marchan cogidos de la mano bajo el picante sol de la sobremesa.

Tengo que irme antes de que acaben los otros y me pregunto si pagarán la cuenta por separado. Los imagino levantarse y echar a andar con un espacio entre ambos cada vez más ancho, ese silencio inmenso previo a la fractura y el desmoronamiento. 


Parejas

Todas las parejas tienen altibajos. No es tanto una ley natural como una realidad inevitable. Cualquier forma de convivencia está sujeta a las imperfecciones de sus partícipes, a los roces y los desacuerdos, y en la unión de dos independencias suelen tropezar los egos.


Lo breve y lo efímero

A veces me pregunto si mi debilidad confesa por lo breve estará relacionada con esa perla de sabiduría popular que los cortos de estatura usamos para crecernos, “La buena esencia en frascos pequeños se guarda”, y otros dogmas de fe en forma de máxima que sirven de lenitivo; eso y una posterior extensión de la idea al resto de ámbitos vitales. Explicaciones más peregrinas se han dado para razonar lo irrazonable. O tal vez el contagio se produjera a partir de la querencia por el verbo desatado que devino en amonestaciones debidas al agotamiento auricular o lector, según los casos. Algunos conocimos a Baltasar Gracián, antes de que el programa de estudios nos lo presentara, gracias a la buena voluntad de quienes trataron de inculcarnos el concepto de síntesis (o, como solían decir con la expresión facial un tanto descompuesta, “ve al grano y no te enrolles”).

Fuera como fuera, el aprecio por lo breve fue un aprendizaje que culminó en pasión desaforada o quizá en obsesión y vicio, que al fin y al cabo vienen a ser lo mismo. No es que haya despreciado las relaciones largas, nada más lejos, pues he tenido amores que se dilataron en el tiempo y las páginas y me supieron llevar a un éxtasis de persistencia turbadora. Sin embargo, la intensidad que me ofrecieron los amantes de una sola noche alcanzó cotas de explosiones y seísmos que llegaron al desmoronamiento de una petit mort. Una intensidad así ha de ser breve, porque una eternidad intensa la imagino insostenible, exuberancia sin límite que termina por ahogar.   

Amores cortos en extensión, largos en memoria. Ese beso que te rindió aún permanece, aunque durara un minuto, y sientes todavía la sombra de ese aliento que te recuerda su existencia. Ese momento pequeño, redondo y exacto que sigue latiendo en el recuerdo, que carece de la rápida muerte de lo efímero.

Amantes pequeños que se hicieron grandes.

Amé profundamente a Raskólnikov y a Sonia después de convivir con ellos largos días que no quise que acabaran pero amé también, con indecible ternura, a ese joven soñador enamorado sin remedio de Nastenka durante cuatro noches blancas. Acompañé con entusiasmo a Anna y Vronsky en la insensatez de su pasión pero caí, llena de admiración, junto a Ivan Ilich para recorrer a su lado ese solitario camino que lo llevaba a la muerte. Perseguí a la gran ballena blanca, impresionada por su fuerza, pero fue la negación del escribiente Bartleby la que me fascinó. Sentí la infelicidad de la condesa Olenska y Newland Archer ante la imposibilidad de su unión pero la trampa vital de Ethan Frome me atrapó con su cepo.

Me enamoré de ese pequeño príncipe de un asteroide que veía elefantes engullidos por serpientes y alcanzó la universalidad en un vuelo inmortal. Del joven pescador de perlas que tuvo que devolver al mar la perla que le dejó desgracia en lugar de riqueza. De esos primos judíos que, de Estados Unidos a Alemania, se intercambiaron cartas que acabaron en paradero desconocido. Del alma de la música que unió a Marin Marais y Saint-Colombe mediante la viola, todas las mañanas del mundo. De la lluvia que no dejaba de caer mientras Sadie Thompson se perdía para siempre. De la venganza de una adolescente hacia su madre por no poder asistir a un baile. De la trágica revelación del primer amor para una niña introvertida. Del espacio propio y libre que es el jardín alemán de Elizabeth. De las relaciones extrañas que se cantaron en la balada del café triste. De los fantasmas de locura que dieron una vuelta de tuerca a la soledad de una institutriz. Del joven poeta que aprende el arte del haiku y sueña con nieve. Del deseo a ritmo lento, en moderato cantabile, de una mujer hundida en el tedio. Del titiritero y el niño roto en una fiesta al noroeste.


