Leer es un vicio solitario que se puede compartir.

Tengo otros pero suenan menos adecuados.

Brindis: esto es lo que hay y ya iremos a por más.

Llegada esta época del año, además de las consabidas celebraciones llegan los balances, recuentos y listas que intentan concentrar  todo un año de forma más o menos resumida y, en cuanto empiezo a verlos, suelo tener la impresión de que algo importante se ha quedado olvidado en un rincón. Yo no sirvo para eso porque tengo una terrible tendencia a olvidar cosas por los rincones y hacerme un lío con las prioridades. Además, no sé por qué, siempre me siento atraída hacia lo que otros han dejado a un lado. Mente desordenada y corazón caótico.

Pero ya me estoy liando y apartando del tema. Un ciclo termina (aunque sea un ciclo artificial, forzado por la mano del hombre y su afán por controlar el tiempo) y cerramos el telón. ¿Qué he dejado ahí detrás? Buenas lecturas, desde luego, y otras no tan buenas. La satisfacción de haber encontrado muy gratas compañías en estos paisajes virtuales. Y ese sempiterno punto de decepción personal por no haber sido capaz de haber hecho más, de haber sido mejor.  Pero esto es lo que hay y brindo por ello: por lo que ha tenido de bueno.

Después vienen los propósitos: ese adoquinado de buenas intenciones en el que nos vamos dejando los dedos de los pies cada día, de camino a un horizonte movedizo. No me gustan las listas pero suelo acabar rodeada de ellas en mi eterna pelea por el orden (o contra él): tareas por hacer, objetos a comprar, libros que leer…  y objetivos sin cumplir. Puro masoquismo. Para este año, esa pequeña lista de propósitos coincide más o menos con mi carta a los Reyes Magos: tiempo (o al menos organización), confianza y paz mental. O sea, casi un milagro.

¿Retos palpables? Uy, en varios frentes, a nivel personal sobre todo pero esos no vienen al caso. En cuanto a lecturas se refiere, voy a tomármelo con calma. Quiero disfrutar sin sentir el aliento de los plazos en mi cuello. ¿Y si pierdo otra vez el hilo y no puedo cumplir con los compromisos adquiridos? Cuando me siento presionada, tengo una terrible tendencia a salir corriendo hacia ningún lugar en particular. Así, como cabe esperar, por lo general me pierdo. Una mujer perdida, esa soy yo…

Me dejaré enredar, lo estoy viendo venir. En cuanto regrese a la rutina y repase con calma todas esas tentaciones que pululan por ahí, acabaré por caer en alguna de las trampas. Me conozco como si llevara toda una vida conviviendo conmigo. Por lo pronto, el único desafío que tengo en mente ha salido del bolsillo de mis afectos y tiene como meta leer, al menos, un relato a la semana. Una especie de vuelta al año en cincuenta y dos (o más) cuentos o algo así. Ya lo iré contando si lo hago.

Entre tanto, a los retos y concursos en que he participado en el 2014 les agradezco algunos de los mejores momentos lectores del año:


Además, le doy las gracias a Ana Bolox por nominarme en su blog Detrás de un escrito al Liebster Award. Voy a recoger la capa caída y, de momento, me envolveré en ella para protegerme del frío de estos días. Mientras me rearmo, recojo el premio como es debido y seguiré las pautas que se establecen, a saber:

1.       Agradecer el premio a quien te lo concede.
2.       Responder a las 11 preguntas que te formula
3.       Nominar a otros 11 blogs de menos de 200 seguidores
4.       Avisarles de su nominación
5.       Formular 11 nuevas preguntas a tus nominados.

Jugamos con Mónica Serendipia: #MugsAndBooks Christmas Edition

Quien me conozca un poco sabe que me encanta jugar y festejar, así que a Mónica no le costó mucho hacerme participar en esta nueva convocatoria de su “Mugs And Books”, aprovechando la temporada navideña.

Obediente, busqué un par de tazas con motivos navideños y dos libros con la misma temática:



La taza, que en realidad suele estar en el trabajo llena de bolígrafos y lápices, está acompañada por mi queridísimo ejemplar de “Las cartas de Papá Noel” de J.R.R. Tolkien y la mitad de la decoración moderadamente navideña de mi casa. Sí, se ve una esquina de una silla de comedor. La fotografía y yo. Suerte que no se vea un codo del costalero o algo peor.  



Esta colección de calcetines, regalo de una buena amiga y compañera, también suele estar en el trabajo para mis tés. Aquí posa junto a un volumen de relatos de Stella Gibbons (ya sabéis que no me gustan nada los relatos ni Gibbons) y la otra mitad de mis adornos navideños: un juego de fuentecitas para dulces con fondo racinguista y abetitos rojos. Los pastelillos de frambuesa están ahí para sobornar, digo, para ambientar.

Tengo ganas de conseguir un momento tranquilo para darme un paseo por la galería de las demás fotos y comentar.

Besos a todos los participantes y mucha suerte en el juego. 

Notas de cata: Djuna Barnes, Nina Berbérova, Stella Gibbons, Ana González Duque, Thomas Wolf.

