Según la RAE, la locución “en barbecho” se define como «Dicho
de una tierra labrantía: Que no está sembrada durante un tiempo para que
descanse».
No soy hortelana, ni siquiera tengo buena mano con las
plantas pero este juego de las letras es, en cierta manera, como cultivar un
huerto o un jardín. Las palabras son semillas que van creciendo a lo largo de
las páginas para acabar fructificando en cada historia o poema, enraizadas con
fuerza en ese terreno abonado que es nuestra mente, convenientemente irrigada. Un
riego inadecuado las puede secar, si es insuficiente, o ahogarlas y pudrirlas
si se produce en exceso o de forma desordenada, y a veces la tierra pierde
cualidades y precisa un descanso para poder recobrar la fuerza antes de la
próxima siembra. Es entonces cuando se queda en barbecho.
Por suerte, este barbecho mental no se corresponde con el
que guardan los campos de labranza y, en ocasiones, apenas con un día o unas
horas se regenera el sustrato necesario. Otra cosa son las cosechas, para las
que demasiado a menudo hay que armarse de paciencia y un sofá muy cómodo.
Este peregrino desvarío surge a propósito de una tendencia a
la desconexión neuronal intermitente que vengo sufriendo últimamente, culpable
de la actualización irregular de estos rincones virtuales, de una atención
insuficiente (y falta de comentarios) a vuestros propios rincones y de otras
interrupciones cotidianas que no vienen al caso. Por esta informalidad
sobrevenida, os pido disculpas. Os
aseguro que intento organizarme (me suena haberlo dicho antes) pero siempre
parece quedar fuera de mis capacidades.
A veces gusta viajar
a capricho, sin mapas ni guías, pero incluso durante esos recorridos erráticos
pasas por esos lugares que te piden parar una vez más, como has hecho siempre,
como sabes que volverás a hacer. Hay lugares que, además de estar ahí fuera, los
llevas en el corazón.
Este puerto seguro,
que pasa por una Nueva York sin edad, es conocido como O. Henry, cuentista de
obligada parada y fonda.
LA VOZ DE LA CIUDAD.
O. Henry
«¿Quién puede desentrañar la voz de la ciudad?», se pregunta el narrador de esta historia,
decidido a hallar esa voz y ser capaz de comprenderla. Para ello, emprende una
particular peregrinación por sus calles, preguntando a la gente, intentando
escucharla.
Este es un viaje
urbano pero también un viaje interior que recoge no solo una voz, sino muchas,
las que componen la canción que canta el alma de la ciudad. Una melodía tenue,
con notas que entretejen el lirismo y el humor. Es un cuento lleno de belleza, esa
belleza que nace de la sencillez, la más auténtica.
El libro al que
pertenece el relato se titula, como él, “La voz de la ciudad” y lo editó
Bruguera en 1982, dentro de la colección Club Joven, con traducción de Marta
Sánchez. El autor me lo recomendó mi padre cuando me revelé como lectora
recurrente de relatos y tímida pecadora. Gracias, otra vez.
Solía beberse el café ya frío, espolvoreado de partículas de ceniza del cigarrillo que se había fumado con la mirada absorta, concentrado en los devaneos de su imaginación. Luego se oiría el teclear errático de la Olivetti, verde como las praderas del sueño, el sonido de las palabras trasladadas al papel antes de ser difundidas a quien quisiera escucharlas. Escribía de oído, igual que tocaba el piano, pero sabía transmitir con ello la pasión incombustible de quien ama lo que hace (y se sabía un privilegiado por hacer lo que amaba). El papel se amontonaba sobre el escritorio y alrededor del cenicero repleto de colillas, aquel papel tan fino y translúcido que parecía resaltar el carácter transitorio de las letras que lo llenaban. Un micrófono y las ondas se encargarían de hacer públicas sus palabras. Esa fue su manera de contar y compartir aquello que, en cierta forma, era su vida: la música. Y así fue como su carácter abierto de buen asturiano, la voz ronca de fumador empedernido y un inglés divertidamente atroz ocuparon un espacio propio en la radio musical durante décadas.
La habitación más grande de su casa no era un salón sino el Cuarto de Música, así, con mayúsculas, el lugar donde el trabajo y el placer se aunaban de forma maravillosa. Pedacitos de historia del disco bajo la forma de dos gramófonos, uno clásico y otro portátil, que ocupaban los lugares destacados que su significado merecía. El tocadiscos, luego acompañado de otros parientes tecnológicamente evolucionados, y los enormes altavoces. El piano con el que recreaba sus piezas favoritas, sobre todo de jazz, y nadie más tocaba. Aquí y allá, testimonios de su experiencia vital: la foto que se hizo con el gran Cole Porter antes de su entrevista, dos cuadros dedicados que su amigo Aute le regaló, la cariñosa caricatura que le dedicó su apreciado José Ramón Sánchez y algunos premios por su labor, un poco más a desmano. Y, por supuesto, la discoteca: miles de discos reunidos en tres paredes de estanterías de cuatro metros de altura. El marco perfecto para el escritorio donde preparaba sus artículos y guiones y el sillón orejero donde sentarse a escuchar y disfrutar de la música. Un pequeño paraíso para olvidarse del mundo.
