Leer es un vicio solitario que se puede compartir.

Tengo otros pero suenan menos adecuados.

El principito, de Antoine de Saint-Exupéry

Por debajo de las marcas que dejaron las gestas de los héroes de la Tierra Media, hay otras algo más tenues y menos enrevesadas aunque igualmente indelebles. Ni siquiera segundas o terceras lecturas, en momentos más maduros, han conseguido erosionarlas.


‘El principito’ es una fábula simplista e ingenua con una obvia moralina. Con todo, es poético. Y cuando me encontré con él me deslumbró.
Aun a años luz de su lectura, puedo ver al pequeño príncipe en su planeta minúsculo, con el pelo revuelto y la bufanda al cuello, los ojos inquisitivos, solo. Y al zorro, que fue mi personaje favorito. Y, a veces, en medio de una situación que me supera, recuerdo el absurdo perfil de la serpiente que ha devorado un elefante.
En medio de toda su inocencia, resulta conmovedor.
Saint-Exupéry consiguió con su cuento transmitir tanto como con sus obras “mayores”, quizá por ser más directo. ‘Vuelo nocturno’ no me llenó y ‘Ciudadela’ me indigestó, pero ‘El principito’ me emocionó de niña y, hoy en día, el regusto aún es bueno. Quizá sea el encanto de la sencillez.

Primeras impresiones

¿No os ocurre a vosotros, a veces, que sólo con un vistazo a un título o una portada la mente se os llena de imágenes evocadoras? Y una especie de vocecilla sorda murmura desde algún recoveco: "éste, éste, coge éste"… Hay un encanto especial en la combinación de ciertas palabras, que encajan como las piezas de un minucioso engranaje y te atraen de forma irremediable hacia ellas. Escritores y editores lo saben bien y lo aprovechan, en ocasiones, para captar la atención. Cuánto talento tienen algunos para elegir títulos llamativos... y cómo nos decepciona el contenido, a veces, después de habernos embrujado por fuera.

Seguro que os ha pasado. Te quedas fascinada mirando esa cubierta verdegrís con un sauce llorón de trazos impresionistas que se fusiona con una corriente plateada bajo la cual lees en un verde más musgoso, algo desdibujado: "Mira mi alma, un remanso de lágrimas"; o aquella otra, más minimalista, en la que las letras de un blanco perlado con tipografía posmoderna parecen relucir sobre el fondo azul noche como estrellas desmadradas: "Pálpito". Y, si te entretienes en ojear la contraportada o la solapa, en la sinopsis o los extractos de las críticas lo rematan: <<Con la lírica prosa de un haiku, Kata Marana esboza una bella historia de amor y desdicha>>, <<Si te gustó "La dulce fragancia de los naranjos en flor bajo el rocío del alba", disfrutarás con esta poética novela>>, <<Tu corazón llorará y cantará con esta historia que no podrás olvidar>>, <<El descubrimiento de un nuevo clásico de la literatura: a caballo entre Thomas Pynchon y Phillip Roth, esta primera novela brillará en el firmamento de los grandes autores>>, <<La agudeza psicológica de Phylo Pony te arrastrará al abismo de lo inexpugnable>>... Y la tentación deviene en pecado inevitable: te lo llevas. Luego, como es lógico, lo lees.


Ni siquiera has terminado el libro cuando estás arrepintiéndote de haberte dejado llevar por aquel entusiasmo inducido. A veces, incluso te golpeas la cabeza contra la pared durante el primer capítulo. Es puro bluf. Mucho glaseado en la cobertura y un pastel inconsistente debajo. La vida del joven Kai, que lucha desde su infancia por obtener el cariño y la aprobación de su desapegada madre, que no se recuperó nunca de la depresión pos-parto diecisiete años atrás, te trae francamente al pairo; sobre todo porque, tal como anunciaba la reseña, está esbozada apenas. Si hay alma, no está en esta novela. Y la odisea interior de un viejo investigador periodístico que, en la búsqueda de su juventud perdida, rememora sus andanzas tragicómicas te deja más fría que un filete de panga congelado. ¿Flujo de pensamiento? ¡Eso es incontinencia en cascada y te estás ahogando! Así que decides no volver a caer en el engaño de lo superficial.... aunque sabes que caerás. Sí. Volverás a hacerlo.