Nuevo mes, nuevas lecturas, la misma sensación satisfecha a la hora de hacer el balance mensual. Diciembre se presenta más escaso y difícil; lo llevo arrastrándome, en más de un sentido, de ahí que haya tardado en presentar mis últimas impresiones. Espero que las próximas notas de cata no se retrasen tanto ni sean tan deficientes. Mientras tanto, os presento éstas:

LA PASIÓN Y OTROS RELATOS. Djuna Barnes

Valor seguro, Djuna Barnes es una escritora de lo más personal (y si queréis saber de ella, podéis hacerlo en el blog de Ana Blasfuemia). Los relatos de este pequeño volumen pertenecen al libro “El vertedero” y  en ellos encontramos una colección de personajes retratados con gran precisión. Son intensos, agudos y certeros. Porque la expresividad no requiere de muchas palabras: tan solo de las justas. Como nos enseña Barnes.  

ZÓIA ANDREIEVNA. Nina Berberova

En mi ya larga exploración de la literatura breve, encontré esta muestra de la obra de Berberova, una autora que desconocía y quisiera seguir disfrutando. Emoción contenida, dramatismo atemperado, acidez velada. Una historia que recoge, en pocas páginas, una vivisección de la condición humana. Un bocadito en la lengua, un fuerte sabor en el paladar. 

Tengo una nueva heroína y la he encontrado en Gramercy Park.

Quiero una Amelia Butterworth en mi vida. Definitivamente. Una mujer llena de confianza, segura de hasta dónde pueden llegar sus habilidades y capaz de desafiar al más pintado, sin dejarse amilanar por los condicionantes de una sociedad para la cual el sexo femenino es débil y dependiente. Con esa personalidad que trasciende las páginas para resaltar en un primer plano de una solidez apabullante. Con las virtudes y defectos que hacen de ella una protagonista perfecta para esta decimonónica novela policíaca.

Entendámonos: no es una versión femenina de Sherlock Holmes, ni falta que nos hace. Ella tiene sus propios métodos y estrategias. Hay una parte de deducción, otra de intuición y una tercera de descubrimientos que responden de alguna manera al azar. Y con todo ello capta la atención. Su caracterización es tan cuidadosa y acertada como la del resto de los personajes, incluso el más pasajero, a veces conseguida con sólo unas pocas frases.

Con el estilo claro y elegante propio de la dama que se precia de ser, la señorita Butterworth (de la mano de Anna K. Green) nos va proporcionando la información precisa para acompañarla a lo largo de sus investigaciones y el particular duelo que mantiene con el detective profesional Gryce. Ya quisiera yo la mitad de su compostura a la hora de manejar las dificultades. Y de su ingenio.

Mi (ahora) querida Amelia, me ha tenido intrigada durante cada giro argumental y, echando mano de algunos trucos con maestría, me ha sorprendido a veces con conclusiones que no esperaba. Admirable en la constancia de sus propósitos, pareja a la del ritmo de la historia, se ha convertido para mí en una heroína. Con su dosis de digno orgullo y la sensibilidad justa, bien guardada para utilizar sólo cuando es adecuado. Toda una señora.  

Y si no tengo una Amelia Butterworth para mí sola, me conformo con un poco de sus mejores partes. A ver si algo se me pega.


* Un par de apuntes sobre la edición:
Aparte del pequeño desvarío de arriba, no podía dejar a un lado lo exquisito de la edición (algo por lo que me enamora dÉpoca), lo cual supone un valor añadido al placer de esta lectura. Notables los dibujos de Louis Malteste que ilustran el libro y el prólogo de Carmen Forján que te conduce al mundo de la autora, Anna Katharine Green. Así da gusto leer.



 “El misterio de Gramercy Park”. 
Anna Katharine Green.

Editorial dÉpoca, 2014.

Título original: “That Affair Next Door” (1897)
Traducción: Rosa Sahuquillo Moreno y Susanna González.


«La acaudalada familia Van Burnam regresa regresa de un viaje al extranjero al mismo tiempo que aparece una mujer muerta en el salón de su casa. Un gran aparador ha caído sobre ella aplastando su cara, y aunque la policía sospecha que la víctima es la esposa de uno de los hijos del señor Van Burnam, éste insiste en que no la reconoce. ¿Qué hacía la mujer en una mansión que permanecía cerrada? ¿De quién son las extrañas prendas que llevaba puestas? ¿Estaba muerta antes de caer sobre ella el aparador?»


** Estas notas sobre mis impresiones de la lectura de "El misterio de Gramercy Park" se atreven a participar en el concurso de reseñas y sorteo que han organizado Rustis y Mustis en su blog


A veces hay que dejarlo pasar

A veces hay que dejarlo pasar. Por salud mental, más que nada. Y me refiero a… a casi todo en la vida, en realidad. A veces, al mirar el mundo alrededor, se me llena el estómago de indignación y las palabras (malsonantes muchas de ellas, lo confieso) se atropellan al rodar por la lengua. Ese ánimo exaltado termina por agotar, a fuerza de repetirse demasiado a menudo, y he llegado a la conclusión de que no merece la pena estar siempre con las uñas afiladas y dispuesta a saltar a la yugular. No se trata de mirar para otro lado, no, pero sí de darte un tiempo de reflexión mientras pasa y lo miras de reojo. Como una leona al acecho, intentar elegir la mejor presa cuando tengas que cazar. Practicar la paciencia (no la resignación, eso no) y darte un tiempo de reposo para fortalecerte. Saber esperar, a veces, tiene sus recompensas.