Historias de amor con finales felices, al menos para mí en cada uno de nuestros encuentros. Muchas, lo sé, pero ¿qué queréis? Soy literariamente promiscua. 


Solo palabras

Solo son palabras, dicen algunos con desdén, quitándoles importancia. Nada más. Como si no fuera suficiente. Las palabras tienen poder: son capaces de crear un mundo y de destrozar una vida.

Cualquiera que haya leído un poco sabe que en las palabras reside la magia. Dan forma a los hechizos que el escritor va formulando a lo largo de las páginas y te transforman, al menos mientras dura el libro. Palabras hechas de luz y de sombra que dejan cicatrices en los dedos de quienes juegan con ellas, porque la magia se cobra su precio en especie y cada sortilegio es una muesca más en tu alma. 

Un beso alegra el corazón y hay palabras que te besan, te acarician y calientan el frío que la estela de los días deja. Una palabra dicha en el momento adecuado puede salvarte de la oscuridad, de los monstruos de tu mente que, también, han utilizado las palabras para hacerte caer. Otras llegan a deshora, redondas y contundentes como balas de cañón para aplastarte bajo tu peso; o llenas de filos que se van clavando poco a poco, hasta desangrarte.

También son puñeteras las palabras que acuden a tus labios cuando no las has llamado y traicionan pensamientos que preferirías tener guardados para ti. Otras veces, sin embargo, si necesitas su ayuda, se dejan llevar por la malicia y juegan al escondite, dejándote en ridículo. No puedes fiarte de ellas porque pueden ocultar mucho más de lo que dicen. 

Hay palabras que arrastran a la gente tras de sí. En boca de algunos hombres han guiado ejércitos y levantado a las masas, envilecidas a veces por la falta del armazón del razonamiento pero desaforadamente contagiosas. Pronunciadas por labios más amables se procura el consuelo y se calma al inquieto, o se las llena de astucia para el halago y la manipulación.

Se enseña con las palabras, para bien o para mal, dando voz al pensamiento y a los hechos con los que pretendemos construirnos. Les ponen zapatillas de andar a las ideas que sobrevuelan, con ellas se plantean preguntas y se dan las respuestas. A ellas acudimos para hacer tangible el mundo que nos rodea. Las necesitamos a modo de gafas que enfocan la visión de lo que, por ser abstracto, tememos que se nos escape.

Las palabras atrapan, cautivan, esclavizan. Son el barco que nos lleva y la tempestad que nos sacude, un océano en el que nadar o ahogarse. Instrumentos de precisión. Objetos de deseo.

Solo son palabras, dicen algunos. Nada más. Y nada menos.


*****


Escribí este texto para La piedra de Sísifo, el estupendo blog cultural de Alejandro Gamero, el pasado febrero. Lo he recordado y he querido recuperarlo. 

En el metro

Se toca el reverso de una mano con las yemas de los dedos de la otra en un movimiento exquisitamente lento que recorre el contorno, las líneas internas, una y otra vez. El rostro es rubicundo e imberbe todavía (o muy bien rasurado), aparenta diecisiete o dieciocho años y hay en él un algo tierno que conmueve, un vago rastro de infancia que aletea en esa forma de estar perdido en sí mismo, como el niño que juega olvidado del mundo.

Sentada a su lado, una mujer lee sin fijarse en él. Nadie se fija en él, nadie ve su concentración al rozarse la palma de la mano, los dedos de arriba abajo, entrecerrados los ojos por la delectación en el propio tacto, como si lo estuviera descubriendo. Todos llevan una frontera consigo, su propio foco de atención contenida que les impide detenerse en la visión de ese chico rubio ensimismado en su autoexploración tan delimitada.

Tiene las manos grandes y los dedos fuertes de quien trabaja con ellos, pero parecen ingrávidos mientras continúan palpándose con delicadeza, ahora el anverso, la muñeca, el antebrazo, esa zona interior donde la piel es más fina y la sensibilidad se multiplica. La mano pasiva se abre y se cierra durante un instante, como el estremecimiento de un pétalo, mientras la recubre con un tenue velo de lasitud. Las pestañas le acarician también los pómulos, acompañando el ritmo pausado de los gestos.
    
