Leer es un vicio solitario que se puede compartir.

Tengo otros pero suenan menos adecuados.

Yo tenía un libro en África o una cuestión de paciencia

Yo tenía un libro en África…  vale, no, el libro no estaba en África ni al pie de las colinas de Ngong. En realidad está en mi estudio y al pie de las estanterías, igual que varias docenas de libros más, amorosamente apilados en varios montones. Las estanterías se extienden a lo largo de una pared y media y otra media pared junto a la puerta, blancas como el gotelé, para que sólo los libros en las baldas tengan colorido y personalidad. Ellos son los importantes. Ellos y el suelo de madera, que a veces parece pedir una butaca o, incluso, una mecedora donde apoltronarse con alguno de los volúmenes en las manos, una taza de té o una copa de vino cerquita y la mente atenta, abierta, hambrienta. Pero eso no va a ser todavía; no mientras esas pilas permanezcan levantadas, irradiando impaciencia por cada hoja de cada libro.


Renovarse, crecer, evolucionar. Es una ley natural. Las estaciones se suceden, los años pasan, los paisajes cambian. Así debe ser. Los niños se hacen jóvenes, los jóvenes se hacen adultos (o no) y la rueda sigue. Lo normal. Los libros se multiplican… ah, ahí ya nos hemos enredado. No pueden multiplicarse sin ayuda, por sí mismos no ensanchan ni procrean. Porque no son seres vivos… ¿Cómo que no? El libro respira y habla, reinterpreta el mundo para el lector y mantiene una conversación con él, además una conversación diferente según qué lector. El libro despierta cuando lo abres, se alimenta con tu compañía y descansa cuando lo dejas de nuevo en el estante; a veces incluso te echa de menos y suplica, si necesita ser leído de nuevo.  El libro es una especie callada pero no muda, tan fiel como puede serlo quien te ama desinteresadamente. Mimoso, el libro se acurruca en tu regazo en cuanto te sientas con él y te abraza con las palabras. También es una raza gregaria: tiende a convivir con otros miembros, sin discriminación de género, color o tamaño, y se agrupan en bandadas organizadas en hileras. Por lo general. Excepto los míos, o buena parte de los míos, estos días.

Tengo ahí a los pobrecitos, esperando que a ratos me ocupe de ellos. Pero es que lleva su tiempo. Ordenarlos no es tan simple como colocarlos en las baldas a la buena de los dioses. Se requiere un criterio y una sistematización. Se lo digo cada vez que entro al estudio y los encuentro ahí, con los lomos temblando de esa forma tan patética, echándome en cara su posición supina. Por mucho que a ellos no les importe mezclarse, a mí sí. Reconozco que soy un poco estricta con el tema, aunque no tan en exceso como para resultar maniática. Me gusta poder echar un vistazo y saber que en ese lateral están los de fantasía, que en aquellas baldas los clásicos y en el rincón los de poesía, por ejemplo. Y en esas estoy. Decidiendo en qué lateral, en qué balda y en qué rincón van a acabar ubicados (por no hablar del armario empotrado que, además de trastos varios, guarda otra porción de libros que no tienen cabida fuera). Todo porque he cambiado una estantería por otra algo más grande y he decidido que quería darles nuevos aires. Lo curioso es que, una vez sacados los libros para enfrentarlos a la reorganización, abultan más que antes. ¿De dónde viene esa magia extramatemática? Es como cuando te mudas de casa y, llegada a la nueva, te preguntas: ¿por qué si vengo de un piso de dos habitaciones y ahora tengo tres no me caben las cosas que traigo? Dicen que el tiempo es elástico. ¡Eso no es nada comparado con el volumen de los libros al intentar volver a guardarlos!

El otro día mi sobrino se admiraba (angelito) al preguntarme por los libros que tenía. «Tía, tú que lees mucho, ¿tienes más de cincuenta libros en tu casa? ¿Más de cien? ¿Más de…? ¡Jo, tía! ¿Pero dónde los guardas?» Y mi marido se echó a reír mientras esperaba que yo contestara. La respuesta era fácil: en las estanterías  que hay por la casa. Por suerte, la bendita inocencia del niño evitó la cuestión conflictiva que dejaba al “dónde” en pañales: el “cómo”. De momento, sólo podría decirle: “Con paciencia y mucho cuidado”.

