Leer es un vicio solitario que se puede compartir.

Tengo otros pero suenan menos adecuados.

Vuelta al año en 52 (o más) cuentos: Katherine Anne Porter.

Jornada XX: Cruzando fronteras

Al sur de una frontera geográfica de la literatura, la norteamericana, hace un siglo surgió una corriente de escritores que, por encima del localismo de la ambientación de sus historias, relataron con maestría la condición humana que trasciende los límites de la geografía, la época o la raza que le dieron ese brillo especial que los caracteriza. Ante la mención de la literatura sureña siempre recordamos a Faulkner, Capote o ese fenómeno que fue Harper Lee, célebre por una única (hasta ahora) y maravillosa novela. Después, probablemente, ya vienen a la mente Ellas, las cuatro damas del sur: McCullers, O’Connor, Welty y Porter.

La mirada de Katherine Anne Porter sobre la realidad tiene filo, un filo que la abre en cortes pequeños para ver lo que hay dentro sin desangrarla del todo. Consigue llamar la atención prescindiendo de lo ostentoso: concentrada en el punto exacto, ajustada como la propia piel, inequívoca y reveladora.

En esta jornada os traigo la primera de las tres novelas cortas* contenidas en “Pálido caballo, pálido jinete”. La compilación de toda su obra breve (recogida en este y dos libros más) ganó el premio Pulitzer en 1965.

Solo palabras

Solo son palabras, dicen algunos con desdén, quitándoles importancia. Nada más. Como si no fuera suficiente. Las palabras tienen poder: son capaces de crear un mundo y de destrozar una vida.

Cualquiera que haya leído un poco sabe que en las palabras reside la magia. Dan forma a los hechizos que el escritor va formulando a lo largo de las páginas y te transforman, al menos mientras dura el libro. Palabras hechas de luz y de sombra que dejan cicatrices en los dedos de quienes juegan con ellas, porque la magia se cobra su precio en especie y cada sortilegio es una muesca más en tu alma. 

Un beso alegra el corazón y hay palabras que te besan, te acarician y calientan el frío que la estela de los días deja. Una palabra dicha en el momento adecuado puede salvarte de la oscuridad, de los monstruos de tu mente que, también, han utilizado las palabras para hacerte caer. Otras llegan a deshora, redondas y contundentes como balas de cañón para aplastarte bajo tu peso; o llenas de filos que se van clavando poco a poco, hasta desangrarte.

También son puñeteras las palabras que acuden a tus labios cuando no las has llamado y traicionan pensamientos que preferirías tener guardados para ti. Otras veces, sin embargo, si necesitas su ayuda, se dejan llevar por la malicia y juegan al escondite, dejándote en ridículo. No puedes fiarte de ellas porque pueden ocultar mucho más de lo que dicen. 

Hay palabras que arrastran a la gente tras de sí. En boca de algunos hombres han guiado ejércitos y levantado a las masas, envilecidas a veces por la falta del armazón del razonamiento pero desaforadamente contagiosas. Pronunciadas por labios más amables se procura el consuelo y se calma al inquieto, o se las llena de astucia para el halago y la manipulación.

Se enseña con las palabras, para bien o para mal, dando voz al pensamiento y a los hechos con los que pretendemos construirnos. Les ponen zapatillas de andar a las ideas que sobrevuelan, con ellas se plantean preguntas y se dan las respuestas. A ellas acudimos para hacer tangible el mundo que nos rodea. Las necesitamos a modo de gafas que enfocan la visión de lo que, por ser abstracto, tememos que se nos escape.

Las palabras atrapan, cautivan, esclavizan. Son el barco que nos lleva y la tempestad que nos sacude, un océano en el que nadar o ahogarse. Instrumentos de precisión. Objetos de deseo.

Solo son palabras, dicen algunos. Nada más. Y nada menos.


*****


Escribí este texto para La piedra de Sísifo, el estupendo blog cultural de Alejandro Gamero, el pasado febrero. Lo he recordado y he querido recuperarlo. 

En el metro

Se toca el reverso de una mano con las yemas de los dedos de la otra en un movimiento exquisitamente lento que recorre el contorno, las líneas internas, una y otra vez. El rostro es rubicundo e imberbe todavía (o muy bien rasurado), aparenta diecisiete o dieciocho años y hay en él un algo tierno que conmueve, un vago rastro de infancia que aletea en esa forma de estar perdido en sí mismo, como el niño que juega olvidado del mundo.