Se detiene de pronto para unir las manos en un contacto leve, casi casual, palma contra palma con los dedos separados, y se observa los pulgares siameses que apuntan hacia el techo con un mínimo vaivén circular. Ahora tiene los ojos abiertos pero miran hacia dentro. La conciencia de sí mismo desplegándose poco a poco. Tarda un momento en mirar al frente y ver, en estirarse en su asiento, reacomodar la mochila entre las piernas, atusarse el pelo y colocarse el flequillo. El ademán es tímido, nervioso.

Alrededor nada ha cambiado; libros, periódicos y móviles ocupan la distancia de seguridad de cada uno. La mía se ha roto, abierta a la sensación mezcla de placidez y culpable complacencia de estos últimos minutos. Me pregunto si también la suya está dañada, si la ingenuidad de su abandono está quebrada tras el repentino despertar de la realidad. Había algo tan íntimo.

Llega mi parada, salgo del vagón, intento retomar la lectura en los repetidos tramos de escaleras mecánicas pero no me centro. Aun en el barullo de la oficina, durante el resto de la mañana, solo tengo que retraer la mirada hacia el huequecito de mi cabeza que conserva ese instante de fascinación. Y recupero la paz. 




Para el recuerdo

Solía beberse el café ya frío, espolvoreado de partículas de ceniza del cigarrillo que se había fumado con la mirada absorta, concentrado en los devaneos de su imaginación. Luego se oiría el teclear errático de la Olivetti, verde como las praderas del sueño, el sonido de las palabras trasladadas al papel antes de ser difundidas a quien quisiera escucharlas. Escribía de oído, igual que tocaba el piano, pero sabía transmitir con ello la pasión incombustible de quien ama lo que hace (y se sabía un privilegiado por hacer lo que amaba). El papel se amontonaba sobre el escritorio y alrededor del cenicero repleto de colillas, aquel papel tan fino y translúcido que parecía resaltar el carácter transitorio de las letras que lo llenaban. Un micrófono y las ondas se encargarían de hacer públicas sus palabras. Esa fue su manera de contar y compartir aquello que, en cierta forma, era su vida: la música. Y así fue como su carácter abierto de buen asturiano, la voz ronca de fumador empedernido y un inglés divertidamente atroz ocuparon un espacio propio en la radio musical durante décadas.

La habitación más grande de su casa no era un salón sino el Cuarto de Música, así, con mayúsculas, el lugar donde el trabajo y el placer se aunaban de forma maravillosa. Pedacitos de historia del disco bajo la forma de dos gramófonos, uno clásico y otro portátil, que ocupaban los lugares destacados que su significado merecía. El tocadiscos, luego acompañado de otros parientes tecnológicamente evolucionados, y los enormes altavoces. El piano con el que recreaba sus piezas favoritas, sobre todo de jazz, y nadie más tocaba. Aquí y allá, testimonios de su experiencia vital: la foto que se hizo con el gran Cole Porter antes de su entrevista, dos cuadros dedicados que su amigo Aute le regaló, la cariñosa caricatura que le dedicó su apreciado José Ramón Sánchez y algunos premios por su labor, un poco más a desmano.  Y, por supuesto, la discoteca: miles de discos reunidos en tres paredes de estanterías de cuatro metros de altura. El marco perfecto para el escritorio donde preparaba sus artículos y guiones y el sillón orejero donde sentarse a escuchar y disfrutar de la música. Un pequeño paraíso para olvidarse del mundo.

No era un ermitaño, sin embargo. Era un ser social por encima de todo y, armado con ingenio y desparpajo, disfrutaba con la gente y con cada momento. Fiestas, festivales, presentaciones; cualquier ocasión era buena para conocer, charlar y reír. Era habitual verlo salir en las fotos con el cigarrillo entre los dedos, ese sempiterno cigarrillo que acabó llevándoselo, y una sonrisa que tenía algo de socarrona y estaba llena de encanto. Decían que tenía un aire a Clark Gable y a él le gustaba presumir de ello, porque era muy coqueto. No cumplía años, solo vivencias. Y era capaz de cautivar a cualquiera que entablara conversación con él, aunque fuera accidental. En lo profesional y en lo personal, mezclados en su caso, porque para él los dos mundos se habían fundido en uno como solo puede hacerlo quien vive su vocación desde dentro. Muchas de sus amistades llegaron de aquel ambiente y los oyentes solían llamar a casa para hablar con él, incluso años después de haberse jubilado.  