Con ese armamento y un pelín de optimismo desmedido, me enfrenté ayer por la tarde a tamaña empresa. Subí y bajé mi escalerita, me senté y me tiré por los suelos, trasladé libros de una pared a otra, los volví a trasladar… Pensaba que lo haría de una sola vez. Había olvidado las anteriores experiencias. ¿Amnesia voluntaria? Es probable. Al anochecer, solo había conseguido organizar una estantería, donde reposan ahora la poesía, el teatro y los clásicos. Entre tanto, refunfuños y rezongos para mi coleto, aunque en el fondo estaba feliz en mi pequeño paraíso libresco. Porque esa sensación de estar rodeada de libros es tan placentera como una tarde soleada en la tumbona de la terraza, o quizá más. Y el regustillo de planificar e imaginar cómo quedarán los libros, una vez estén por fin colocados, tiene la dulzura chispeante de un pastel de limón. De esos que me encantan.




Y vosotros, ¿cómo organizáis vuestros libros? 

Recién llegados: de largo recorrido

Fue uno de mis propósitos a principio de año: ampliar horizontes literarios, conocer autores no leídos, retomar géneros abandonados, perder prejuicios y dar oportunidades. Con esta última tanda de adquisiciones he intentado abrir un poco el abanico y salir de las recurrentes letras británicas, salvo en una excepción que creo disculpable. Empezaré con ella:

Las dos señoras Abbott. D.E. Stevenson
Editorial Alba, 2014.

Título original: The Two Mrs. Abbott  (1942)
Traducción: Concha Cardeñoso Saenz de Miera

Este tenía que caer sí o sí. Después de haber pasado tan buenos ratos con las dos entregas anteriores, no iba a dejar pasar el último volumen de la trilogía. Sé que lo voy a disfrutar también.



Seix Barral, 2014

Mi apuesta por la literatura española actual, una deuda que tengo que saldar, la debo a las buenas opiniones encontradas en Entre montones de libros y Carmen y amig@s. Y además son relatos, lo cual puntuó alto para mí a la hora de escoger el libro.



Editorial Alba, 2012

Título original:  Real People (1969)
Traducción: Rosa Álvarez Orgaz

Salto a Estados Unidos, en concreto a una casa que parece una comuna de artistas y escritores. Cuento con una cierta dosis de despelleje e ironía que me haga pasar un buen rato. Lurie es una escritora a la que tenía muchas ganas de leer.


Editorial Alba, 2014

Título original: The Getting of Wisdom (2010)
Traducción: Elena Bernardo Gil


El destino, ahora, es Australia… una Australia colonial con muchas semejanzas a la Inglaterra victoriana, es cierto. Pero esta historia de iniciación de una niña, alabada por H.G. Wells, se me quedó pegado a los dedos y no hubo manera de salir sin ella. 

Pequeños cambios, nuevas perspectivas

A veces necesitamos un cambio. No algo drástico sino algún detalle que, a pesar de su pequeñez, de un nuevo giro a nuestra perspectiva, a ver si de esa manera vemos con más claridad o nos sentimos más cómodos. Redecorar la vida, como dice la publicidad. Pues en esas ando yo. Reorganizándome. Ardua tarea para alguien cuyo desorden mental suele acabar siendo un lastre. Quizá algún día lo consiga. En los últimos meses, he renovado las partes más interesantes del interior del armario (y no me refiero a la estructura, sino al contenido, esa locura confesa que son los complementos), vajilla, lámparas y una balda en el salón. Que recuerde a bote pronto. He movido muebles para dar un aire distinto a las habitaciones (y dar cabida a una estantería más donde colocar los libros que desbordaban las anteriores, también). Me estoy planteando, incluso, tirar un tabique del salón, que ya es mucho más radical pero me dará, si no más amplitud de miras, sí de espacio y luz. Y, además, después de un tiempo pensándolo, he querido hacerle un lavado de cara al blog: quitar algo de bulto por aquí, unos brochazos de pintura por allá, en las próximas semanas abriré alguna puertecita más… Nada serio. Seguirá siendo mi pequeño rincón de letraherida en desahogo, con mis trompicones y baches y mi mejor voluntad, ya que tiempo no puedo dedicarle todos los días. Pero es otra de mis necesidades: contar y compartir. Por eso os he soltado este rollo. Espero que estos pequeños cambios no dejen de hacerlo confortable para quienes me acompañáis. Os aseguro que he tenido mucho cuidado al elegir el color de las cortinas. Voy a ir preparando algo para que os sintáis a gusto. ¿Preferís té o café? ¿O quizá una copa? 



El sabor en pequeños bocados

Soy golosa, lo confieso, aunque también soy muy escogida. Veo un mostrador con todo tipo de repostería (dulce o salada, sin discriminar) y me acerco, fascinada, a examinar con detenimiento toda la exposición. Eso no significa que me guste todo. Me encanta mirar y admirar pero, a la hora de probar, me decanto siempre por cierto tipo de pastelería. Con los libros me ocurre lo mismo. Me vuelvo loca en cuanto entro en una librería; camino entre las estanterías, acaricio los lomos, extraigo uno y otro volumen para hojearlo a placer. Me detengo en todas las secciones. Cuando tengo que decidirme, sin embargo, sé en qué rincones tengo que buscar.