Ruido.

A veces parece que nuestro mundo está hecho de ruido, material pesado de la maquinaria cotidiana del que resulta difícil desprenderse, y se diría que algunos no saben vivir sin él. Es tal el hábito del ruido que el silencio, cuando se asienta, nos sorprende.

Palabreos: Soberbia

Sustantivo cuya definición según la RAE es:

(Del lat. superbĭa).
  1. f. Altivez y apetito desordenado de ser preferido a otros.
  2. f. Satisfacción y envanecimiento por la contemplación de las propias prendas con menosprecio de los demás.
  3. f. Especialmente hablando de los edificios, exceso en la magnificencia, suntuosidad o pompa.
  4. f. Cólera e ira expresadas con acciones descompuestas o palabras altivas e injuriosas.
  5. f. ant. Palabra o acción injuriosa.
Sinónimos: altivez, altanería, arrogancia, vanidad.


Según la tradición religiosa cristiana, uno de los siete pecados capitales, probablemente el más grave y del que emanan los demás. Fue el culpable del levantamiento del ángel Lucifer y su posterior caída para convertirse en demonio.

En la actualidad, característica por la que se reconoce a los miembros de la élite gobernante del país, la cual engloba a los jerarcas políticos y económicos, especies en convivencia y connivencia simbiótica.


Ajá.


Lucifer según Gustave Dore. 
Ilustración para "El paraíso perdido" de John Milton.

Algunas cosas que no entiendo y otras que puedo entender

A veces no entiendo a quienes no aprecian el valor de las palabras, de su significado, de la forma en que acarician el paladar cuando las pronuncias y se deslizan para llevar un mensaje o ruedan por tus dedos hacia el papel donde se harán permanentes, del poder para cambiar una vida.

A veces no entiendo a la gente que no disfruta el placer de la lectura, que lanzan miradas de desdén porque no saben sentir respirar al libro, que confunde el solaz del lector con el escapismo del ingenuo, que se pierde ese íntimo goce de ampliar el mundo por dentro y por fuera.

A veces no entiendo por qué aparece un libro, de repente, que te provoca un ramalazo de amor, ese amor profundo que te sacude y te vuelve del revés, ese amor puro que simplemente te hunde en el extasío. Ocurre, sin más, y lo único que puedes hacer es dejarte arrastrar por él.

Puedo entender que un día te azote la conciencia de tus limitaciones y abandones lo que, en ese momento, ves que no llegará a puerto. Quizá eres un escritor con cierto renombre, de cierto respeto, pero estás paseando en tu tono habitual y una nota rompe el ritmo y te alcanza la evidencia de que no te queda nada por decir y tu tarea ha terminado. Y buscas otra forma de expresarte. Y tu vida cambia. Eso puedo entenderlo.

Puedo entender la simple belleza de intentar aprehender la vida, de aprenderla también, de intentar controlar el desorden de las piezas que va dejando a tu alrededor y buscar tu figura en algún lugar de ellas, encajada entre otras figuras, y contornearla y distinguirla entre todas las demás, darle el volumen adecuado para que ocupe el sitio que le corresponde. Eso puedo entenderlo.

Puedo entender a Jasper Gwyn, extravagante y lúcido, y su búsqueda de la expresión más limpia de lo esencial. Puedo entenderlo y puedo amarlo, sacudida, extasiada, perdida para siempre en un retrato pintado con palabras. Soy letra, soy imagen, soy una historia.

Lo que no puedo entender es por qué he tardado tanto en leer de nuevo a Baricco. Quizá tenía miedo de no reencontrar la sensación luminosa de aquella belleza que me deslumbró en “Seda”. Ese miedo que a veces nos invade después de la emoción intensa, cuando sientes que no la podrás recuperar. Habrá otras emociones igual de intensas, tal vez más, pero ya no será esa misma. Eso, la desazón, también puedo entenderlo.

Puedo entender que no existe la perfección sino simples espejismos que se le asemejan, que es sólo un ideal al que aspirar y, por el camino, ir creando sombras, imágenes, incluso réplicas que parecen trascender su condición de imperfectas y casi rozan la utopía. Atrapan la luz y se visten con ella. Y tú te arropas en sus pliegues, maravillada. 

Puedo entender el abrigo que ofrecen las palabras cuando son las que, en ese preciso instante, se necesita escuchar, o leer, o abrazar. Y el sentimiento rampante ante lo novedoso, y la conmoción ante lo mágico, y el colapso ante lo eterno. Sufrí el síndrome de Stendhal; ese desplomarse de la realidad frente a la inmortalidad de la belleza, ese sentir absurdo pero inexorable, y lo entiendo.