En la historia de la radio musical hay una línea donde está su nombre, pero también hay un hueco muy grande que, junto a su ausencia, algunos ayudaron a agrandar. Quizá debió escribir también para publicar y dejar constancia de lo que vivió, no solo para que las palabras se las llevara el tiempo. Sí, no es una errata (las erratas las han cometido otros, no sé si intencionadas); es el tiempo quien nos roba mucho más que las palabras, quien sesga las vivencias y, a veces, arranca de raíz los recuerdos. El olvido nos mata lentamente y eso lo saben bien quienes lo utilizan de forma premeditada.

Por eso, hoy he querido traerlo aquí.

Juan Mª Mantilla Pérez de Ayala nació en Oviedo, no importa cuándo (y, si importara, él tampoco lo diría), y aunque vivió fuera la mayor parte de su vida fue siempre un asturiano de pro, orgulloso de su condición de carbayón.

Se dedicó profesionalmente a hablar y escribir sobre las dos pasiones que abarrotaban su corazón y su casa: la música y el cine. Escribió para periódicos como el Ya y realizó varios programas de música, especialmente de jazz, para Radio Peninsular y Radio Nacional de España, primero en Madrid y a partir del año 75 en Santander. Entre ellos, “Tiempo y ritmo”, con Rolando Gómez de Elena al micrófono, “Club de Jazz”,presentado por Matías Prats (padre), o el último y más recordado, “Mirando hacia atrás con música”, con las locuciones de Jesús García Preciado y Esther Rodríguez Torio.

Fue bueno, muy bueno, y muchos no entienden por qué se ha relegado su nombre de las crónicas de la radio.

Yo tampoco lo entiendo pero, claro, dirán que soy parcial.

Porque era mi padre.

Y este recuerdo, hoy, es mi regalo.

Estés donde estés, sigue disfrutando.


El vídeo original, aquí



P.D. Gracias a los que aún se acuerdan de él, de sus programas, de su simpatía y hasta de su inglés macarrónico. Seguro que él también se acuerda de vosotros. 

Sobre los beneficios del frío... o no

Por estas coincidencias que la vida te trae, al sistema de calefacción y agua caliente de mi edificio le ha dado por romperse pasado fin de semana, sí, este que parece haber sido el más frío del invierno (y quizá de unos cuantos más). Friolera como soy, no es extraño verme aterida unos nueve meses al año, más o menos, pero encontrar al costalero tiritando es algo bastante infrecuente. Definitivamente, era el fin de semana de sofá, manta y horno por excelencia.

Dicen que las duchas frías son recomendables porque despiertan y estimulan. No lo voy a negar pero no son para mí, gracias. Con practicarlas cuando no me queda otro remedio ya tengo suficiente. Supongo que con “estimulación” se refieren a la motriz, porque ponerme bajo un chorro de agua helada solo me motiva a dar saltitos mientras me mojo para aclararme el jabón o a corretear, una vez fuera, bien envuelta en la toalla. La estimulación mental, en mi caso, se queda reducida al tamaño de un grano de escarcha: sólo soy capaz de pensar en cómo diablos me calentaré.

También está la cuestión sobre los efectos conservadores del frío. Los frigoríficos son estupendos para ralentizar la degeneración de los alimentos, pero no estoy por la labor de meterme a dormir en uno como si fuera un vampiro polar. Si me degenero me da igual; de eso trata la vida, al fin y al cabo, de crecer y decaer sucesivamente. Lo de la criogenización está por demostrar, así que, mientras tanto, me remito al antiguo lema de Adolfo Domínguez: la arruga es bella.

Podría pensarse que el frío promueve, de algún modo, la cultura cuando te acurrucas en el sillón, arrebujadita en tu manta de pelo, con una bebida caliente al lado y un libro entre las manos… o, lo que es más habitual, frente a la tele encendida. Y entonces recuerdas la frase Groucho Marx sobre televisión y cultura*. Con tanto frío, no hay ganas de levantarse y mucho menos de salir de casa, pero es fácil defenderse de esa Circe tras la pantalla con buena música en los auriculares y el libro, sí, ese que no falte.

