No hace falta que lo jures. Te he visto
pegada a tu libro como si el resto del mundo no existiera. En el autobús y en
el vagón del metro, en los pasillos de conexión, en las escaleras mecánicas,
caminando por la calle hasta llegar a la puerta del trabajo e, incluso, pasar
la tarjeta para fichar la entrada con una mano mientras la otra sigue
sosteniendo el libro, porque no puedes apartar la vista justo ahora, a mitad de
un párrafo tan interesante. Me sonrío, pero te comprendo porque a mí me
pasa lo mismo. Cuando estás engullida por la historia hasta tal punto que salir
de ella te cuesta esfuerzo, podrías leer sentada en la punta de un pináculo de
la catedral de Burgos sin pensar en el abrazo del frío, hasta convertirte en
una gárgola.
Entre los mitos del Hollywood de antaño se
contaba uno según el cual W.C. Fields, el viejo cómico, hacía honor a las
siglas de su nombre teniendo la biblioteca en el cuarto de baño. No sé hasta
qué punto será cierta la leyenda, pero sí es cierto que mucha gente tiene, al
menos, un revistero allí colocado, provisto de material suficiente para
procurar distracción durante ciertos íntimos momentos. Y no me refiero al
alimento de la libido autocomplaciente. Aunque pocos lo confiesan, muchos
entretienen el estreñimiento con lecturas evasivas. Tengo una amiga que guarda
siempre un libro allí para los ratos de auténtica soledad (es el único lugar
donde los niños dejan de ser un apéndice a mí pegado, reconoce con ligero aire
de culpabilidad). Y otra a quien le encanta relajarse en la bañera llena de
agua cálida y espumosa hasta las axilas, con la espalda recostada como en una
tumbona, escuchando música suave, un libro entre las manos y una copa de vino
en el taburete junto al borde. Esa sola imagen ya me hace relajarme a mí
también. Es la versión adulta del libro impermeable y los patitos de un bebé.
Habituales son las terrazas, las de las
cafeterías o la de tu casa, los porches y las balconadas. El banco en el
parque, la manta en el campo y la toalla en la playa. Junto a un río
refrescante, bajo la sombra de un árbol o balanceándote en un columpio. Esa
esquina del cruce mientras esperas a alguien que se retrasa (qué rabia si no
llevas un libro que ayude a atenuar la impaciencia). La cafetería donde ya te
conocen y te sirven tu café en vaso, largo de leche, de siempre y, cuando
levantas la mirada para agradecerlo, el camarero te guiña un ojo diciéndote: “Ese
te va a durar un suspiro”. Porque ya sabe que esa delgadez del lomo no es rival
para ti. Y más de un volumen de tu biblioteca particular guarda las huellas, en
sus páginas, de haber compartido contigo la comida.
No queda nada bien ir de acompañante en el
coche y leer mientras el conductor no despega los ojos de la carretera, aunque
ganas no te falten. Así que aprovechas la parada de repostaje en la gasolinera
para sacar el libro de la guantera y aprovechar esos míseros minutos para
adelantar página y media, como un morfinómano con el mono, y sonríes vergonzosamente
a tu compañero cuando vuelve al coche y te ves obligada, por tu conciencia
culpable, a cerrar de nuevo el libro.
Tampoco es responsable la lectura en el
puesto de trabajo. ¡Pero cuánto irresponsable anda suelto! Otra de mis amigas
se llevó más de un rapapolvo por tener la novela de turno debajo de los
papelotes repartidos por la mesa. Abierta. Otro sistema que he visto es guardarla
en el cajón de la mesita auxiliar y abrirlo disimuladamente, como un estudiante
copiando en un examen. Con más desfachatez, algunos la abren sobre la mesa
vacía, apartando un poco el teclado o usándolo a modo de atril. El descaro es
tan arrollador que hay jefes que ni se atreven a interrumpirles el impúdico
momento.
Se puede leer mientras se vacía el
lavaplatos. Ni lo dudes. Mientras puedas sostener el libro con una sola mano
tienes libre la otra para coger platos y vasos y colocarlos en la alacena, sin
problema ninguno. Puedes verte en la necesidad de depositarlo en la encimera
para coger con ambas manos una cazuela algo más pesada, pero mantenlo abierto
y, aun así, algo pillarás. Supongo que leer y tender al mismo tiempo es más
difícil, eso no lo he probado. Ni leer y planchar. Ahí seguro que me quemaría
el dedo. (Inciso: ¿alguien sabe quién inventó el planchado? Si no estuviera ya
muerto, yo volvería a matarlo.)
Hace años cogí el gusto de leer sentada en un
banco en un paseo frente al mar. Al otro lado del muro que me guardaba las
espaldas, había un campo de golf y el resto del paseo discurría sobre una cala
tranquila. El sonido de las olas acompañaba las palabras y, de tanto en tanto,
descansaba las pupilas con la vista del horizonte oscilante. Era todo un
placer. Hasta que, un día, una pelota de golf huyó de su recinto y, en un
impulso suicida, sobrevoló mi cabeza para precipitarse acantilado abajo. Huelga
decir que el susto acabó con la sensación placentera. No regresé.
He visto leer en una barca, los remos sujetos
a la borda, a veces junto con una caña de pescar, y mientras la brisa marina besa
las hojas del libro. Uno ha de sentirse como un bebé en una cuna, imagino;
desearía probarlo. Más resguardada es la lectura de cabina, o de camarote, pero
tampoco forma parte de mi bagaje. Mi experiencia marinera es prácticamente
nula, salvo contados paseos en lanchas playeras.
Leer en la cama es normal, si bien lo lógico
es hacerlo por encima de las sábanas. Ocultarse debajo, una vez apagada la luz
por orden parental expresa, armados con una linterna que alumbre ese tesoro de
palabras… eso, también. ¿Quién no ha tenido que hacerlo, al menos hasta que uno
de tus exasperados progenitores acudiera, llevado por su superior presciencia,
a arrancarte también ese último recurso?
Escondida en el hueco bajo la escalera, en el
armario trastero, en ese rincón tras la columna del garaje donde sólo el gato
se acerca. Sentada en el alféizar de la ventana, en el pretil de una baranda,
en el último escalón junto al altillo. Hecha un nudo en el sillón favorito de
tu casa o, tiesa, en la más incómoda silla de tu abuela. Tanto da. Cualquier
lugar es bueno cuando sabes que vas a disfrutar.
Habrá rincones insospechados que no alcanzo a
imaginar. Igual tú los conoces. ¿Por qué no te acercas un poco y me los
cuentas?