A veces me pregunto si mi debilidad confesa por lo breve
estará relacionada con esa perla de sabiduría popular que los cortos de
estatura usamos para crecernos, “La buena esencia en frascos pequeños se
guarda”, y otros dogmas de fe en forma de máxima que sirven de lenitivo; eso y
una posterior extensión de la idea al resto de ámbitos vitales. Explicaciones
más peregrinas se han dado para razonar lo irrazonable. O tal vez el contagio
se produjera a partir de la querencia por el verbo desatado que devino en
amonestaciones debidas al agotamiento auricular o lector, según los casos.
Algunos conocimos a Baltasar Gracián, antes de que el programa de estudios nos
lo presentara, gracias a la buena voluntad de quienes trataron de inculcarnos
el concepto de síntesis (o, como solían decir con la expresión facial un tanto
descompuesta, “ve al grano y no te enrolles”).
Fuera como fuera, el aprecio por lo breve fue un aprendizaje
que culminó en pasión desaforada o quizá en obsesión y vicio, que al fin y al
cabo vienen a ser lo mismo. No es que haya despreciado las relaciones largas,
nada más lejos, pues he tenido amores que se dilataron en el tiempo y las
páginas y me supieron llevar a un éxtasis de persistencia turbadora. Sin
embargo, la intensidad que me ofrecieron los amantes de una sola noche alcanzó
cotas de explosiones y seísmos que llegaron al desmoronamiento de una petit mort. Una intensidad así ha de ser
breve, porque una eternidad intensa la imagino insostenible, exuberancia sin
límite que termina por ahogar.
Amores cortos en extensión, largos en memoria. Ese beso que
te rindió aún permanece, aunque durara un minuto, y sientes todavía la sombra
de ese aliento que te recuerda su existencia. Ese momento pequeño, redondo y
exacto que sigue latiendo en el recuerdo, que carece de la rápida muerte de lo
efímero.
Amantes pequeños que se hicieron grandes.
Amé profundamente a Raskólnikov y a Sonia después de
convivir con ellos largos días que no quise que acabaran pero amé también, con
indecible ternura, a ese joven soñador enamorado sin remedio de Nastenka durante
cuatro noches blancas. Acompañé con entusiasmo a Anna y Vronsky en la
insensatez de su pasión pero caí, llena de admiración, junto a Ivan Ilich para
recorrer a su lado ese solitario camino que lo llevaba a la muerte. Perseguí a
la gran ballena blanca, impresionada por su fuerza, pero fue la negación del
escribiente Bartleby la que me fascinó. Sentí la infelicidad de la condesa
Olenska y Newland Archer ante la imposibilidad de su unión pero la trampa vital
de Ethan Frome me atrapó con su cepo.
Me enamoré de ese pequeño príncipe de un asteroide que veía
elefantes engullidos por serpientes y alcanzó la universalidad en un vuelo
inmortal. Del joven pescador de perlas que tuvo que devolver al mar la perla
que le dejó desgracia en lugar de riqueza. De esos primos judíos que, de Estados
Unidos a Alemania, se intercambiaron cartas que acabaron en paradero
desconocido. Del alma de la música que unió a Marin Marais y Saint-Colombe
mediante la viola, todas las mañanas del mundo. De la lluvia que no dejaba de
caer mientras Sadie Thompson se perdía para siempre. De la venganza de una adolescente
hacia su madre por no poder asistir a un baile. De la trágica revelación del
primer amor para una niña introvertida. Del espacio propio y libre que es el
jardín alemán de Elizabeth. De las relaciones extrañas que se cantaron en la
balada del café triste. De los fantasmas de locura que dieron una vuelta de
tuerca a la soledad de una institutriz. Del joven poeta que aprende el arte del
haiku y sueña con nieve. Del deseo a ritmo lento, en moderato cantabile, de una
mujer hundida en el tedio. Del titiritero y el niño roto en una fiesta al
noroeste.
Historias de amor con finales felices, al menos para mí en
cada uno de nuestros encuentros. Muchas, lo sé, pero ¿qué queréis? Soy
literariamente promiscua.