Cierto es que el fin de semana es muy largo para pasarlo atrincherado y el cuerpo pide aire fresco. Sientes ganas de contestarle como al niño que discurre jugar en el alféizar de la ventana: ¡quieto ahí! Cedes, sin embargo, porque la necesidad de respirar es inevitable, y cuando pones el pie en la acera y tu nariz recibe ese soplo de aire fresco, fresquísimo, gélido a rabiar… ¿Valiente? No, temeraria. En ese momento más que en ningún otro, te reprochas lo loca que estás.

El frío será beneficioso, no lo voy a discutir, pero tampoco generalicemos. Desde luego, no es mi caso. A mí, dadme una estufa, una chaqueta de lana gorda y una taza de té humeante. Así pertrechada no me importa el frío, casi lo agradezco, porque ofrece la mejor excusa para un rato placentero.




*”La televisión ha hecho maravillas por mi cultura. En cuanto alguien enciende un televisor, voy a la biblioteca y leo un libro”. Todo un ejemplo a seguir.

La Sociedad Literaria de las Trufas de Avellana.

En el principio, había un libro. Había varios libros, de hecho, pero uno en concreto se llevó el papel principal cuando todo comenzó. Sin ser el primero ni el último de la fila, como esa actriz que aguarda entre otras tantas que llegue su turno en una audición y recibe la sonrisa de la suerte al subir al escenario, tuvo el don de la oportunidad.

El mejor momento de la jornada era la media hora del café, ese café donde disolvían las risas y lágrimas que intercambiaban porque, además de compañeras de trabajo, eran amigas. Compartían también la afición por la lectura y, mientras los libros pasaban de mano en mano, los comentarios cruzaban las sobremesas. Ante un pincho de tortilla y con la recomendación de una historia, el estrés se llevaba mejor. Quién, cuándo, cómo; las lecturas se acumulaban y empezaron a organizarlas por escrito, correos electrónicos y hojas de Excel llenos con sus impresiones a modo de referencia en un instante, a un golpe de dedo, a veces compulsivo. Entre bastidores, recurrente, una adicta a respirar el aliento de las letras.

No hubo ceremonia de apertura ni ritual de iniciación, pero sí una especie de bautismo accidental debido a la aparición del oportuno libro, que llegó como tantos otros, tras una razzia por impulso entre los estantes de una librería. Era “La sociedad literaria y el pastel de piel de patata de Guernsey”. Ya que no vivían en la isla de Guernsey y tampoco preparaban pastel de piel de patata por la escasez de la posguerra, tuvieron que adaptar el nombre para amoldarlo a ellas. Las trufas de avellana que adornaban algunas celebraciones, cuya receta hereditaria guardaba celosamente la cocinillas del lugar, terminaron de vestirlo.

De esto hace ya tres o cuatro años. El tiempo no importa tanto como todo lo que ha ocurrido entre tanto. Alguna marcha y varios cambios, viejas costumbres recobradas, muchos sueños sobre el mantel. El traslado de las lecturas comentadas a un espacio más allá de las palabras alrededor de la mesa, a ese mundo paralelo que es internet. Nuevas aventuras para una letraherida. Avances y retrocesos. Muchos cafés de terapia. Y siempre, siempre, las sonrisas que no fallan.



Gracias a todas las componentes de la sociedad literaria, que ya echan en falta una nueva entrega de esas trufas de avellana. A ver si vuelven pronto.


Nota bibliográfica:
"La sociedad literaria y el pastel de piel de patata de Guernsey".
Mary Ann Shaffer y Annie Barrows.
RBA Libros, 2009.
Título original: "The Guernsey Literary and Potato Peel Society" (2008)
Traducción de Sandra Campos



Palabreos: Principios

Principio. (Del lat. principĭum).

