A los 12 ó 13 años, las historias sobre
personajes atormentados, amores turbulentos y atmósferas sombrías te atrapan
por las vísceras, aunque en ese momento tú crees que se trata de tu tierno
corazón de sensibilidad suprema. Eso me ocurrió la primera vez que leí ‘Jane
Eyre’ de Charlotte Brontë.
Volaba por las páginas, a veces
atropelladamente, cautivada por cada nueva escena, queriendo descubrir más y
más, metida en la piel de Jane y sintiendo con todo el arrebato de la
adolescencia sus vicisitudes. Más que leerla, la padecía como si de una fiebre
se tratara, feliz en mi delirio. Asistí con ella a Lockwood, me hice amiga de
Helen y odié a los Reed con toda mi alma, lloré con cada una de sus decepciones
y me entusiasmé con sus alegrías. Con todos los vicios del lector emocional.
Quizá podría excusarme con el pretexto de la edad, pero debo reconocer que
adolezco del defecto de arrastrarme por las emociones y, en la lectura (como en
la vida), corro a veces el riesgo de perder la perspectiva crítica. Ahora soy capaz
de discernir un poco mejor y separar el juicio del sentimiento, o eso creo,
pero en aquel entonces era toda una Marianne melodramática.
Así, aquella primera lectura me llenó con la
historia, una trama que podría ser la madre de la mitad de toda esa plétora de
novelas romanticonas que brotan como setas en las zonas umbrías, algunas de
ellas venenosas en grado sumo. A veces practico el ejercicio (no necesariamente
sano) de hojear entre las páginas de una u otra, al azar, y calzar a los
personajes con los zapatos “eyreanos”.
Esa es un calco de Jane, ese tiene algo de Rochester, ese otro tiene mucho, ahí
una Blanche y, ah, ¿ésta no será prima de Grace Poole? Como los ángeles caídos
y corruptos, son legión.
Más adelante volví a él, no sé si por
recuperar la sensación de aliento desbordado o por comprobar cuál había sido su
causa. Los años me dejaron disfrutar de una lectura más reflexiva; intenté
darle nombre a las sensaciones, ordenarlas, e hice esfuerzos por analizar el
texto aunque sin mucho rigor todavía. Y formulé preguntas, también. ¿Era la
descripción de la estancia en Lockwood una crítica a esas instituciones tan en
boga por entonces? ¿Cabría comparar aquellas escenas con algunas de las
escritas por Dickens en otras obras? ¿Por qué eran tan pocos los caminos que
podía tomar una mujer en la vida y tantas las limitaciones? ¿Había, después de
tanto, un significado social en la novela y no sólo sentimental? Y la que
revelaba mi juventud todavía enardecida: ¿Cómo pudo enamorarse Jane de un
hombre como Rochester, tan mayor, tan extraño, tan poco atractivo?
Necesité otra lectura posterior, a la luz de
una edad algo más asentada, para reconfigurar mis postulados. ¿Rochester poco
atractivo, extraño, mayor? Uy, ni hablar; era interesante, misterioso y maduro
y probablemente también yo me habría enamorado… Queda claro que estaba mucho
más asentada, desde luego. Envolví todos los sentimientos con las ropas del
condicionamiento psicológico que llevaba a Jane en uno u otro sentido. A
Rochester no me molesté en razonarlo (él se razonaba solo). Por aquel entonces,
todo tenía una explicación psicológica
convincente, o eso creía hasta que dejé de creerlo.
Tardé en poner palabras a aquellas impresiones, al poder arrollador o evocador del lenguaje, a la expresividad de las descripciones, a las pinceladas cromáticas que salpicaban las páginas aquí y allá y dibujaban los ambientes, no sólo alrededor de los personajes sino alrededor de ti misma. Y, cuando lo hice, me maravillé. Esta vez de verdad. Por toda esa vida interior que le ha dado al libro, a Charlotte Brontë, la intemporalidad.