Bien, de acuerdo, no siempre es así. En ocasiones el libro cumple sus promesas, con mayor o menor holgura, y la decepción no es tanta o no hay ninguna. Cuando los deberes están hechos, sobre todo si están bien hechos, un título seductor te lleva a un comienzo que te engancha y acabas abrazada a la historia como un Shiva de seis brazos, sintiendo que las palabras te están haciendo el amor. Entonces, merece la pena.

"Reflejos en un ojo dorado", "La balada del Café Triste", "Viaje al fin de la noche", "En busca del tiempo perdido", "Una temporada en el infierno", "Mientras agonizo", "El poder y la gloria", "Un tranvía llamado deseo" o, incluso, "Mi familia y otros animales" siembran en tu mente una idea más o menos vaga de lo que encontrarás dentro de esas tapas. Se me está ocurriendo un juego, quizá dos:
1) Títulos de libros que te hayan fascinado (¿por qué?) y: a) si ha cumplido las expectativas o no y b) qué esperábais.

2) Títulos ficticios para libros imaginarios, lo cual se puede hacer: a) primero se escribe el título y luego se recrea el argumento, o b) tras inventar la historia se le da título. 

También son prometedoras (o atolondradamente falsas) las primeras frases de los libros. Ya sabéis. Después de haber dejado atrás el título, la dedicatoria, algún preámbulo ensalzador de la obra y, quizá, alguna cita que al autor le inspiró (o que no tiene absolutamente nada que ver, lo cual no es un caso raro), pasas la página y, transida de expectación, te vuelcas en el verdadero inicio de la lectura:
<<El verano en que cumplió quince años, Melanie descubrió que estaba hecha de carne y sangre>>.

Y entonces te detienes, durante un instante, mientras tu mente paladea la frase y decide cómo continuará adelante, dispuesta a empaparse de las palabras que alambican la historia o dejándolas resbalar sin aprecio, impávida ante su poder de convicción más bien escaso. A veces depende de todo el primer párrafo, una cuidada arquitectura destinada a que te refugies en su interior. De cualquier modo, si en el primer punto y aparte no te ha agarrado por las orejas, es que algo falla. 

<<Estaba buscando un sitio tranquilo para morir.>>, <<Anoche soñé que volvía a Manderley.>>, <<En el pueblo había dos mudos, y siempre estaban juntos.>>, <<Todas las familias felices se parecen unas a otras; pero cada familia infeliz tiene un motivo especial para sentirse desgraciada.>>, <<Caía la nieve sobre la Ribera, grandes borlas blancas que velaban las grietas en las fachadas de sus casas en ruinas (...)>>, <<Sé sabio, oh mi dolor, y mantente más tranquilo>>.  Pueden ser evocadores o crudos, sutiles o contundentes; una simple gota, una corriente, un géiser. Pero siempre tienen que cogerte de la mano para arrastrarte en el paseo por el resto de las páginas.

No hace falta que tengan encajes ni bordados para resultar eficaces. Hay libros maravillosos que empiezan de puntillas y van cogiendo carrerilla a medida que avanzan párrafo a párrafo, capítulo a capítulo, y a veces te preguntas qué te mordió en el cuello para desplomarte de esa manera si (rápido ajetreo de los dedos entre las páginas para regresar a la primera) el inicio parecía una simpleza.

<<El señor de Kellynch Hall en Somersetshire, Sir Walter Elliot, era un hombre que no hallaba entretenimiento en la lectura salvo que se tratase de la Crónica de los baronets.>> ¿Qué tipo de frase inicial es esa? Una de lo más irónica, contestaría yo. Después de todo, así empieza una de las mejores novelas de la literatura inglesa del s. XIX, "Persuasión". No hay que fiarse de las apariencias. ¿No te lo dijo tu madre cuando eras pequeño? Pues te lo digo ahora: es una norma básica de supervivencia. Y en cuestión de lecturas, una regla de oro, porque en un libro nada es lo que parece. 

Aquí propondría otro juego: los inicios que te sorprendieron, te atraparon o te repelieron y qué sucedió después... Uy, he tenido que obligarme a parar. Si habéis llegado hasta aquí, habéis demostrado paciencia. Regresaré a mis lecturas, enfriaré mi lengua con el hielo de un té ruso y os dejaré pensar. 