1. m. Primer instante del ser de algo.
2. m. Punto que se considera como primero en una extensión o en una cosa.
3. m. Base, origen, razón fundamental sobre la cual se procede discurriendo en cualquier materia.
4. m. Causa, origen de algo.
5. m. Cada una de las primeras proposiciones o verdades fundamentales por donde se empiezan a estudiar las ciencias o las artes.
6. m. Norma o idea fundamental que rige el pensamiento o la conducta. U. m. en pl.
(…)


A veces me parece que la vida se compone, sobre todo, de principios. Desde la primera contracción y el primer aliento. Algunos de ellos sucesivos, otros yuxtapuestos. Cada instante es un principio: el origen de un tiempo, el comienzo de un acto o la razón de un sentimiento. Mil inicios para construirnos. Porque de los otros, de los que nos guían, tengo la impresión de que no andamos tan sobrados.


Una mirada esquiva a hombres y dioses.

«El problema no es la religión sino lo que los hombres hacen con ella». Lo dicen las personas con un mínimo de sentido común. Yo iría más allá porque, después de todo, la religión es un invento humano. Los hombres la hemos creado y utilizado, no sólo como medio de comunicación con una divinidad nacida para dar sentido a nuestras vidas (a través de determinados interlocutores) sino para manipular a otros (por medio de esos mismos interlocutores). Y llegó un momento en que se nos fue de las manos. Y en esas andamos todavía, porque parece que nos cuesta aprender.

No tengo nada contra los dioses a nivel general, incluso hay algunos de los que soy verdadera fan. Son mucho más divertidos que los vulgares protagonistas de la chismología cotidiana y no tienen la culpa de que los hayamos contado así. Me molesta mucho más la arrogancia de los hombres. A algunos se les llena la boca hablando de valores religiosos y se olvidan de que los valores son, ante todo, éticos y humanísticos y que el respeto, articulación básica de la convivencia, no necesita del hálito divino para existir.

Respeto todas las creencias mientras ellas me respeten a mí y permanezcan en el ámbito personal que debería serles propio. No respeto que me quieran imponer su dogma. La atea que se esconde bajo mi hábito de pagana en zapatillas se rebela contra cualquier ortodoxia religiosa. Se irrita. Se niega a admitir todas estas ignominias disfrazadas de preceptos sagrados y tanta hipocresía extendida bajo la manta de una doble moralidad.

Al final, quizá el problema sí sea la religión, que a estas alturas de la vida ya nos sobra.






A veces hay que dejarlo pasar

A veces hay que dejarlo pasar. Por salud mental, más que nada. Y me refiero a… a casi todo en la vida, en realidad. A veces, al mirar el mundo alrededor, se me llena el estómago de indignación y las palabras (malsonantes muchas de ellas, lo confieso) se atropellan al rodar por la lengua. Ese ánimo exaltado termina por agotar, a fuerza de repetirse demasiado a menudo, y he llegado a la conclusión de que no merece la pena estar siempre con las uñas afiladas y dispuesta a saltar a la yugular. No se trata de mirar para otro lado, no, pero sí de darte un tiempo de reflexión mientras pasa y lo miras de reojo. Como una leona al acecho, intentar elegir la mejor presa cuando tengas que cazar. Practicar la paciencia (no la resignación, eso no) y darte un tiempo de reposo para fortalecerte. Saber esperar, a veces, tiene sus recompensas.



Ruido.

A veces parece que nuestro mundo está hecho de ruido, material pesado de la maquinaria cotidiana del que resulta difícil desprenderse, y se diría que algunos no saben vivir sin él. Es tal el hábito del ruido que el silencio, cuando se asienta, nos sorprende.

Algunas cosas que no entiendo y otras que puedo entender

A veces no entiendo a quienes no aprecian el valor de las palabras, de su significado, de la forma en que acarician el paladar cuando las pronuncias y se deslizan para llevar un mensaje o ruedan por tus dedos hacia el papel donde se harán permanentes, del poder para cambiar una vida.

A veces no entiendo a la gente que no disfruta el placer de la lectura, que lanzan miradas de desdén porque no saben sentir respirar al libro, que confunde el solaz del lector con el escapismo del ingenuo, que se pierde ese íntimo goce de ampliar el mundo por dentro y por fuera.

A veces no entiendo por qué aparece un libro, de repente, que te provoca un ramalazo de amor, ese amor profundo que te sacude y te vuelve del revés, ese amor puro que simplemente te hunde en el extasío. Ocurre, sin más, y lo único que puedes hacer es dejarte arrastrar por él.