Sentada a su lado, una mujer lee sin fijarse en él. Nadie se fija en él, nadie ve su concentración al rozarse la palma de la mano, los dedos de arriba abajo, entrecerrados los ojos por la delectación en el propio tacto, como si lo estuviera descubriendo. Todos llevan una frontera consigo, su propio foco de atención contenida que les impide detenerse en la visión de ese chico rubio ensimismado en su autoexploración tan delimitada.

Tiene las manos grandes y los dedos fuertes de quien trabaja con ellos, pero parecen ingrávidos mientras continúan palpándose con delicadeza, ahora el anverso, la muñeca, el antebrazo, esa zona interior donde la piel es más fina y la sensibilidad se multiplica. La mano pasiva se abre y se cierra durante un instante, como el estremecimiento de un pétalo, mientras la recubre con un tenue velo de lasitud. Las pestañas le acarician también los pómulos, acompañando el ritmo pausado de los gestos.
    
Se detiene de pronto para unir las manos en un contacto leve, casi casual, palma contra palma con los dedos separados, y se observa los pulgares siameses que apuntan hacia el techo con un mínimo vaivén circular. Ahora tiene los ojos abiertos pero miran hacia dentro. La conciencia de sí mismo desplegándose poco a poco. Tarda un momento en mirar al frente y ver, en estirarse en su asiento, reacomodar la mochila entre las piernas, atusarse el pelo y colocarse el flequillo. El ademán es tímido, nervioso.

Alrededor nada ha cambiado; libros, periódicos y móviles ocupan la distancia de seguridad de cada uno. La mía se ha roto, abierta a la sensación mezcla de placidez y culpable complacencia de estos últimos minutos. Me pregunto si también la suya está dañada, si la ingenuidad de su abandono está quebrada tras el repentino despertar de la realidad. Había algo tan íntimo.

Llega mi parada, salgo del vagón, intento retomar la lectura en los repetidos tramos de escaleras mecánicas pero no me centro. Aun en el barullo de la oficina, durante el resto de la mañana, solo tengo que retraer la mirada hacia el huequecito de mi cabeza que conserva ese instante de fascinación. Y recupero la paz. 




Vuelta al año en 52 (o más) cuentos: Clara Janés.

Jornada XIX: Memoria y olvido.

Cuando me enteré de que Clara Janés ocuparía el sillón vacante en la Real Academia Española, dos pensamientos surgieron a la vez: uno, la expresión de alegría por la incorporación de otra mujer como académica; el otro, la pregunta sobre si había leído alguno de sus escritos en algún momento. La caótica memoria que me caracteriza resolvió la duda casi por milagro al recordar un pequeño volumen de relatos de autoras españolas del que ella formaba parte. Aunque, teniendo en cuenta las visitas recurrentes a la estantería de los cuentistas, el recuerdo no tiene mucho de meritorio.

Por lo general no soy partidaria de la diferenciación de género en lo literario, diferencia que muchas veces es forzada, pero a veces conviene recordar las voces que, históricamente, fueron minoritarias cuando no ninguneadas y así llegué a este libro.

La antología “Doce relatos de mujeres” reúne piezas de otras tantas autoras españolas que empezaron a publicar a partir de los años setenta, todas ellas de sobra conocidas hoy en día (Rosa Montero, Cristina Fernández Cubas o Carmen Riera) y, algunas, recientemente perdidas (Ana Mª Moix y Esther Tusquets). Tras esta presentación, varias han sido reincidentes en mis lecturas pero Clara Janés no se ha contado entre ellas. De momento, al menos, le he dedicado esta breve relectura.

Vuelta al año en 52 (o más) cuentos: Ignacio Aldecoa.

Jornadas XVII y XVIII: Dos miradas sobre la realidad.

Me he quedado dos noches en la misma estación para poder pasear con sol y con lluvia y ver los días con vestidos diferentes aunque, por debajo, no cambie de piel. Porque la realidad es una; lo distinto es la forma de mirarla.

