Leer es un vicio solitario que se puede compartir.

Tengo otros pero suenan menos adecuados.

Empezar de cero

A veces necesitamos cambiar algo en nuestras vidas, a veces es la vida quien nos obliga a hacerlo. Dejar atrás costumbres y errores para cambiarlos por otras costumbres y también otros errores. O simplemente hacemos recuento de propósitos y objetivos sin cumplir y pretendemos, entonces, reiniciar la partida con nuevas reglas.

Es imposible: el juego no funciona así. No podemos cambiar las reglas de pronto y dar la vuelta al tablero, e ignorar que eso afectará a todo lo ya ocurrido o por ocurrir.

No. Ya no somos una tabula rasa, un papel en blanco que se pueda volver a rellenar. Esta hoja no se rompe sin más.

Todo forma parte de nosotros. Todo lo que hemos dicho y hecho, lo que hemos sentido y pensado, incluso lo que hemos desechado permanece. Los aciertos y los fallos nos han marcado y construido; no se pueden arrancar de raíz. Ni siquiera una repentina amnesia podría anular lo que hemos sido, las huellas que hemos dejado, aunque no logremos recordarlo.

Somos un palimpsesto que se ha cubierto una y otra vez de líneas, puntos y colores. No se pueden borrar completamente. Siempre quedará el rastro de otra silueta ahí debajo.


Una mujer fuma

A las siete de la mañana, sentada en la terraza sombría de la cafetería del pasadizo, sola y encerrada en sí misma como una mónada, una mujer fuma.

Aspira el humo del cigarrillo con tal intensidad que parece hincharse con él. Como si necesitara llenarse de algo cálido, por muy evanescente que sea.

Ojos grandes, algo hundidos, y en las marcadas ojeras un rastro de rímel o de khol, que parecen decir a gritos que no ha dormido, que quizá ni siquiera ha pasado por su casa. El desaliño se extiende al desorden del pelo oscuro, recogido en una coleta sin mucho garbo. La cazadora abierta pese al frío matutino. Y esa expresión de que nada le importa, solo el acto de estar fumando, de esa única conciencia momentánea de existir por sí misma. 

El impulso de recomendar

Dar consejos es algo que, como poco, me incomoda, cuando no lo detesto abiertamente, a pesar de las veces en que no me ha quedado otro remedio que tirar de experiencia o perspectiva para orientar a alguien en un determinado momento. Con esta habilidad mía para perderme en mi propia habitación, arrogarme la potestad de discernir lo que es beneficioso o necesario para el prójimo tendría delito. No soy madre, ni profesora, ni psicóloga, ni siquiera soy guardia urbano para poder indicar el camino correcto o la próxima salida (aunque me las apaño muy bien para organizar el caos, quizá algo de guardia urbano sí tengo).

Sí me gustan las recomendaciones, aunque parezca un contrasentido, sobre todo si son de doble dirección. Los sinónimos no son absolutos y entre “recomendar” y “aconsejar” hay matices de diferencia, por mucho que en el diccionario un verbo te lleve a otro. No hay más que deslizarse hacia los sustantivos para ir captando las distinciones. El consejo parece llevar implícita la intención de conducir o, al menos, condicionar. La recomendación no pretende tanto convencer como presentar, eso sí, a través del elogio. Ahí entro yo: lo de elogiar y presentar me pierde.

A veces, me dan arrebatos. Esto suena a confesión muy seria pero no lo es tanto: no son arrebatos graves. No me da por atizar mamporros ni por arrojarme por un puente al Manzanares (esto último, además, tendría bastantes dificultades). Más bien son ataques de entusiasmo arrollador o, al contrario, de profunda frustración (o decepción, según los casos). Y pobre de quien se acerque durante esos momentos, a veces incluso días. A lo que yo hago, mi madre lo llama «dar la turra hasta la extenuación».

