La primera versión que leí de
“Mujercitas” fue una adaptación para niños que resumía la edición original en
longitud y contenido. Recuerdo haberme sentido bastante molesta cuando me di
cuenta de ello y decidí leer otras versiones. No sé cuántas habría en la
biblioteca de mi barrio, pero las leí una tras otra y, finalmente, decidí que
no había tanta diferencia, aunque cada una abreviaba o elidía las escenas un
poco a capricho. El efecto final era más o menos el mismo, pero los pasos hasta
llegar a él no tanto.
Así descubrí dos cosas: la sistemática
interpretación de los libros que se destinaban a los niños y la importancia de
la labor de editores y traductores a la hora de volcar lo escrito en otro
idioma al nuestro. No fue la primera vez que me entretuve en comparar ediciones
para sorprenderme y, a veces, rezongar.
Fuera como fuera, la lectura me había conquistado.
Durante una época, me convertí en lectora reiterada de Louisa May Alcott (sólo
años más tarde pude definir mis costumbres lectoras como compulsivas), que
compartió el panteón de mis ídolos infantiles con Salgari, Verne y Blyton con
la misma desmesura. Adoré a la señora March, deseé darle una patada en la
espinilla a Amy, ansié ser como Jo… Creo que la mayoría de las niñas queríamos
ser como Jo. Expresar su rebeldía con el mismo desparpajo, vivir ese entusiasmo
y, muchas de nosotras, además, escribir. La imagen de Jo concentrada en su rincón,
comiendo una manzana mientras leía o escribía como si el mundo a su alrededor
no existiera nos hacía identificarnos con ella. Esa libertad de espíritu era
admirable. Por eso odiamos al señor Bhaer cuando la atrajo hacia una vida
convencional, alejada de todos esos sueños que nos llenaban la cabeza. Era la
Jo ambiciosa y arrojada la que se quedó guardadita en el corazón, una compañera
muy íntima durante muchos años.
El año 2004 nos trajo un regalo
editorial: la versión completa y sin censurar de “Mujercitas”, tal como la dio
por terminada Alcott antes de que sus editores la podaran para convertirla en
una historia que se ajustara “al gusto del público femenino de entonces”, según
cuenta la traductora Gloria Méndez en el prólogo a esta nueva edición. Confieso
que no me hice con ella en el momento; en realidad tardé un poco más, dos o
tres años, y adquirí la edición de bolsillo. Tampoco me lancé sobre ella de
inmediato sino que esperé, esperé tanto que hasta estas últimas navidades no me
puse con ella. Y ahora me alegro de haberlo hecho, de haber recuperado la vida
de las hermanas March, sus alegrías y sus tristezas, y haberlo hecho con mayor
profundidad que entonces gracias a la integridad del texto y a los años
transcurridos, que me han dado una perspectiva más amplia.
No
puedo decir que me haya seducido como entonces, porque mentiría. A menudo tenía
que contextualizar la lectura en la época en que se escribió, en las
circunstancias personales de la autora, para evitar el chirriar del didactismo
religioso y moral que recorre las páginas. Sin embargo gana el aliento alegre
que lo acompaña, el humorismo de algunas aventuras y la crítica (moderada)
social que, de tanto en tanto, se va dejando caer. Y ha vuelto a ser un placer.