Puedo entender que un día te azote la conciencia de tus limitaciones y abandones lo que, en ese momento, ves que no llegará a puerto. Quizá eres un escritor con cierto renombre, de cierto respeto, pero estás paseando en tu tono habitual y una nota rompe el ritmo y te alcanza la evidencia de que no te queda nada por decir y tu tarea ha terminado. Y buscas otra forma de expresarte. Y tu vida cambia. Eso puedo entenderlo.

Puedo entender la simple belleza de intentar aprehender la vida, de aprenderla también, de intentar controlar el desorden de las piezas que va dejando a tu alrededor y buscar tu figura en algún lugar de ellas, encajada entre otras figuras, y contornearla y distinguirla entre todas las demás, darle el volumen adecuado para que ocupe el sitio que le corresponde. Eso puedo entenderlo.

Puedo entender a Jasper Gwyn, extravagante y lúcido, y su búsqueda de la expresión más limpia de lo esencial. Puedo entenderlo y puedo amarlo, sacudida, extasiada, perdida para siempre en un retrato pintado con palabras. Soy letra, soy imagen, soy una historia.

Lo que no puedo entender es por qué he tardado tanto en leer de nuevo a Baricco. Quizá tenía miedo de no reencontrar la sensación luminosa de aquella belleza que me deslumbró en “Seda”. Ese miedo que a veces nos invade después de la emoción intensa, cuando sientes que no la podrás recuperar. Habrá otras emociones igual de intensas, tal vez más, pero ya no será esa misma. Eso, la desazón, también puedo entenderlo.

Puedo entender que no existe la perfección sino simples espejismos que se le asemejan, que es sólo un ideal al que aspirar y, por el camino, ir creando sombras, imágenes, incluso réplicas que parecen trascender su condición de imperfectas y casi rozan la utopía. Atrapan la luz y se visten con ella. Y tú te arropas en sus pliegues, maravillada. 

Puedo entender el abrigo que ofrecen las palabras cuando son las que, en ese preciso instante, se necesita escuchar, o leer, o abrazar. Y el sentimiento rampante ante lo novedoso, y la conmoción ante lo mágico, y el colapso ante lo eterno. Sufrí el síndrome de Stendhal; ese desplomarse de la realidad frente a la inmortalidad de la belleza, ese sentir absurdo pero inexorable, y lo entiendo.

Puedo entender el flechazo, la atracción inmediata por algo que, quizá sólo en tu inconsciente, reconoces. Enamorarte sin atender a razones de lo que te ha ganado el corazón, no importa por qué motivos. Caer rendida ante la expresión tangible de esa idea que se asoma al balcón de tu pensamiento, mantenida siempre en la penumbra, expectante. Temblar como una niña ante su primer beso.

No necesito entender todo para seguir viviendo cada día, aunque a veces me gustaría entenderme a mí misma. Puede que esa sea la razón que impulsa a Jasper Gwyn a abandonar la vida que tenía y emprender esa exploración íntima tan minuciosa, tan abrumadora. Y, al entenderse a sí mismo, comienzan a entenderlo quienes lo rodean.

Gracias, Alessandro, por este regalo de presentarme a Jasper Gwyn y dejarme amarlo. Gracias por el resto de personajes tan vivos que podía tocarlos. Gracias por esta historia que abre las puertas a otras historias que seguiré. Gracias por esta escritura tersa como las caricias del enamorado. Gracias por la concisión y la elegancia cuando cuentas en voz baja, al oído.  Gracias por llevarme de Regent’s Park a una noche de estrellas en Dinamarca. Gracias por  quedarte en el paisaje de mi mente.

«Todos somos una página de un libro, pero de un libro que nadie ha escrito nunca y que en vano buscamos en las estanterías de nuestra mente.»

Este es de esos libros que me hacen creer que no puedo volver a escribir.
Este es de esos libros que me hacen sentir que no puedo dejar de escribir.

Mr. Gwyn. Alessandro Baricco.
Editorial Anagrama, 2012.
Edición original: Mr. Gwyn (Giangiacomo Feltrinelli, 2011)
Traducción: Xavier González Rovira



De interés añadido: el descrifrado del texto que forma la huella de la portada.


«No somos personajes, somos historias.»
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