No era un ermitaño, sin embargo. Era un ser social por encima de todo y, armado con ingenio y desparpajo, disfrutaba con la gente y con cada momento. Fiestas, festivales, presentaciones; cualquier ocasión era buena para conocer, charlar y reír. Era habitual verlo salir en las fotos con el cigarrillo entre los dedos, ese sempiterno cigarrillo que acabó llevándoselo, y una sonrisa que tenía algo de socarrona y estaba llena de encanto. Decían que tenía un aire a Clark Gable y a él le gustaba presumir de ello, porque era muy coqueto. No cumplía años, solo vivencias. Y era capaz de cautivar a cualquiera que entablara conversación con él, aunque fuera accidental. En lo profesional y en lo personal, mezclados en su caso, porque para él los dos mundos se habían fundido en uno como solo puede hacerlo quien vive su vocación desde dentro. Muchas de sus amistades llegaron de aquel ambiente y los oyentes solían llamar a casa para hablar con él, incluso años después de haberse jubilado.
En la historia de la radio musical hay una línea donde está su nombre, pero también hay un hueco muy grande que, junto a su ausencia, algunos ayudaron a agrandar. Quizá debió escribir también para publicar y dejar constancia de lo que vivió, no solo para que las palabras se las llevara el tiempo. Sí, no es una errata (las erratas las han cometido otros, no sé si intencionadas); es el tiempo quien nos roba mucho más que las palabras, quien sesga las vivencias y, a veces, arranca de raíz los recuerdos. El olvido nos mata lentamente y eso lo saben bien quienes lo utilizan de forma premeditada.
Por eso, hoy he querido traerlo aquí.
Juan Mª Mantilla Pérez de Ayala nació en Oviedo, no importa cuándo (y, si importara, él tampoco lo diría), y aunque vivió fuera la mayor parte de su vida fue siempre un asturiano de pro, orgulloso de su condición de carbayón.
Se dedicó profesionalmente a hablar y escribir sobre las dos pasiones que abarrotaban su corazón y su casa: la música y el cine. Escribió para periódicos como el Ya y realizó varios programas de música, especialmente de jazz, para Radio Peninsular y Radio Nacional de España, primero en Madrid y a partir del año 75 en Santander. Entre ellos, “Tiempo y ritmo”, con Rolando Gómez de Elena al micrófono, “Club de Jazz”,presentado por Matías Prats (padre), o el último y más recordado, “Mirando hacia atrás con música”, con las locuciones de Jesús García Preciado y Esther Rodríguez Torio.
Fue bueno, muy bueno, y muchos no entienden por qué se ha relegado su nombre de las crónicas de la radio.
Yo tampoco lo entiendo pero, claro, dirán que soy parcial.
P.D. Gracias a los que aún se acuerdan de él, de sus programas, de su simpatía y hasta de su inglés macarrónico. Seguro que él también se acuerda de vosotros.
No solo era inevitable sino obligado parar en esta estación del
recorrido: el territorio Mansfield, este paraje en el que la orografía
única del cuento domina el horizonte. Me ha costado decidir en cuál de los
apeaderos detenerme porque todos tenían algo que ofrecer (y lo sé porque he paseado
entre ellos muchas veces), una sonrisa o una lágrima para beber, el bocado crujiente
de una tensión contenida o el mero placer contemplativo durante un instante.
Este cuento, por ejemplo, lo tiene todo.
LAS HIJAS DEL DIFUNTO CORONEL. Katherine Mansfield.
Los verdaderos fantasmas son los recuerdos, esa no presencia
que nos acompaña incluso a nuestro pesar y nos lleva por caminos que, muchas
veces, no querríamos recorrer. Las costumbres adquiridas y arraigadas en lo
profundo, tan difíciles de dejar atrás si no es en un supremo ejercicio de
voluntad liberadora. Los fantasmas los llevamos dentro.
Katherine Mansfield, sabiamente, nos lo enseña a través de este
relato que aúna lo cómico y lo amargo para hablarnos de ese punto de inflexión
en la vida que son los cambios y la manera de enfrentarse a ellos, tomando el
pulso a las debilidades y dejándolas al descubierto, burlona y elegante a un
tiempo. Dos solteronas entrañables, una muerte que lo marca todo y una pérdida
que no es la que parece. Porque siempre, bajo la superficie, está la verdadera
historia.
En esta ocasión, he elegido la manejable selección de
cuentos de Mansfield titulada “Preludio y otros relatos”, en edición de
bolsillo de Alianza Editorial (1993), con traducción de Lucía Graves y Elena Lambea.
