Cuando somos pequeños y todo cuanto tenemos para adquirir regalos
a los seres queridos es la imaginación, preparamos con nuestras propias manitas
una extensa serie de objetos más o menos decorativos que llenarán las
habitaciones de padres, abuelos y familiares diversos. Desde los socorridos
collares de macarrones hasta los espejos pintados que, por supuesto, qué duda
cabe, mamá tiene que colgar en su dormitorio porque no hay, ni jamás habrá,
otro espejo más bonito en el que mirarse cada mañana. La voluntariedad no tiene
límite (aunque deba estirarse con la complicidad de los profesores del colegio).
Artísticos ceniceros, llaveros, jarrones, portafotos, imanes de nevera,
marcapáginas o pañitos de petit point
que dejan a cualquier tapiz medieval a la altura del betún.
A medida que crecemos, también lo hace nuestro poder
adquisitivo, aunque solo sea gracias a pagas y ocasionales donaciones. El
dinero que no acaba invertido en nuestros pequeños caprichos (o no tan pequeños
en algunos casos, como los libros) se guarda para comprar regalos “de mayores”.
Ya empiezan los resabios y las miraditas de desdén hacia la candidez de la
primera infancia, y se quiere llegar cuanto antes a ese estado de “ser mayor”,
esa meta de la que pensamos que la independencia y libertad son el mayor
premio. Seguimos siendo cándidos, obviamente; desde la distancia las
proporciones suelen parecer engañosas. Así, viene esa otra amplia gama de
objetos comprados que nos granjearán sonrisas agradecidas y fascinadas.
Asequibles ceniceros, llaveros, portafotos, imanes de nevera, marcapáginas… o,
ya puestos, un libro, que nunca hay suficientes.
Un día llega ese momento epifánico en el que se te revela la naturaleza de los regalos, una naturaleza doble y en muchas ocasiones tramposa: hay regalos por compromiso y regalos con intención, y a veces coinciden y otras veces no. Para entonces, ya estás inmerso en esa corriente oleaginosa que marca fechas en el calendario, estándares de dedicación, márgenes de gasto y niveles de satisfacción según los casos. Intenta arrastrarte, quieras o no, y la edad adulta no te hace más fuerte ante eso. Solo te queda el recurso de buscar un huequecito donde poder plantarte, mientras la corriente te sobrepasa y sigue su curso, y pensar en la forma de rebelarte, aunque sea a pequeña escala.
Atrás quedaron los tiempos de la plastilina, el papier mâché o el bastidor de bordados… ¿pero por qué no retomarlos? Regalar algo hecho con nuestras propias manos no suele suponer un gran desembolso (algo que se agradece en estos tiempos), pero sí implica un alto grado de entrega personal (que también es de agradecer, siempre). Y se da rienda suelta a la creatividad. Ese talento para el dibujo volcado en un cuadrito que evoca recuerdos comunes o en unos recortables para niños o nostálgicos. Esa habilidad en la cocina convertida en tarros y latas llenos de confites, mermeladas o trufas que saben a diversión. Esa destreza en las manos que, “en dos patadas”, se han sacado de la bolsa de costura el gorro que será tu favorito toda la vida. La fotografía de un instante feliz, el modelado de un deseo, componer una melodía, grabar una canción, escribir un poema o una historia, engarzar collares y pulseras, decorar espejos o, ¿por qué no?, mejorar la técnica en la confección de ceniceros, llaveros, portafotos, imanes de nevera, marcapáginas, etc. Artesanía en estado puro.
Quizá no todos lo vayan a apreciar, es cierto. Eso de «el detalle (o la intención) es lo que cuenta» es solo una frase que, a menudo, se suelta en tono irónico o resignado. A la hora de la verdad, sin embargo, tú ya sabes con quién no malgastar tu tiempo y en quién la gratitud es sincera. Y, cuando el calendario marca una fecha (al margen queda el auténtico regalo que es «vi esto y pensé en ti»), te lanzas a entregar una parte de tu persona. La sonrisa al recogerlo, las palabras al valorarlo, solo eso, es también el más personal de los regalos que te gusta recibir*.