Ignacio Aldecoa, magnífico cuentista y cronista de la realidad española de su época, la miraba de frente y la contaba sin tapujos, con sus miserias, su drama y también su comedia. Y con mucha elegancia, además, en cualquiera de sus formas.

SOLAR DEL PARAÍSO.

«El cántaro roto guarda en su fondo una cucharada de luz solar y la sombra, al moverlo, la devora, la circunda, la aprieta y la hace flotar.»

El mundo en que se desenvuelven los habitantes del arrabal burlonamente llamado Paraíso se resume en este cántaro: roto, con su cucharada de luz solar al fondo y esa sombra que juega con ella, caprichosa.

El drama suele componerse de pequeños detalles oscuros frente a la coloratura más intensa de la tragedia: sencillo, tal cual es, sin la épica de lo grandioso. Así retrata Aldecoa las pequeñas roturas de la vida común, una vida que se sobrelleva a veces a trompicones. No faltan unas gotas de ironía, ese humor inherente a la desgracia que sirve para distanciarla, hábilmente salpicada en las cuidadosas caracterizaciones.  

Por su claridad, por su contención, por su redondez ha sido siempre uno de mis cuentos favoritos de Aldecoa, y lo sigue siendo cuando lo releo.

EL SILBO DE LA LECHUZA.

Todo empieza con un “aquelarre con merengues” que deviene en “aquelarre con lelo resignado” y hay intrigas, venganzas, noches de cementerio, un toque de locura e incluso algo parecido al amor… ¿Una historia gótica? No, para nada.

En un cambio de registro, esta historia muestra la sociedad de una ciudad de provincias con un tono personal que combina el costumbrismo y la sátira de manera admirable y te despierta la sonrisa, línea tras línea. No hay piedad en el dibujo ni en el dedo que señala. Y merece la pena detenerse en ellos: en el dibujo y en el dedo.


Notas de cata: Stephen Benatar, Pablo Gutiérrez, Wallace Stegner, Thomas Wolfe.

Hago trampas. Al menos en cuanto a lecturas se refiere, desde el momento en que he escogido libros con un elevado porcentaje de probabilidades de ser de mi gusto. Para ser exacta, con un cien por cien, al menos este último mes. Ojalá tuviera el mismo acierto a la hora de jugar a la primitiva, porque me habría hecho millonaria. Por el momento, soy rica en placer lector y aquí os traigo la muestra.

LA VIDA SOÑADA DE RACHEL WARING. Stephen Benatar.

Esta novela también tiene trampas o, más bien, trampillas: pequeñas puertas que se abren, sigilosas, para dar paso a otras que a su vez se abrirán hasta conducirte al final del pasillo, a la habitación más recóndita. He encontrado tres historias en ella: la que cuenta la narradora, la que lee el lector y la que fluye por debajo, sin ruido, hasta converger las tres y dejarte aturdido en el último recodo. Y la manera en que las tres se entrelazan y te arrastran con ellas es, aunque suene a tópico, brillante. El inicio andante, el ritmo in crescendo, el clímax final. La mezcla de ironía y dramatismo sin estridencias, esa sonrisa escalofriada...

No me resulta fácil hablar de la sensación que me causó sin desvelar nada, y no lo haré. Ni siquiera habría que leer la contracubierta. Lo mejor es dejarse embeber, poco a poco. Y luego callar también.

Para maridar con: cualquiera que disfrute con una buena historia bien contada, con varias a la vez.

LOS LIBROS REPENTINOS. Pablo Gutiérrez

Un libro sobre libros, sí, pero solo en parte; no es metaliteratura sin más. Además del homenaje al poder de las palabras, al amor por las historias, esto es un buen bocado de una realidad muy cercana. El lenguaje expresivo y exacto que lleva al centro del escenario, te envuelve con él, y te conmueve sin melodrama. La vida cotidiana ya es lo bastante dura.

Reme es esa mujer que podríamos encontrarnos por la calle, su devenir en el suburbio es el de tantas gentes y, sin embargo, hay algo que trasciende lo vulgar y le da una dimensión homérica a las circunstancias en que se acaba moviendo. Algo que, aun sin simpatizar con ella, encandila. Y te convence.

Para maridar con: quienes no cierran los ojos ante el mundo y les gusta leerlo tal como es.

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