Leer es un vicio solitario que se puede compartir.

Tengo otros pero suenan menos adecuados.

Fin de viaje

Llegada a puerto.
Dejando atrás los vientos favorables, la calma chicha y las peores tempestades, una vez completadas las escalas previstas en la hoja de ruta, la travesía llega a su fin. Ha sido un viaje enriquecedor, a través de varios parajes revisitados desde otras perspectivas y de otros aún desconocidos que aguardaban la visita. Un viaje a veces accidentado, aunque la nave logró sortear los obstáculos y seguir adelante, más o menos intacta. Un viaje cansado, también, el de este año lleno de pequeños hitos que, a lo largo del recorrido, se han ido alcanzando con satisfacción. Un viaje intenso, completo, como han de ser los viajes. Llegas a puerto, arrojas el petate y vas a repantigarte en ese viejo banco de madera en la taberna, desgastado y duro pero ya acomodado a ti. Y una vez en tu rincón, comienzas a dar cuenta de tus aventuras, mientras los engranajes al fondo de tu pensamiento ya están maquinando la próxima expedición.
Dice el cuaderno de bitácora que, en las últimas etapas, te adentraste en el territorio del invierno… Eso dice pero, si no fuera porque las coordenadas lo atestiguan, no lo creerías. Esas tierras invernales estaban llenas de apacibles terracitas donde refrescar el gaznate bajo un sol amable. Has paseado por avenidas tranquilas y visto flirtear a las parejas con rubores primaverales (y algunos otoñales), meriendas sobre el césped, bailes en los jardines, alharacas y risas de ánimo festivo… No ha sido el más crudo de los inviernos, no.

El más personal de los regalos

Cuando somos pequeños y todo cuanto tenemos para adquirir regalos a los seres queridos es la imaginación, preparamos con nuestras propias manitas una extensa serie de objetos más o menos decorativos que llenarán las habitaciones de padres, abuelos y familiares diversos. Desde los socorridos collares de macarrones hasta los espejos pintados que, por supuesto, qué duda cabe, mamá tiene que colgar en su dormitorio porque no hay, ni jamás habrá, otro espejo más bonito en el que mirarse cada mañana. La voluntariedad no tiene límite (aunque deba estirarse con la complicidad de los profesores del colegio). Artísticos ceniceros, llaveros, jarrones, portafotos, imanes de nevera, marcapáginas o pañitos de petit point que dejan a cualquier tapiz medieval a la altura del betún.  

A medida que crecemos, también lo hace nuestro poder adquisitivo, aunque solo sea gracias a pagas y ocasionales donaciones. El dinero que no acaba invertido en nuestros pequeños caprichos (o no tan pequeños en algunos casos, como los libros) se guarda para comprar regalos “de mayores”. Ya empiezan los resabios y las miraditas de desdén hacia la candidez de la primera infancia, y se quiere llegar cuanto antes a ese estado de “ser mayor”, esa meta de la que pensamos que la independencia y libertad son el mayor premio. Seguimos siendo cándidos, obviamente; desde la distancia las proporciones suelen parecer engañosas. Así, viene esa otra amplia gama de objetos comprados que nos granjearán sonrisas agradecidas y fascinadas. Asequibles ceniceros, llaveros, portafotos, imanes de nevera, marcapáginas… o, ya puestos, un libro, que nunca hay suficientes.

Un día llega ese momento epifánico en el que se te revela la naturaleza de los regalos, una naturaleza doble y en muchas ocasiones tramposa: hay regalos por compromiso y regalos con intención, y a veces coinciden y otras veces no. Para entonces, ya estás inmerso en esa corriente oleaginosa que marca fechas en el calendario, estándares de dedicación, márgenes de gasto y niveles de satisfacción según los casos. Intenta arrastrarte, quieras o no, y la edad adulta no te hace más fuerte ante eso. Solo te queda el recurso de buscar un huequecito donde poder plantarte, mientras la corriente te sobrepasa y sigue su curso, y pensar en la forma de rebelarte, aunque sea a pequeña escala.

Atrás quedaron los tiempos de la plastilina, el papier mâché o el bastidor de bordados… ¿pero por qué no retomarlos? Regalar algo hecho con nuestras propias manos no suele suponer un gran desembolso (algo que se agradece en estos tiempos), pero sí implica un alto grado de entrega personal (que también es de agradecer, siempre). Y se da rienda suelta a la creatividad. Ese talento para el dibujo volcado en un cuadrito que evoca recuerdos comunes o en unos recortables para niños o nostálgicos. Esa habilidad en la cocina convertida en tarros y latas llenos de confites, mermeladas o trufas que saben a diversión. Esa destreza en las manos que, “en dos patadas”, se han sacado de la bolsa de costura el gorro que será tu favorito toda la vida. La fotografía de un instante feliz, el modelado de un deseo, componer una melodía, grabar una canción, escribir un poema o una historia, engarzar collares y pulseras, decorar espejos o, ¿por qué no?, mejorar la técnica en la confección de ceniceros, llaveros, portafotos, imanes de nevera, marcapáginas, etc. Artesanía en estado puro.   
  