Puedo entender el flechazo, la atracción inmediata por algo que, quizá sólo en tu inconsciente, reconoces. Enamorarte sin atender a razones de lo que te ha ganado el corazón, no importa por qué motivos. Caer rendida ante la expresión tangible de esa idea que se asoma al balcón de tu pensamiento, mantenida siempre en la penumbra, expectante. Temblar como una niña ante su primer beso.

No necesito entender todo para seguir viviendo cada día, aunque a veces me gustaría entenderme a mí misma. Puede que esa sea la razón que impulsa a Jasper Gwyn a abandonar la vida que tenía y emprender esa exploración íntima tan minuciosa, tan abrumadora. Y, al entenderse a sí mismo, comienzan a entenderlo quienes lo rodean.

Gracias, Alessandro, por este regalo de presentarme a Jasper Gwyn y dejarme amarlo. Gracias por el resto de personajes tan vivos que podía tocarlos. Gracias por esta historia que abre las puertas a otras historias que seguiré. Gracias por esta escritura tersa como las caricias del enamorado. Gracias por la concisión y la elegancia cuando cuentas en voz baja, al oído.  Gracias por llevarme de Regent’s Park a una noche de estrellas en Dinamarca. Gracias por  quedarte en el paisaje de mi mente.

«Todos somos una página de un libro, pero de un libro que nadie ha escrito nunca y que en vano buscamos en las estanterías de nuestra mente.»

Este es de esos libros que me hacen creer que no puedo volver a escribir.
Este es de esos libros que me hacen sentir que no puedo dejar de escribir.

Mr. Gwyn. Alessandro Baricco.
Editorial Anagrama, 2012.
Edición original: Mr. Gwyn (Giangiacomo Feltrinelli, 2011)
Traducción: Xavier González Rovira



De interés añadido: el descrifrado del texto que forma la huella de la portada.


«No somos personajes, somos historias.»

Notas de cata: Penelope Mortimer, Orhan Pamuk, Oscar Wilde, Fleur Jaeggy, Isaac Belmar, Evelyn Waugh, Nathalie Sarraute, Carlos Laredo

Este mes lector ha estado marcado por las lecturas breves pero de calidad. Entre todas ellas, tres relecturas: Waugh, a quien hace un tiempo tengo ganas de volver; Wilde, gracias al reto de Finales Felices de Seri, de El borde de la Realidad; y Mortimer, aunque en este caso fue una sorpresa la relectura. ¿Por qué? Por este despiste que llevo conmigo. Compré con expectación la reciente edición de Impedimenta, que me había enamorado al verla en el catálogo, y al añadirla a mi base de datos encontré otro título de la autora, “La torre”, que no recordaba. Es la misma novela, en una edición de Mondadori  del 96, que está en mi pequeña biblioteca desde hace trece años. En fin. Esta es mi cabeza y así es mi mundo. Y aquí tenéis mis notas de cata:

EL DEVORADOR DE CALABAZAS. Penelope Mortimer

Me apasiona el chocolate cuando es negro, con todo su amargor, lleno de sabores densos que te llenan el paladar. Lo mismo me ocurre con los libros y, cuando encuentro uno con esa misma intensidad, lo paladeo con cuidado. Como he hecho con éste. Porque cuenta mucho más de lo que dice. Porque está lleno de matices. Porque la ironía y la amargura se entrelazan de una manera tan íntima que a veces cuesta desanudarlas. Por la conciencia dual de la voz que nos habla. Por esa historia tan viva y real (muy real). Por esa protagonista que, a ratos, me levantaba ampollas. Por ese final que no voy a mencionar. Cacao al noventa por cien. Del mejor.

Para maridar con: lectores de paladar exigente que no busquen el azúcar de la vida.

El animal moribundo, de Philip Roth.



Este es mi pequeña contribución al homenaje a Roth de Rustis y Mustis. He hecho lo que he podido, queridas, pero no me resultaba fácil transmitir mis impresiones con el libro. Y os agradezco el empujoncillo para saldar esta deuda de letras.


El animal moribundo. Philip Roth
Alfaguara, 2002.
Traducción de Jordi Fibla.

David Kepesh, a sus ochenta años, confiesa a un personaje desconocido una de sus últimas experiencias sentimentales: la que mantuvo con Consuelo Castillo, una joven cubana, casi cincuenta años más joven que él.
Desde que la revolución de los sesenta lo liberó de sus ataduras familiares, Kepesh, profesor universitario, famoso periodista, un hombre seductor, inteligente y culto, ha vivido al margen de cualquier compromiso. Y tiene una rica fuente para sus conquistas dentro de sus propias clases. A las puertas de la vejez, la vitalidad y la hermosura de Consuelo enfrentarán al protagonista con el significado de su vida.

«Consumid mi corazón; doliente de deseo
Y atado al animal moribundo  
Que ignora su ser; y recogedme
En el artificio de la eternidad.»
(“Navegando hacia Bizancio”, William Butler Yeats; en “30 poemas”, Ed. Mondadori, 1998)


Doliente de deseo, atado a él, febril, el animal moribundo es el propio David Kepesh que recorre una vejez libertina y busca, a través de la satisfacción sexual, la más íntima satisfacción de su ego. Un personaje lleno de aristas trazadas con tiralíneas. Tenía en mente a Henry Miller cuando decidí enfrentarme a Roth en este primer pulso entre nosotros y sí, algo ha habido de aquellas sensaciones de entonces, de aquella incomprensión ante la forma de asumir la percepción vital, ese llevarlo todo al terreno de lo físico e intentar manejar las emociones, propias y ajenas. Como si el sexo fuera el único argumento para plantarle cara a la vida.