* Notas bibliográficas: 

Por si alguien tiene interés en saber o recordar, los fragmentos iniciales citados pertenecen a las certeras plumas de Angela Carter ("La juguetería mágica"), Paul Auster ("Mr. Vértigo"), Daphne du Maurier ("Rebeca"), Carson McCullers ("El corazón es un cazador solitario"), Liev Tòlstoi ("Anna Karenina"), Ellen Kushner ("A punta de espada") y  Charles Baudelaire (el poema "Recogimiento", en "Las flores del mal").  Ah, y Austen, cómo no. 
Los títulos mencionados en la primera parte son obras de Carson McCullers (las dos primeras), Ferdinand Céline, Marcel Proust, Paul Verlaine, William Faulkner, Graham Greene, Tennesee Williams y Gerald Durrell.
Los libros vilipendiados en los primeros párrafos son absolutamente imaginarios, igual que sus autores (a excepción de Pynchon y Roth, claro está, nombrados sólo para dar mayor verosimilitud al sarcasmo), así que nadie puede demandarme por injurias.
Ah, y como curiosidad, 'Primeras impresiones' es un pequeño homenaje a Jane Austen. ¿Sabéis por qué?

Notas de cata de verano


Una vez al mes, tengo la intención de enfundarme el uniforme de catadora, no de comida ni de vinos, sino de libros, y anotar de forma breve el resultado de la prueba... ejem, de la lectura. Aproximadamente en un párrafo, intentaré resumir el argumento o idea central del  libro y mis impresiones. Espero no envenenarme en el intento.
Para empezar las catas y sus notas, en esta primera, comentaré algunos de los libros leídos durante el verano, tiempo de ligereza y buen humor sobre todo:

GILEAD / EN CASA. Marilynne Robinson

Si bien son novelas de lectura independiente, las comento juntas porque la historia de ambas convive temporal y geográficamente, incluso se complementan. Gilead es el nombre del pueblo donde ocurren los hechos de ambas, en los años 50, y el ambiente me recuerda al de obras de Faulkner o Steinbeck. En ellas se cuenta un fragmento de historia de dos familias vecinas, en cada libro desde uno de los puntos de vista. Escritos con maestría, cada uno de ellos se adapta estilísticamente a la perspectiva de la narración con el resultado de una gran calidad literaria. Dicho esto, viene el "pero": son tristes, muy tristes, y yo terminé el primero con un nudo en la garganta y el segundo sin poder aguantar las lágrimas.

LA LIBRERÍA DE LAS NUEVAS OPORTUNIDADES. Anjali Banerjee

Obrita sin ambiciones, es una lectura ligera ideal para el buen tiempo. Libros y libreros, lectores y escritores, fantasmas y romance… Reconozco que esperaba más de él, dados los ingredientes de los que parte; me hubiera gustado algo más de fondo, algo más de libros, algo más de intensidad... Pero está bien para pasar una tarde de calor en una terracita, con una clarita al lado, o en una tumbona al sol.


Una confesión: soy relectora

Supongo que es uno de los síntomas de mi bibliolocura, o quizá una consecuencia. No estoy segura. El caso es que recaigo en la fiebre de la lectura de libros ya leídos, padezco ansia por recrear lo ya conocido, no puedo resistir el vicio de saborear lo ya probado. Cuando un libro me ha gustado, lo guardo para mantenerlo a mano. Me gusta volver a tocarlo, abrirlo, pasar la mirada por las páginas ya conocidas buscando las que antes me fascinaron. Lo acaricio con los ojos igual que él me acaricia con las palabras. Codicio la sensación que mi memoria atesora, intento reproducirla, aprisionarla, quizá incluso aprenderla. Tan avariciosa que a veces envidio su poder, lo deseo para mí. Ojalá pudiera conjurar esa magia para hechizar con ella como me hechizan a mí. Busco entre las hojas el sortilegio y, no a mi pesar, vuelvo a verme atrapada…

Estoy maldita, supongo. Esta enfermedad de las letras será mi perdición.

El señor de los anillos, de J.R.R. Tolkien


Hay una marca profunda y larga, una espiral intrincada, que parece grabada a fuego vivo. Ese es el efecto que provocan las lecturas sucesivas, sobre todo si alcanzan o superan la decena. Mil noventa y cinco páginas de letra menuda, hundidas a plomo en mi mar interior, alimentando a los peces plateados de mi pensamiento.