Cuando algo me ha impactado, maravillado u horrorizado, me urge expresarlo sea como sea. En persona, por teléfono, por correo; en la mesa de una cafetería, en el pasillo de la oficina y hasta en la cama (sin sonrisillas, por favor). Compartirlo es una necesidad. Esa persona, ese libro, esa canción, esa obra de teatro, ese restaurante… Los demás deberían tener la oportunidad de disfrutar de esa sonrisa, esas palabras, esa melodía, esa magia, esa comida. O de no acabar a la gresca, desprevenidos, o con una crisis intestinal.

Todo esto es en confianza, claro está, con los límites que marca ese tipo de relación en la que el interlocutor puede sacarse un bozal del bolsillo sin el menor reparo por ambas partes. Fuera de ese círculo de suprema paciencia, intento contener el impulso y, salvo raras excepciones, lo consigo. De vez en cuando me descuelgo con algún comentario al otro lado de la barrera: a algún conocido incauto o en el mundo virtual. O lo escribo y acaba aquí. Dejar de leer no es tan brusco como hacerme callar.

Recomendar es un arte, en realidad, y no este loco afán por compartir que padezco. Para recomendar con acierto hay que saber ponerse en el lugar del otro, como al hacer un regalo, y en cierto modo es una especie de regalo el querer proporcionar un placer como el tuyo. Sin excesos ni alharacas, elegantemente (eso tengo que practicarlo).

Después, sea la recomendación impetuosa o comedida, llega ese momento de sentirte satisfecha… si has acertado, claro. Solo si has acertado.

Notas de cata: Maeve Brennan, John Williams, Orhan Pamuk, Amalia Álvarez San Pedro.

Estoy saboreando las lecturas con calma. No es tanto cuestión de tiempo disponible como de la forma de encogerlo y estirarlo para ver más allá, o a través, de él. Leo, releo, vuelvo a leer. Me extiendo en un pasaje, regreso a otro, intercalo páginas de otra lectura. Sin remordimiento alguno. Solo me recreo en el intenso placer. En las texturas suaves y en las crujientes, en el relleno dulce o en el punto picante. Me lo guardo un rato en la punta de la lengua, otro largo rato en el fondo del paladar. Esa frase tan críptica y, a la vez, con tanto significado. Ese párrafo oscuro. Esa estructura que te atrapa en su interior. La imagen evocadora de un mito. Incluso una simple, una sola palabra puede captar mi atención y entretenerme.
Así, un mes entero se resume en cuatro libros, una decena de relatos sueltos (comentados en las dos últimas jornadas de mi vuelta al año en cuentos) y algún ensayo o fragmento intercalado. Disfrutando del momento.

CRÓNICAS DE NUEVA YORK. Maeve Brennan.

Me he enamorado. Otra vez. Esta promiscuidad literaria es un tormento que me lleva de arrebato en arrebato. Solo leer la introducción de Isabel Núñez ya prometía, aun sin entrar en sus textos. ¿Que pudo ser la inspiradora del personaje de Holly Golighly? Ooooh… La zambullida en estas crónicas urbanas fue de cabeza y con los ojos muy abiertos, y mereció la pena con creces.
Las cincuenta y seis piezas que recoge el libro son otras tantas columnas que Brennan escribió para el New Yorker, en la sección The Talk of the Town, entre 1953 y 1968 (excepto las nueve últimas, posteriores). Columnas que recrean escenas de la calle con una plasticidad a veces deslumbrante, y es que, sin ser cuentos, se leen como relatos impresionistas de la vida neoyorkina de la época. Esa línea que cruza la sofisticación hacia la extravagancia en un viaje de ida y vuelta, hasta mezclarlas de tal forma que no se pueden distinguir. Aquí un brote de lo sórdido, ahora un destello de luz cálida, más tarde una sonrisa irónica y un toque enternecedor. Un combinado de elegancia y agudeza para tomar en pequeños tragos: qué otra cosa, un “Manhattan”.

Para maridar con: quienes gusten de mirar el mundo con ojos curiosos y saborear lo cotidiano.

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