«La corrupción no es el sexo sino lo demás. El sexo no es sólo fricción y diversión superficial. El sexo es también la venganza contra la muerte. No te olvides de la muerte.»

La brevedad de la novela ayuda a fluir entre las páginas sin que las cargas de fondo resulten un lastre muy pesado. Con una estructura aparentemente sencilla, te va llevando de puerta en puerta, a veces retrocediendo para avanzar por otro camino con astucia, vistiendo capa a capa los miedos y anhelos con un lenguaje vívido que los pinta a todo color. Corta pero intensa, una cápsula contra el dolor del tedio.

Subyacen (bajo una cobertura de explícita enumeración de lo fisiológico, quizá lo más flojo de la novela) los conflictos inherentes a la condición humana: la libertad, la muerte, la búsqueda del yo. Una exploración de la identidad, la propia y la de los demás, enraizada con las relaciones que los atan y desunen, de la mano de la satisfacción y la frustración diarias. El amor no entra en la ecuación tratada, vamos a hablar de actos, aunque quizá su falta de mención le dé un especial significado.

«Creo que estás completo antes de empezar. Y el amor te fractura. Estás completo, y luego estás partido.»

Verse el uno a través del otro, la admiración, la dependencia, posesión y celos, una sombra de obsesión. Indagar en el alma a través del cuerpo, sin cortapisas. La vida, que sucede aunque queramos detenernos. La muerte, que nos alcanza siempre. La libertad de plantarles cara a nuestra manera. Es en el momento de lo íntimo, en la transmisión de la emoción sincera cuando Roth se crece y reclama tu respiración.

«Dame la libertad o dame la muerte.»

Quizá demasiado brusca a veces, con un toque de precario equilibrio entre las partes, tira de algunos resortes internos para revolvernos un poco. A mí consiguió inquietarme porque, de alguna manera, todos tenemos algo de animales moribundos, consumidos por nuestros apetitos, y no somos conscientes de ello.

El soplo de las musas

Cuando uno va por Madrid mencionando a las Musas, lo más probable es que se esté refiriendo a una zona del barrio de San Blas o a la parada de metro que hay allí. Si no es ese el caso, cabe la posibilidad de estar hablando de mitología, arte o alguna faceta creativa e, incluso, de estar frente a un artista que diserta sobre la inspiración y sus vicisitudes. Por lo que a mí respecta, dados mis intereses y mis debilidades, podéis apostar casi con toda seguridad a que ando perdida por las brumas de los mitos y los sueños.

De pequeña aprendí que, en la antigua mitología helénica, las Musas eran las nueve hijas de Zeus y Mnemosine, que vivían en el monte Parnaso y que auspiciaban las artes y las ciencias. Incluso memoricé sus nombres (entonces era capaz de ejercer algún control sobre mi memoria, ahora sucede exactamente lo contrario): Clío, Calíope, Talía, Terpsícore, Erato, Euterpe, Urania, Polimnia y Melpómene. Recordar a qué campo asociar a cada una ya era un poco más arduo. La Historia con Clío, la comedia con Talía, la danza con Terpsícore… Poco a poco, van saliendo aunque suelo atascarme en las mismas. Por ejemplo, Polimnia me suena a polinizar hasta que me detengo a analizar el nombre y los muchos himnos que contiene me llevan a lo poético y lo sacro. Y sigo desgranando la lista.

Supe, más tarde, que estas musas canónicas no eran las primeras ni serían las últimas. Algo normal teniendo en cuenta la prolífica capacidad de los antiguos dioses para engendrar hijos a lo largo y ancho de todo el universo. En diferente número, con distintos nombres y diversos progenitores, se dispersaban por las tierras ancestrales para ser aclamadas por sus fieles. Desde las ninfas del Helicón hasta las camenas latinas. Los poetas clásicos las invocaban en sus cantos y dialogaban con ellas. A Safo, ya inmortalizada, Homero le concedió el título de Décima Musa. Las musas y su influencia se fueron multiplicando. 


El Parnaso

Fresco en Villa Albani, Roma. Anton Raphael Mengs, 1761. 

Según creencia popular y ampliamente aceptada, la asistencia de estas musas impulsa el hálito creador e inspira a los afortunados que reciben su visita a desarrollar su obra artística. Basta una pizca de talento innato, que uno tiene almacenado en el alma como una víbora enroscada pero presta a saltar sobre su presa, y el beso de la musa apropiada. Tú estás tan tranquilo, sentado frente a tu escritorio, en actitud ensoñadora mientras empuñas la pluma o apoyas las yemas de los dedos en el teclado del ordenador, cuando sientes un soplo en el oído que te dicta las palabras a escribir para conseguir la novela del siglo o el más profundo poema. Sin más. Sólo con su mudo susurro o un revoloteo etéreo. La escritura fluye en forma de torrente imparable, un Iguazú de frases perfectamente engarzadas desde el primer momento, impactantes y bellas hasta la infinitud. Así funcionan las musas. Ellas proveen. Y tú, margarita de un campo yermo, te conviertes de repente en frondoso rosal. Muy bonito, de verdad.