Quizá no todos lo vayan a apreciar, es cierto. Eso de «el detalle (o la intención) es lo que cuenta» es solo una frase que, a menudo, se suelta en tono irónico o resignado. A la hora de la verdad, sin embargo, tú ya sabes con quién no malgastar tu tiempo y en quién la gratitud es sincera. Y, cuando el calendario marca una fecha (al margen queda el auténtico regalo que es «vi esto y pensé en ti»), te lanzas a entregar una parte de tu persona. La sonrisa al recogerlo, las palabras al valorarlo, solo eso, es también el más personal de los regalos que te gusta recibir*.

Vuelta al año en 52 (o más) cuentos: Arna Bontemps, Sherwood Anderson, Thomas Mann, James Joyce, Ivan Bunin, Saul Bellow.

Jornadas XLIII - XLVIII: Un tiempo para la tristeza
Hay un tiempo para cada acción bajo el cielo, se dice en el Eclesiastés; un tiempo para nacer y un tiempo para morir, un tiempo para sembrar y un tiempo para arrancar lo plantado, un tiempo para la guerra y un tiempo para la paz (y, de no ser así, probablemente nos aburriría seguir el curso de una existencia trazada con tiralíneas). También la tristeza tiene su momento, además de un armario lleno de trajes que ponerse cada vez que nos viene a visitar. A veces se viste de un negro tan profundo que se confunde con los ojos abismales de la noche, pero otras deja entreabrirse el abrigo y nos enseña las rodillas, que no son tan huesudas como esperábamos.
La vejez la cubre con un sayo largo, oscuro y denso que pesa como diciembre en los huesos. Así es la tristeza que cargan Jeff y Jennie Patton, la anciana pareja cuya impotencia ante las circunstancias les lleva a vivir “Una tragedia estival”.

Más liviano es el corto gabán que se pone para acompañar al joven George Willard el día en que emprende “La marcha” a la ciudad, y se tiñe del pálido azul de la nostalgia al alejarse de Winnesburg, en Ohio,  y de la infancia.
“Tobías Mindernickel” se la calza como si de un par de botas se tratara, de las de piel endurecida y suela tan gruesa que la huella dejada al pisar tarda en borrarse del barro, por húmedo que esté, dejándola maltrecha por el continuo roce.
Para ver en Dublín a Chico Chandler coge impermeable y paraguas, porque hay “Una nubecilla” que se va transformando en tormenta y una de esas caladuras son difíciles de secar, una vez atraviesan la piel y empiezan a ahogar por dentro.
Aparenta una despreocupada elegancia en su viaje con “El caballero de San Francisco”, ligera de equipaje como si no quisiera hacerse notar, aunque va apretando el paso y la presión de su brazo en el del compañero.
Con Hattie se quita el sombrero y bebe, y baila descalza y bebe, y se sienta en el suelo y bebe; e intenta no beber mientras se desnudan los recuerdos y se acuestan con ellos, antes de tener que “Irse de la casa amarilla”.
Cuando va de visita, la tristeza no siempre toca el timbre y, si no somos precavidos, se nos puede colar sin llamar. Estás trasteando en la puerta, jugando con el pasador del cerrojo mientras piensas en fijarlo, y una mano intempestiva te toca el hombro para avisarte de su presencia a tu espalda. Es así de traicionera. Y sabes que no queda otro remedio que sacar el servicio de té para compartir ese rato de la forma más amistosa posible, confiando en que, ese día, no tarde mucho en despedirse.

Notas de cata: Philip Larkin, Ana Mª Matute, Mingote, Raymond Queneau, Petra Hartlieb.

Noviembre ha sido el mes de las librerías, no solo porque el día 13 se celebrara el Día de las Librerías, sino porque por mis manos han pasado varias historias relacionadas con ellas. Desde los relatos contenidos en la antología “La librería a la vuelta de la esquina”, de la que os hablé al comenzar el mes, hasta las refrescantes confesiones de Petra Hartlieb en “Mi maravillosa librería”, que sirvieron para cerrarlo entre sonrisas (gracias, Rusta, por la recomendación). Entre medias, y dejando a un lado esas lecturas entrecortadas y dispersas que voy tomando y dejando según el humor que tenga, cuatro piezas que, a pesar de lo diferentes, han combinado a la perfección.

UNA CHICA EN INVIERNO. Philip Larkin.


Hay una guerra y, en Londres, nieva. Es el invierno de las esperanzas, frías y agotadas. Quizás un recuerdo veraniego de juventud pueda iluminar el desánimo. De algún modo, en algún momento. Quizás.

Caminar de puntillas, con la suavidad de la nieve que comienza a caer, y sin embargo dejar las marcas de las pisadas en medio del blanco, que en realidad nunca ha sido inmaculado. Una bailarina interpretando su ballet. Delicada, silenciosa, armónica; enérgica, elocuente y calculada. La intensidad estética se basa en la precisión. La matemática de la música en la punta de los dedos y explota la magia. Es arte. Es belleza. Es “Una chica en invierno”.

Para maridar con: quienes deseen paladear buenas historias bien contadas.

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