Parada surrealista para mi viaje: he visitado a Leonora
Carrington. No frecuento el surrealismo pero este cuento quedaba dentro de mi
ruta, formando parte de una antología que está en mi mesilla de noche, y me
detuve en él, llena de curiosidad hacia la escritura de una mujer que debió de
ser muy especial. Tenía ganas de cambiar de aires.
LA DEBUTANTE. Leonora Carrington.
Era un tiempo en el que las jóvenes todavía eran presentadas
en sociedad, en ese momento en que la adolescencia burbujeante altera la
racionalidad. La peculiar debutante que protagoniza este relato, retraída y
solitaria, tiene como única amiga una hiena del zoo con la que habla y se le
ocurre que la sustituya en el baile de presentación. A partir de ahí, la
historia se vuelve un sueño desasosegante. Con pocos trazos, se dibujan las líneas
difusas entre lo onírico, la fantasía y la locura. Su brevedad la hace más dura
y puntiaguda: cuatro páginas que saben a pesadilla.
El cuento forma parte de la antología “Niñas malas, mujeres
perversas”, una selección de Angela Carter de relatos sobre mujeres y escritos
por mujeres, publicada por Edhasa en
1989.
Más vale poco y bueno que mucho y malo o eso suele decirse.
Sea como sea, este pasado mes he cumplido con la máxima en lo que a lecturas se
refiere, lo cual resulta de lo más satisfactorio. He desempolvado un libro que
ya era tiempo de leer, he descubierto otro de lo más delicioso (gracias, Mónica
Serendipia), me he reencontrado con dos escritores que ya me habían gustado y
ahora me han terminado de enamorar y he regresado a uno de mis libros “indelebles”,
de esos que me marcaron para siempre (ExLibris, de Anne Fadiman, que ya comenté).
Hacía tiempo que no deambulaba por países imaginarios y, al
iniciar este viaje, me di cuenta de que los echaba de menos, por eso recorrer esta
Tierra Límite llena de magia y encanto me ha resultado de lo más gratificante. La
creación de un nuevo mundo puede ser frágil como la cáscara de huevo, pero este
ha eclosionado con éxito.
Capacidad inventiva, lenguaje preciso y ritmo fluido
discurren como la corriente de un río que no cesa, sin remolinos que lo estorben
ni fallas que sobresalten, para traernos una leyenda poblada por personajes que
trascienden lo mágico para mostrar su lado más humano, con sus virtudes y sus debilidades,
héroes de carne y hueso con los que es más fácil tratar. Una leyenda en la que,
desprendiéndose de la vestidura mágica, se puede encontrar lo real.
Para maridar con:
quienes se complacen en aventurarse dentro de los sueños y volar.
Cambiamos las pequeñas cosas que quedan a nuestro alcance con la esperanza de llegar a cambiar también las grandes, aunque éstas, demasiado a menudo, no dependan de nosotros.
Pero seguimos intentándolo.
Algún día, quizá, lo consigamos.
Grace Paley es uno
de esos raros escritores que se han dedicado exclusivamente a cultivar el
relato y con sólo tres libros colocó su nombre en un lugar destacado de la
literatura norteamericana contemporánea. Relatos que hablan sobre todo de mujeres
y de hombres que sobreviven al día a día, de las relaciones, de la calle… de la
vida, más que nada, con sus dificultades y sus sonrisas extrañas. Es un puerto
donde explorar las sorpresas que nos da lo cotidiano.
EL FESTÍN DEL CANÍBAL. Grace Paley
No, no hay que temer
truculencias. El canibalismo contado por Paley no es un canibalismo real, al
menos no el que se deleita en degustar la carne humana en su sentido más
literal. Es un canibalismo emocional que da la talla a la relación entre un
hombre y una mujer que estuvieron casados. Una disección de los sentimientos que
unen y desunen a las parejas entre los que “eso que llamamos amor” se diluye en
la indefinición, confundido con la memoria, el ego y el orgullo.
Hablar de concisión
en un relato, cuando es bueno, es caer en la redundancia y la perogrullada,
pero hay veces que todavía sorprende la manera en que, con pocas palabras y
varias imágenes sobrepuestas, se puede transmitir una multiplicidad de dimensiones
más allá de las páginas que componen una historia. Como en esta. Un trocito de
vida que contiene pasado, presente y posibilidades, haciendo «un salto mortal (…) hacia el manantial de la
noche».
Este cuento es uno de los primeros publicados por Grace Paley, en los
años cincuenta. El volumen que los recogió, bajo el título original “The Little
Disturbances of Man”, aquí fue publicado por la editorial Anagrama con el título “Batallas de amor” en el año 1981, con traducción de Enrique
Hegewicz. Siempre me he preguntado el porqué de ese cambio de título.
Ahora buscaré el mapa del azar y echaré los dados,