Si eres depositario de tal fortuna, permíteme felicitarte con entusiasmo y, de verdad te lo digo, ni un ápice de envidia. De verdad, insisto. No me llevo muy bien con las chispas divinas porque son proclives a provocar incendios. De tratar con los dioses a ingresar en un sanatorio mental hay un paso respetablemente corto. A mí me va más lo de apuntar pequeñas ideas que van surgiendo de lo que veo, de lo que siento o de supuestos que imagino y, de alguna manera, se aúnan para evolucionar hacia algo nuevo. Meter la mano en el ovillo de los recuerdos para tirar de un hilo y explorar las posibilidades de las historias que me cuento. Jugar con las palabras aunque, a veces, me pelee con ellas. Divertirme. Sí que hay una especie de chispa que se enciende en algún momento, por lo general después de que la mente lleve varios días frotando dos o más palitos. Y una musa que viene a verme sólo si la llamo y me da la espalda cuando no le presto la debida atención. La llamo Constancia. 


«¡Oh! ¡Quién tuviera una musa de fuego para escalar el cielo más resplandeciente de la invención!» 
William Shakespeare: “La vida del rey Enrique V”, acto I. 

(Obras completas. Ed. Aguilar, 1969. Trad.: Luis Astrana Marín)



Y a modo de banda sonora: 




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Abriendo brecha - II

Este mes he recogido varias propuestas de autores noveles o independientes, a la espera de hacerse su hueco en este mundillo literario tan peleado.

Desde Mundopalabras me presentan dos libros y lo hacen con estas palabras:

«“El Play Boy, una novela para descubrir todo lo que hay que hacer para acabar la noche en una churrería”, la primera novela del escritor Lupiáñez. Una historia gamberra y llena de humor que narra una aparentemente inofensiva fiesta en casa de unos amigos y en la que un joven estudiante de oposiciones intenta conquistar a una chica arropado por la ayuda de su hermano, autodenominado experto en estas lides.
“El Play Boy” es como el macho ibérico de las fiestas que hora tras hora, copa tras copa, va realizando una serie de hazañas que le aseguren su presa. Como un invitado más, el lector acompañará a estos dos hermanos en su donjuanesco empeño aunque en más de una ocasión dudará si todo esto llegará a buen puerto.»

Haciendo inventario para la nueva temporada.

Es propio del cambio de estación el ponerse a organizar los armarios, la casa e incluso la mente, que en casos como el mío es de lo más caótica y precisa detenerse, de tanto en tanto, y hacer balance de lo que guarda por si puede librarse de algo. Recuento de bienes y una limpieza necesaria si no queremos convertirnos en meros acumuladores de trastos e información que nos lastran; purificarnos, en cierta manera.

Lo que me espera en las estanterías:

Al ponerme a inventariar libros y lecturas, se ha hecho más viva la conciencia de todo cuanto tengo por leer sin salir de casa. Parece mentira la cantidad de libros que se acumulan en las estanterías, que llegaron con la convicción de ser los primeros del harén y se han visto relegados a rincones menos transitados, aún vírgenes. Otros han ido llegando mientras tanto, muchos (me niego a pensar que demasiados, pese algún insidioso comentario que, estoy segura, se debe únicamente a los celos),  y se han unido a los antiguos en sus requerimientos de atención. Mi corazón peligra, teniendo que repartirse tanto.

Piezas olvidadas y reencontradas son “Historia de dos jóvenes casadas” de Balzac, “Toda pasión apagada” de Vita Sackville-West y “La biblia envenenada” de Barbara Kingsolver, que en su momento saltaron a mi bolso para, después, camuflarse entre sus compañeros y ahora me toman por sorpresa.

Entre los llegados en este tiempo están: “El devorador de calabazas” de Penelope Mortimer, “Los jardines estatuarios” de Jacques Abeille, “Hermana Muerte” de Thomas Wolfe, “Las vírgenes sabias” de Leonard Woolf o “Tiempo de sembrar piedras” de Tim Powers. Tan distintos como atrayentes todos.



Otoño y decadencia

El otoño es una estación que tiende a la melancolía, quizá porque hace pensar en el paso del tiempo. Como la luz, el entusiasmo parece atenuarse. Ese correr los días hacia la oscuridad cada vez con más prisa. Las hojas desprendidas de los árboles y del calendario. Se acerca el invierno, el fin de año, otro más, nuevos propósitos, ¿qué objetivos se cumplieron? Hoy viento y mañana lluvia. El cambio, siempre una inquietud. Por lo visto, las ideas suicidas (y los suicidios consumados) se incrementan en primavera y otoño: épocas de transición que parecen favorecer el desequilibrio. Decadencia y caída.1