Hace unos años, en Escocia, nos detuvimos en un pueblecito a tomar un tentempié y entramos en un salón de té que me trasladó, al punto, a la atmósfera del St. Mary Mead de la señorita Marple. Pequeño, coqueto, muy kitsch. Entre las mesitas lacadas en blanco y las sillas de respaldo tapizado había dos mesas de mayor tamaño, cubiertas por manteles floreados y, sobre estas, una increíble cantidad de tartas, pasteles y bollos de distintas formas, colores y tamaños. Me quedé sin habla. Después de un exhaustivo repaso a aquella colección de tentaciones, no tardé en dirigirme a los platos que más me interesaban: los pastelitos.

Quien crea que un pastelillo no es más que una porción de una tarta y no tiene entidad propia está muy equivocado. Igual que quienes piensan que un relato es solo una novela en ciernes, una historia reducida en expresión, un mero capítulo que necesita aditamentos para dar forma a la trama. En absoluto.

Cerrado o abierto, micromundo en un instante, el relato tiene su personalidad inherente. Puede contener toda una vida o recoger sólo un retazo, pero respira por sí mismo. Es un bocado pequeño pero exquisito, que despliega su sabor en un solo mordisco, como un relámpago sensorial. Sin necesidad de más aderezos.

No entiendo la tendencia a considerar la narración breve como una forma menor de literatura, como un hermano pequeño de la gran obra al que le queda mucho por crecer, ni que al leer un relato muchos vean el germen de una novela por construir y no valoren su integridad real. Eso confinaría, de inmediato, al estatus de autores menores a escritores que dedicaron su narrativa al relato con exclusividad o, al menos, en su mayor parte. ¿Dónde quedarían Chèjov, Mansfield o Borges, entonces? Me niego a considerarlos autores de segunda y negar su maestría a tenor de un injusto desprecio por un género acogido con renuencia no sólo por los lectores, sino incluso por escritores. A veces los narradores utilizan el relato a modo de ensayo o experimento de camino a la novela y, al perder la perspectiva, se equivocan. Ahí si se encuentran cuentos fallidos, ambiciones destempladas; la proporción entre historia y forma se ha visto desdeñada y se desinfla, como un amor que no se cuida. A la narración hay que mimarla también, siempre, por mínima que sea. Solo así podrá enamorar.

Una tarta puede ser una obra de arte como una novela puede resultar espectacular. Festival de sabores, alarde decorativo, complejidad formal y profundidad sensitiva. Elementos que no dependen del tamaño. Porque los bocaditos, en ocasiones, le ganan la partida a la pieza mayor.



Y vosotros, ¿qué opináis? ¿Qué bocados preferís?


Notas de cata: Choderlos de Laclos, Jane Austen, Herta Müller, Haruki Murakami, Thomas Hardy, E.F. Benson, Terry Pratchett.

La buena racha a la hora de escoger lecturas parece que continúa, sin apenas contratiempos, en parte gracias a varios compromisos adquiridos para lecturas conjuntas y uno de los retos a los que me he apuntado (Escritoras únicas). Un buen febrero lector, en definitiva, del cual os dejo aquí mis notas:


LAS AMISTADES PELIGROSAS. Pierre Choderlos de Laclos

Cruce de cartas y de intrigas, relaciones de poder y el juego de la atracción visto con los ojos de dos de los personajes más maquiavélicos de la literatura. Una agria visión de la alta sociedad y sus costumbres libertinas en una época que desembocó en la Revolución Francesa. Cada carta es un baúl de doble fondo, cada personaje un cartucho de dinamita. A pesar de un final que, desde mi punto de vista, peca de moralista, encandila por su insolencia. Y debo esta relectura al regalo navideño de una compañera de buen gusto y el compromiso de hacer esta visita juntas: ha sido una gozada.


LADY SUSAN. Jane Austen

Apasionada relectora como soy de Austen, se me había escapado esta breve novela primeriza. La ironía propia de esta autora, que con el tiempo se volvería más sutil y trabajada, brilla aquí con un desparpajo que puede sorprender al leerla después de todas sus grandes obras (si no has probado sus textos juveniles o “La abadía de Northanger”). La forma epistolar y el carácter intrigante de su protagonista la relacionan con “Las amistades peligrosas” (coincidencia que simultaneara sus lecturas), aunque sin la carga libertina de esta. El resultado es una obra fresca y ágil que nos enseña la voz más alegre de Jane Austen. Una pequeña delicia para el paladar.

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