Este es mi pequeña contribución al homenaje a Roth de Rustis y Mustis. He hecho lo que he podido, queridas, pero no me resultaba fácil transmitir mis impresiones con el libro. Y os agradezco el empujoncillo para saldar esta deuda de letras.
El animal moribundo. Philip Roth
Alfaguara, 2002.
Traducción de Jordi Fibla.
«Dame la libertad o dame la muerte.»
David Kepesh, a sus
ochenta años, confiesa a un personaje desconocido una de sus últimas
experiencias sentimentales: la que mantuvo con Consuelo Castillo, una joven
cubana, casi cincuenta años más joven que él.
Desde que la revolución de los sesenta lo liberó de sus
ataduras familiares, Kepesh, profesor universitario, famoso periodista, un
hombre seductor, inteligente y culto, ha vivido al margen de cualquier
compromiso. Y tiene una rica fuente para sus conquistas dentro de sus propias
clases. A las puertas de la vejez, la vitalidad y la hermosura de Consuelo
enfrentarán al protagonista con el significado de su vida.
«Consumid mi corazón; doliente de deseo
Y atado al
animal moribundo
Que ignora su ser; y recogedme
En el artificio de la eternidad.»
(“Navegando hacia Bizancio”, William Butler Yeats; en
“30 poemas”, Ed. Mondadori, 1998)
Doliente de deseo, atado a él, febril, el animal moribundo es el propio David Kepesh que recorre una vejez libertina y busca, a través de la satisfacción sexual, la más íntima satisfacción de su ego. Un personaje lleno de aristas trazadas con tiralíneas. Tenía en mente a Henry Miller cuando decidí enfrentarme a Roth en este primer pulso entre nosotros y sí, algo ha habido de aquellas sensaciones de entonces, de aquella incomprensión ante la forma de asumir la percepción vital, ese llevarlo todo al terreno de lo físico e intentar manejar las emociones, propias y ajenas. Como si el sexo fuera el único argumento para plantarle cara a la vida.
«La corrupción no es el sexo sino lo demás. El sexo no es sólo fricción
y diversión superficial. El sexo es también la venganza contra la muerte. No te
olvides de la muerte.»
La brevedad de la novela ayuda a
fluir entre las páginas sin que las cargas de fondo resulten un lastre muy
pesado. Con una estructura aparentemente sencilla, te va llevando de puerta en
puerta, a veces retrocediendo para avanzar por otro camino con astucia,
vistiendo capa a capa los miedos y anhelos con un lenguaje vívido que los pinta
a todo color. Corta pero intensa, una cápsula contra el dolor del tedio.
Subyacen (bajo una cobertura de explícita
enumeración de lo fisiológico, quizá lo más flojo de la novela) los conflictos
inherentes a la condición humana: la libertad, la muerte, la búsqueda del yo. Una exploración
de la identidad, la propia y la de los demás, enraizada con las relaciones que
los atan y desunen, de la mano de la
satisfacción y la frustración diarias. El amor no entra en la ecuación tratada,
vamos a hablar de actos, aunque quizá su falta de mención le dé un especial
significado.
«Creo que estás completo antes de empezar. Y el amor te fractura. Estás
completo, y luego estás partido.»
Verse el uno a través del otro,
la admiración, la dependencia, posesión y celos, una sombra de obsesión. Indagar
en el alma a través del cuerpo, sin cortapisas. La vida, que sucede aunque
queramos detenernos. La muerte, que nos alcanza siempre. La libertad de
plantarles cara a nuestra manera. Es en el momento de lo íntimo, en la
transmisión de la emoción sincera cuando Roth se crece y reclama tu respiración.
«Dame la libertad o dame la muerte.»
Quizá demasiado brusca a veces, con un toque de precario equilibrio entre las partes, tira de algunos resortes internos para revolvernos un poco. A mí consiguió inquietarme porque, de alguna manera, todos tenemos algo de animales moribundos, consumidos por nuestros apetitos, y no somos conscientes de ello.