La decadencia del año no es nada, aun así, comparada con la que parece afectar a nuestra realidad mundana. Esa lleva más carrerilla, si cabe. Incluso se ha equipado con las alas del absurdo para echar a volar por encima de las cabezas, del bien y del mal, intentando dejar atrás cualquier huella de raciocinio que pueda estorbar su avance. Trucando el altímetro, si hace falta, para engañar al ojo y desaparecer entre las nubes a la primera de cambio. Así están las cosas. Una merienda de negros.2

Necesito respirar hondamente para no boquear como un pez fuera del agua cada mañana, al ojear los titulares del día. A ver qué perla encontramos. Qué aprendiz de alquimista ha convertido su cargo en oro. Qué intrigante de postín presume de su último escándalo. Qué epidemia de sinsentidos va a dar de qué hablar hoy. Y, por si no se formara por sí solo el suficiente alboroto, siempre habrá un correveidile que se ocupe de aumentar el ruido. Ya sabéis. ¡Noticia bomba!3

Si la primavera fue inestable, este otoño no queda atrás. Línea continua del desbarajuste político que anima la vida pública: despropósitos, canalladas e ineptitudes varias se acumulan en el haber de una clase que se aleja más, cada día que pasa, del pueblo al que se supone que representa. A esto se le une la sinvergonzonería de otra clase tan distante o más de la gente llana: el poder económico que, desde la penumbra, extiende su larga y siniestra mano cual Sauron desatado. Nos avasallan con sus hordas. ¿Qué pretenden? Rendición incondicional.4

No. No nos rindamos. Defendamos lo que más importa: los seres queridos.5No hay más banderas6que las de la libertad, por lo menos la de pensamiento. Más allá de estos cuerpos viles7, que algún día no serán más que un puñado de polvo8. Debemos legar a nuestros sucesores algo que merezca la pena, algo mejor que una utopía, no un amor entre las ruinas9.



1 Recordatorio: releer a Evelyn Waugh.
2 Recordatorio: insisto en releer a Evelyn Waugh.
3 Recordatorio: sin excusas para releer a Evelyn Waugh.
4 Recordatorio: leer lo que tengo pendiente de Evelyn Waugh.

5, 6, 7, 8, 9Observación: Sólo intentaba desahogar la hartura que me llena estos días. No sé si como terapia habrá servido pero algo me queda claro: mi mente pide volver a Evelyn Waugh.


Ahora no sé si preguntar qué tal lleváis este otoño o si habéis leído a Evelyn Waugh…

 

Sobre corazones hambrientos


Todos tenemos el corazón hambriento, de uno u otro modo. Todos necesitamos nuestra ración de amor. Amor de pareja, amor de padres, amor fraterno o amor de amigos. Incluso amor propio. De éste, a veces, dosis doble. A veces ni siquiera se sabe de qué tiene hambre este pobre corazón nuestro y se sufre, nos duele el deseo insatisfecho de algo que se nos escapa. 

Hay corazones famélicos que no han aprendido a reconocer su hambre. Quieren éxito o dinero, algún tipo de reconocimiento: es amarse a sí mismos lo que les hace falta. Algunos glotones anímicos nunca se sacian y viven en eterna frustración. Darían lástima si no fuera por su egoísmo, por su afán de acaparar, que más bien provoca desdén. Y están los desdichados, sí, los que carecen de la porción que debió tocarles por alguna jugada del destino. Unos la tuvieron y la perdieron, y ahora la echan de menos; a otros nunca les llegó. 

Existen miles de historias sobre todos ellos, muchas ya se han contado y otras tantas están por contar. Seguro que cada uno tenemos la nuestra.

Hoy dejo que el Boss cante la suya. Precisamente hoy, porque es algo especial.





Gracias, ‘Leo’, por estos diecisiete años que llevas alimentando el mío.



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Notas de cata: José Morand, M.C. Beaton, David Lodge, Yasmina Reza, Cees Nooteboom.

Septiembre comenzó a un ritmo desesperadamente lento en cuanto a lecturas, en parte por cuestiones de tiempo y en parte por falta de concentración, y aunque voy recobrando los buenos hábitos todavía no me siento del todo ubicada. Todo llegará. De momento, lo que llegó fue una canijilla a la familia que pretendo convertir, con el permiso de sus padres (o no), en una futura lectora con la que compartir charlas librescas. De lo leído, aquí dejo las catas:

DEVUÉLVEME MI NOCHE ROTA. José Morand

Aviso: no es una novela, no una novela al uso, cuando menos. Es un álbum de momentos, una discografía confesional, una memoria sinfónica. Una vida reconstruida a pedazos discontinuos a través del factor común de la música, fragmentaria también, incluso descabalada. Y es que lo único lineal de la vida es el tiempo, que discurre inexorable, pero los momentos se alborotan en las habitaciones de nuestra mente y salen a borbotones cuando se pulsa el interruptor adecuado. Aquí, la música es el interruptor: un disco, un tema, un intérprete; con cada uno se enciende una de las partes que conforman lo que ha sido, lo que ha llegado a ser. Directa. A veces dolorosa por la cercanía generacional y emocional de lo contado. Caí en la trampa de la identificación y, así, es difícil de despegarse de las notas sostenidas que, ya antes, estaban en mi cabeza. Que seguirán.

