Leer es un vicio solitario que se puede compartir.

Tengo otros pero suenan menos adecuados.

El señor de los anillos, de J.R.R. Tolkien


Hay una marca profunda y larga, una espiral intrincada, que parece grabada a fuego vivo. Ese es el efecto que provocan las lecturas sucesivas, sobre todo si alcanzan o superan la decena. Mil noventa y cinco páginas de letra menuda, hundidas a plomo en mi mar interior, alimentando a los peces plateados de mi pensamiento.


Tenía 16 años cuando cayó en mis manos, por primera vez, “El señor de los anillos”. Y lo adoré. El mundo de los cuentos de hadas de mi infancia sufrió un vuelco, la fantasía cobró un nuevo significado y mi inclinación hacia la literatura fantástica acabó en un desplome brutal. Aquella obra monumental y maravillosa me pareció insuperable, más aún después de lanzarme obsesivamente a la búsqueda de otras maravillas semejantes. Leí, como enloquecida, todos los libros de temática fantástica que pasaban ante mis ojos e, incluso, me atreví a escribir (más bien esbozar) algunos relatos plagados de magia, seres míticos, gestas heroicas y otros lugares comunes. Los emuladores de Tolkien eran legión y me dejé absorber por ellos. Hasta que me atraganté. Demasiada épica y hechicería que repetía los mismos clichés, una y otra vez. Terminó desencantándome y volví al ‘maestro’ una y otra vez.



La magia de “El señor de los anillos” no estaba sólo en la acción dentro de sus páginas, sino que te atrapaba sin remedio. Más que una red, era un artesonado construido con la mayor precisión, cada viga en su sitio, cada pieza encajada a la perfección. Libro complejo, heredero de sagas nórdicas y creador de un universo propio, posee una arquitectura propia que impresiona tanto por sus dimensiones como por la riqueza artística de su interior. Una catedral de la literatura de fantasía.

Tolkien dotó a sus personajes de las cualidades heroicas de los habitantes de las viejas leyendas, pero también les dio una dimensión humana, o cuando menos cotidiana,, que nos acercaba más a ellos. Sus héroes tenían defectos, a veces incluso tenían poco de héroes. Frodo comienza como un antihéroe que se va cubriendo capa a capa con el aura de Sam, su Sancho Panza y Pepito Grillo a un tiempo. A muchos de ellos les acucian las inseguridades, las tentaciones, los miedos.


Uno de mis personajes favoritos, desde el principio, es Pippin, un niño jugando con mayores, un inmaduro que no quiere crecer pero se ve obligado a hacerlo. Y Faramir, hombre sensible y guerrero implacable, víctima de la actitud injusta de su padre. Cada uno se hizo fascinante para mí a su manera.


Ahora bien, si algo me sedujo, aparte de la brillantez de la historia y los personajes, fue el tratamiento, el estilo, sobre todo el humor. Como la amante de la ironía que siempre he sido, cada vez que lo releo (por completo o algunas partes, a mi antojo) disfruto con el humorismo que se despliega a lo largo de toda la novela, cambiante, a veces soterrado. Ese sentido del humor, precisamente, que me enamoró.


“El señor de los anillos”, en resumen, supuso una revelación, una catarsis que me condujo inexorablemente a la convicción de que la fantasía y yo nos pertenecíamos mutuamente. Lo curioso es que, una vez superado ese primer aturdimiento, la convicción no desapareció,, simplemente se fue adaptando con el tiempo hasta encontrar otras formas de expresión.
Gracias, John Reuben, por entrar en mi alma.

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