Leer es un vicio solitario que se puede compartir.

Tengo otros pero suenan menos adecuados.

Vuelta al año en 52 (o más) cuentos: Arna Bontemps, Sherwood Anderson, Thomas Mann, James Joyce, Ivan Bunin, Saul Bellow.

Jornadas XLIII - XLVIII: Un tiempo para la tristeza
Hay un tiempo para cada acción bajo el cielo, se dice en el Eclesiastés; un tiempo para nacer y un tiempo para morir, un tiempo para sembrar y un tiempo para arrancar lo plantado, un tiempo para la guerra y un tiempo para la paz (y, de no ser así, probablemente nos aburriría seguir el curso de una existencia trazada con tiralíneas). También la tristeza tiene su momento, además de un armario lleno de trajes que ponerse cada vez que nos viene a visitar. A veces se viste de un negro tan profundo que se confunde con los ojos abismales de la noche, pero otras deja entreabrirse el abrigo y nos enseña las rodillas, que no son tan huesudas como esperábamos.
La vejez la cubre con un sayo largo, oscuro y denso que pesa como diciembre en los huesos. Así es la tristeza que cargan Jeff y Jennie Patton, la anciana pareja cuya impotencia ante las circunstancias les lleva a vivir “Una tragedia estival”.

Más liviano es el corto gabán que se pone para acompañar al joven George Willard el día en que emprende “La marcha” a la ciudad, y se tiñe del pálido azul de la nostalgia al alejarse de Winnesburg, en Ohio,  y de la infancia.
“Tobías Mindernickel” se la calza como si de un par de botas se tratara, de las de piel endurecida y suela tan gruesa que la huella dejada al pisar tarda en borrarse del barro, por húmedo que esté, dejándola maltrecha por el continuo roce.
Para ver en Dublín a Chico Chandler coge impermeable y paraguas, porque hay “Una nubecilla” que se va transformando en tormenta y una de esas caladuras son difíciles de secar, una vez atraviesan la piel y empiezan a ahogar por dentro.
Aparenta una despreocupada elegancia en su viaje con “El caballero de San Francisco”, ligera de equipaje como si no quisiera hacerse notar, aunque va apretando el paso y la presión de su brazo en el del compañero.
Con Hattie se quita el sombrero y bebe, y baila descalza y bebe, y se sienta en el suelo y bebe; e intenta no beber mientras se desnudan los recuerdos y se acuestan con ellos, antes de tener que “Irse de la casa amarilla”.
Cuando va de visita, la tristeza no siempre toca el timbre y, si no somos precavidos, se nos puede colar sin llamar. Estás trasteando en la puerta, jugando con el pasador del cerrojo mientras piensas en fijarlo, y una mano intempestiva te toca el hombro para avisarte de su presencia a tu espalda. Es así de traicionera. Y sabes que no queda otro remedio que sacar el servicio de té para compartir ese rato de la forma más amistosa posible, confiando en que, ese día, no tarde mucho en despedirse.
***
Esta parada y fonda de las últimas jornadas, de tan sintético recuento, se debe a la “Antología del cuento triste” seleccionada por Augusto Monterroso y Bárbara Jacobs y publicada por Alfaguara en 1990.  
Son veinticuatro historias en las que la tristeza respira, más o menos encapsulada, más o menos hiriente, siempre con intensidad. Cuando empecé a releerlo, no muy segura de cuáles escogería, no pude parar. Estos seis cuentos pertenecen a autores en los que todavía no me había detenido en este viaje, pero recomiendo leerlos todos. Los amantes de lo breve y lo bueno no os arrepentiréis.
Una tragedia estival, de Arna Bontemps, traducido por Margarita Cavándoli.
La marcha, de Sherwood Anderson, traducido por A. Ros.
Tobías Mindernickel, de Thomas Mann, traducido por J. Fontcuberta.
Una nubecilla, de James Joyce, traducido por Guillermo Cabrera Infante.
El caballero de San Francisco, de Ivan Bunin, traducido por Ida Gorodezki.
Irse de la casa amarilla, de Saul Bellow, traducido por Rafael Vázquez Zamora.

Entre los demás cuentos (hasta un total de veinticuatro), encontraréis a escritores como Herman Melville, “Clarín”, Katherine Mansfield, William Faulkner, Dorothy Parker, Juan Rulfo o Grace Paley. Ahí es nada. 

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