Durante años, odié la poesía. Y no me
refiero a la desdeñosa indiferencia con que leía los obligados poemas escolares
con el único fin de memorizarlos y recitarlos de viva voz o, más adelante,
realizar un comentario de texto que me garantizara la buena nota. No. Se
trataba de un odio visceral. De un rechazo violento. Igual que me ocurría con Dostoievski,
con Kafka y con el existencialismo en general. Y todo ello se debía a una misma
causa: la profesora de literatura que encontré en mi primer curso de
bachillerato.
A los catorce años se puede ser muy
pasional en los afectos y desafectos y el sentimiento de rebelión está en plena
efervescencia. No hay como chocar con una prohibición terminante para desear
romperla; por el contrario, la insistencia en encaminarnos por una dirección
tiende a empujarnos a correr hacia la opuesta. Esto último fue lo que hice ante
las exhortaciones reiteradas por parte de aquella profesora. Aterrada por las
complejidades que parecían esconderse en los textos preconizados, me refugié en
los héroes clásicos de Homero y Virgilio y la diversidad filosófica de Platón o
Nietzsche, que me resultaban mucho más interesantes desde el punto de vista
académico (obviamente también leía ficción, muchísima ficción, de hecho).
Siempre me han dicho que cabezota es un calificativo que se me queda corto. Si
algo me queda claro, de todas formas, es la incapacidad de la profesora de
literatura para hacer llegar a los alumnos el entusiasmo necesario para ceder a
la seducción de los libros que pretendía mostrar.
Necesité cuatro años para cambiar de
opinión, al menos en uno de los aspectos (tengo que confesar que sigo sintiendo
renuencia ante la narrativa existencialista). Y me tomó por sorpresa.
¿Dónde? En la Universidad. ¿Cuándo? En
el siglo pasado, en la juventud rampante. ¿Cómo? Por la intervención de otra
profesora, esta vez de francés. Sí, de francés. Después de casi diez años de amigable
relación con el inglés, me vi forzada a romper la monogamia idiomática para
enfrentarme a otra lengua con el objetivo (o la pretensión) de ser capaz de leer
libros y artículos de referencia en ambas. Aquella profesora, con cierta
originalidad didáctica, comenzó a entregarnos textos que nada tenían que ver
con las materias a estudiar: poemas. En concreto, poemas de Baudelaire. Y con
el primero, sufrí un ataque de amor feroz.
Lo recuerdo como si fuera hoy. “Recuillement”. Recogimiento. Incluso después de las dos décadas y pico
transcurridas desde entonces, sigue siendo mi poema favorito, tanto por su decadente
belleza como por la huella emocional que todavía siento grabada por debajo de
la piel. «Sois sage, ô ma Doleur, et
tiens-toi plus tranquille. / Tu reclamais le Soir; il descend; le voici: […]».
Entonces, era combustible para el perpetuo incendio que suponía el final de la
adolescencia, una adolescencia que tendía a lo sombrío. Lo traduje en medio de
una exaltación desgarrada y lo releí una y otra vez. «Sé sabio, oh mi dolor, y
mantente más tranquilo. / Reclamabas la noche; ya baja; aquí está.»
Paseos
errabundos saboreando la solitud. La identidad construyéndose grano a grano,
como una playa recóndita. Solía ir a ver las olas besar la arena mientras leía
poemas franceses o intentaba esbozar algún relato melancólico. Bebía las palabras
y luego las volvía a verter.
«Il me semble parfois que mon
sang coule à flots, / Ainsi qu’une fontaine aux rhythmiques sanglots.»* Arrebatada, sentía que también mi sangre corría a
oleadas igual que la fuente de rítmicos sollozos. Y seguía un poco más.
«Nous
voulons, tant ce feu nous brûle le cerveau, / Plonger au fond du gouffre, Enfer
ou Ciel, qu’importe? / Au fond de l’Inconnu pour trouver du nouveau!»** Ardía el cerebro y ardía el corazón. ¿Cómo no
ansiar sumergirse en el fondo de lo desconocido para encontrar lo nuevo? La
vida era un viaje, un viaje incierto, y siempre quería saber qué habría más
allá.
Pasé
de Baudelaire a Verlaine y de este a Rimbaud; a partir de allí empecé a
recorrer el reino de la poesía, pero Baudelaire fue mi primer amor, ese que
nunca se olvida. Tras la primera edición que compré de “Las flores del mal”,
barata y solo en castellano, el volumen bilingüe de Cátedra se convirtió en uno
de mis tesoros, al que no me canso de volver.
El
tiempo pasa y el alma se asienta, pero la pasión permanece. También un ramalazo
de oscuridad que la experiencia ha teñido de cinismo. Y la belleza me sigue impresionando,
aun la decadente, imperfecta como la vida. Hay que amarla tal cual es.
Notas:
*La Font de Sang
**Le voyage.