Leer es un vicio solitario que se puede compartir.

Tengo otros pero suenan menos adecuados.

Carta de ajuste


Decía una antigua compañera, cuando quería dar explicación a algún desaguisado: «Esto es el resultado de un cúmulo de circunstancias», y en más de una ocasión dejó desarmado a su interlocutor con esta excusa que, a la postre, era una realidad indiscutible.

Pues esto ha pasado aquí: un cúmulo de circunstancias, algunas detestablemente incontrolables, que han obligado a este rinconcito a dejar cerrada su puerta durante un lapso que, cree su anfitriona, está cercano a terminar. Si no surgen imprevistos, en septiembre retomará el ritmo habitual (o sea, lento y un poco caótico, pero es el suyo).

Aprovechad este fin de agosto, que no del verano,
con todo el placer que podáis acopiar.

Vacaciones y distracción

Ajá, exacto, aún estoy perdida y… No, en realidad espero no estar perdida sino iniciando el regreso de mi escapada francesa. Si no ha habido imprevistos, estaré dirigiéndome a Biarritz y con ganas de volver a pasear por sus calles, tomar algo en una de sus terrazas y, esta vez, recordar la novela de José C. Vales que me hizo revisitarla en la imaginación. Sea como sea, sigo de vacaciones.

Todo llega, sobre todo el final de los placeres, pero tendrá que ocurrir una hecatombe a nivel planetario para que deje a un lado estos días de descanso, ocio y familia, así que aún tardaré unos días en reanudar mis tareas. Mientras, seguiré teniendo a mano algún libro que leer, escenarios por mirar e imaginación para soñar.



Y vuestro verano, ¿cómo va?

Vacaciones y desconexión.

Sí, estoy de vacaciones y, además, desconectada la mayor parte del tiempo. Es lo que tiene depender de la wifi de un hotel y tener que pasar casi todo el día disfrutando del sol, de excursiones o salidas en barco, de paseos y terrazas… es decir, de relajarse y disfrutar del entorno y la familia. Un sufrimiento en toda regla, vamos. Imaginadme, pues, llorando a lágrima viva mientras recorro la costa atlántica entre Santander y La Rochelle. Un horror.  

Salvo que se me haya terminado de derretir la neurona (y podría estar pasando), también estaré aprovechando para leer alguno de los libros reservados para estas semanas. Por ejemplo, “Un verano con Montaigne” de Antoine Compaignon, por el que sentía curiosidad hace tiempo y pensé que nunca mejor que ahora, que es verano y pasaré por Burdeos. También me acompañará “Enterrado en vida” de Arnold Bennet, que me recomendó Mónica Serendipia, y seguro que algo más caerá por el camino. Siempre hay librerías que te asaltan por la espalda, ferias, mercadillos y otras canalladas que una bibliomaníaca no consigue eludir.





Disfrutad de este agosto, sobre todo si estáis de vacaciones.

Notas de cata: Truman Capote, Millicent Dillon, Jorge Edwards, Sonia Escolano, William Ospina, David Sedaris, Enrique Vila-Matas.

Recuperar antiguas lecturas, esos autores olvidados, se está convirtiendo en tónica recurrente en estos últimos tiempos pero no analizaré las razones del sentimiento, incluso sentimentalismo, nostálgico que implica esto. Digamos solamente que mi viaje por el territorio de los cuentos ayuda a ello. Fruto de esta intensa actividad del plumero al desempolvar tantas páginas de desigual memoria han regresado, con gran placer, viejos buenos momentos. Ahí están, por ejemplo, Machado de Assis o Jane Bowles. Ésta, además, me ha hecho recorrer de nuevo buena parte de su recuerdo. Del primero, sé que volveré a él a no mucho tardar; se lo debo.

Mientras tanto, esto ha sido lo saboreado en este julio pegajoso:

RETRATOS. Truman Capote.

La mano de Jane Bowles, amiga del escritor y una de las “retratadas” me llevó de nuevo a este pequeño libro que reúne varias semblanzas de personajes del mundo artístico de la época. Algunas de ellas se han hecho célebres, como el largo y revelador encuentro con Marlon Brando (que le granjeó la enemistad con éste) o el relato de la “adorable criatura” Marilyn Monroe, quizá más por la fama de las figuras que por los méritos de Capote, que los tiene.

Me gusta el modo en que traza los perfiles, haciéndolos visibles con sus propias palabras, con la elocuencia de una escena o un recuerdo. Me gusta la aguda brevedad de los apuntes de la parte final, escritos para fotografías de Avedon (que estaría bien disfrutar). Me gusta su manera de acercarse a lo que cuenta, con un toque de intimidad y, a veces, algo de chismorreo. Me gusta ver desde su ángulo esas esquinitas mordidas del éxito, con su patetismo y su  oscuridad. Llamadme morbosa, pero lo prefiero al lado rosa e irreal.

Para maridar con: lectores curiosos, indagadores y un poco mitómanos.

Elocuencia silenciosa

El escenario es escueto: dos mesas y cuatro sillas en una esquina de la terraza de un restaurante. Apenas amortiguado por la sombra, el calor espesa el aire comprendido entre los paneles y el toldo que delimitan el espacio. Es de esos días en los que estar en la calle parece un acto de temeridad.

La primera pareja lleva un rato allí. Son jóvenes y rubios, con aire vagamente sajón, y se miran de tanto en tanto con la complicidad de los niños que juegan. Entre ambos, una botella de vino rosado se refresca en un cubo con hielos. Se intercambian pocas palabras y, cuando lo hacen, es en voz baja. Las manos que se buscan por encima de la mesa y los pies que se tantean por debajo dicen mucho más. Comparten los platos, saborean cada bocado, siguen mirándose como si les faltara el tiempo.

En la otra mesa, el contrapunto. Treinta y tantos, morenos, delgados. Primero llegó ella, que sacó el móvil en cuanto se sentó y empezó a teclear como sin ganas. Luego apareció él, en la mano un libro que abrió después de acomodarse en la silla. Ella juega, él lee. Cada uno pide lo suyo, evitando cruzarse las miradas, las palabras, hurtándose cualquier clase de contacto. El camarero trae las bebidas y el da un sorbo a su cerveza sin levantar la vista del libro. Cuando llega la comida, ella apenas toca la ensalada pero desliza el tenedor vacío por el plato, chirriante.

La pareja más joven termina antes, aunque se demora en un pequeño brindis y el roce de un beso. Piden la cuenta con una sonrisa, se marchan cogidos de la mano bajo el picante sol de la sobremesa.

Tengo que irme antes de que acaben los otros y me pregunto si pagarán la cuenta por separado. Los imagino levantarse y echar a andar con un espacio entre ambos cada vez más ancho, ese silencio inmenso previo a la fractura y el desmoronamiento. 


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