Tenía 16 años cuando cayó en mis manos, por primera vez, “El señor de los anillos”. Y lo adoré. El mundo de los cuentos de hadas de mi infancia sufrió un vuelco, la fantasía cobró un nuevo significado y mi inclinación hacia la literatura fantástica acabó en un desplome brutal. Aquella obra monumental y maravillosa me pareció insuperable, más aún después de lanzarme obsesivamente a la búsqueda de otras maravillas semejantes. Leí, como enloquecida, todos los libros de temática fantástica que pasaban ante mis ojos e, incluso, me atreví a escribir (más bien esbozar) algunos relatos plagados de magia, seres míticos, gestas heroicas y otros lugares comunes. Los emuladores de Tolkien eran legión y me dejé absorber por ellos. Hasta que me atraganté. Demasiada épica y hechicería que repetía los mismos clichés, una y otra vez. Terminó desencantándome y volví al ‘maestro’ una y otra vez.



La magia de “El señor de los anillos” no estaba sólo en la acción dentro de sus páginas, sino que te atrapaba sin remedio. Más que una red, era un artesonado construido con la mayor precisión, cada viga en su sitio, cada pieza encajada a la perfección. Libro complejo, heredero de sagas nórdicas y creador de un universo propio, posee una arquitectura propia que impresiona tanto por sus dimensiones como por la riqueza artística de su interior. Una catedral de la literatura de fantasía.

Tolkien dotó a sus personajes de las cualidades heroicas de los habitantes de las viejas leyendas, pero también les dio una dimensión humana, o cuando menos cotidiana,, que nos acercaba más a ellos. Sus héroes tenían defectos, a veces incluso tenían poco de héroes. Frodo comienza como un antihéroe que se va cubriendo capa a capa con el aura de Sam, su Sancho Panza y Pepito Grillo a un tiempo. A muchos de ellos les acucian las inseguridades, las tentaciones, los miedos.


Uno de mis personajes favoritos, desde el principio, es Pippin, un niño jugando con mayores, un inmaduro que no quiere crecer pero se ve obligado a hacerlo. Y Faramir, hombre sensible y guerrero implacable, víctima de la actitud injusta de su padre. Cada uno se hizo fascinante para mí a su manera.


Ahora bien, si algo me sedujo, aparte de la brillantez de la historia y los personajes, fue el tratamiento, el estilo, sobre todo el humor. Como la amante de la ironía que siempre he sido, cada vez que lo releo (por completo o algunas partes, a mi antojo) disfruto con el humorismo que se despliega a lo largo de toda la novela, cambiante, a veces soterrado. Ese sentido del humor, precisamente, que me enamoró.


“El señor de los anillos”, en resumen, supuso una revelación, una catarsis que me condujo inexorablemente a la convicción de que la fantasía y yo nos pertenecíamos mutuamente. Lo curioso es que, una vez superado ese primer aturdimiento, la convicción no desapareció,, simplemente se fue adaptando con el tiempo hasta encontrar otras formas de expresión.
Gracias, John Reuben, por entrar en mi alma.

Marcas en el tronco de mi alma (y algunos arañazos en la corteza)

Están hechas de letras, de las palabras que respiro y que me alimentan, que me dan la vida y a las que también yo doy vida, y de imágenes que han ido fluyendo, y de la música que me corre por las venas.
Las vi llegar, o las oí, y las sentí entrar y acomodarse por los huecos que encontraban, y también reajustar el espacio a su alrededor para encajar de la mejor manera posible. Ahora son parte de mí como lo son el corazón y los pulmones; igual que ellos laten, respiran.

Son muchas las marcas, las palabras, las imágenes, las notas. Mi árbol no se ha formado por la superposición de círculos concéntricos sino por elipses, espirales, dibujos irregulares que se entrecruzan y entrelazan intrincadamente.
Dentro de mí hay un millar de historias recogidas, o quizá más, pero no todas dibujaron esas marcas. A estas alturas me resulta extraño desentrañar ordenadamente los nudos, así que no lo haré; después de todo, el caos también tiene su sentido.
No empezaré por el principio. Aunque la memoria no fuera caprichosa, y lo es, al resto de mí le gusta concederse caprichos de vez en cuando, como empezar por tirar de un nudo, de cualquiera, y a ver qué sale.

  
Del desorden (un caos)
nace el orden
-nace y fructifica.
De él se nutre el caos. El caos
nutre el árbol.
W. C. Williams, "Descenso"


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