Para maridar con: coleccionistas de música y recuerdos, pesimistas existenciales y corazones nostálgicos.

"L'esprit de l'escalier" o la contestación que no llegó a tiempo.

«Quisiera que me hubiera salido un comentario agudo y sarcástico, 
pero se me ocurrirá esta noche, como si lo viera.» 

La señorita Pole en “Cranford”, de Elizabeth Gaskell.


Seguro que os ha pasado más de una vez: al rato de haber mantenido una conversación, se os ocurre la respuesta adecuada a algún comentario que quedó sin contestar por falta de reflejos en aquel instante. No es como morderte la lengua para no soltar tres frescas a alguien que se lo está buscando, porque no merece la pena perder la dignidad a costa de intercambiar impertinencias. Es un bloqueo momentáneo y de lo más fastidioso. 

Cuando eres lo bastante joven como para resultar fácil de abochornar, puedes llegar a creer que es señal de escaso ingenio e, incluso, acomplejarte un poco por ello. Luego te das cuenta de que es habitual, que a todo el mundo le pasa, bastante más de lo que piensas. Tanto, de hecho, que los franceses han llegado a darle un nombre a ese momento en que das con la contestación que ya no necesitas: “l’esprit de l’escalier”.

Sonaría muy interesante decir que aprendí esa expresión leyendo a Diderot (y si fuera en su idioma original, mucho mejor), pero voy a confesar sin vergüenza alguna que llegué a ella a través de Charles Schulz y su genial Charlie Brown, de quienes soy confesa admiradora. Bueno, en realidad fue la resabiada Marcia quien la utilizó en una de las tiras cómicas y me hizo bucear en busca de su significado. Y me encantó. Ahora, cada vez que me quedo en blanco ante alguna frase que me hace desear replicar y no consigo hacerlo, visualizo una larga escalera que se pierde en la oscuridad e intento imaginar en qué escalón perdido encontraré esa réplica agazapada, mirándome con burla por mi torpeza.





¿Os ha pasado a vosotros alguna vez?

#Mugs&Books 2ª edición: me he animado.

Me gustan los colores del otoño, a pesar la caricia melancólica con que te roza la estación. Quizá para esquivar ese toque, he decidido animarme a la propuesta de Mónica-Serendipia pese a las escasas dotes fotográficas que me hacían reacia a ello. Pero es un juego, es divertido y, qué demonios, hay que jugar en esta vida.

La verdad, si no llega a ser por mi dosis de Rooibos de caramelo con la que me he sentado a descansar en mi sillón favorito, no hubiera participado. Pero fue ponerme mi individual de cáñamo teñido de negro, sacar el servicio de té… y mi mente tuvo un chispazo que me llevó veinte años atrás y a Mishima, mi primera incursión en la literatura oriental, que en aquel momento me fascinó. Recuerdo que “Música” se me adhirió a la piel como una ventosa. ¿Por qué no compartirlo?, pensé. Y aquí está, junto con dos compañeros de estantería, acompañando al té.




Al final le cogeré afición a esto de hacer fotos y todo… 

El tiempo juega al escondite

El tiempo se queda a nuestra espalda y, si vuelves la cabeza, apenas ves la punta de su nariz escurridiza mientras se esconde. Un, dos, tres, el escondite inglés. Te vuelves a girar y lo tienes más cerca. Ahora lo ves, luego no lo ves, de pronto lo notas respirando en tu cuello. ¿Lo tenías tan desnudo? Puede ser, no lo recuerdas. Su aliento te roza con frialdad. Igual que sus dedos, afilados, al posarse en tu hombro. Te ha atrapado en su abrazo inevitable. Ríndete. 

Notas de cata: Rubén Angulo Alba, Marcela Olschki, Somerset Maugham, John Mortimer, Antonia Romero, Connie Willis.

La lectura es para mí una carrera de fondo pero, últimamente, parece haberse convertido en una de obstáculos. Llevo un tiempo con la concentración cayendo por el lado equivocado del territorio de la mente, ahí donde hay pendientes y barrancos de escarpaduras llenas de bordes filosos. Mi neurona funcional se está malacostumbrando a las abstracciones que me rozan y se alejan, dejándome como un niño al que se le escapa un globo y me hacen sentir, de algún modo, huérfana. Me ha costado un poco emprender la escalada de regreso; voy poco a poco, me fuerzo, aunque ya he reencontrado el tacto compañero de las palabras que hormiguean en las yemas de los dedos. Y aquí ando, un tanto renqueante pero ando, más o menos.

Durante este agosto atolondrado sólo he degustado unas pocas novelas cortas, muy cortas algunas, casi relatos (y este mes es aún peor, porque a estas alturas sólo he leído un libro y a trompicones). Estas son las catas resultantes:


LA ESCRITURA NECESARIA. Rubén Angulo Alba

Un combinado de licores diversos, sabor fuerte y algo seco: erotismo cotidiano y aroma de misterio. Entre medias, persistente, el toque amargo de la existencia. El argumento parte de ciertos estereotipos desarrollados de una forma personal: escritor viudo con un hijo pequeño se traslada a una nueva ciudad y, mientras se intenta centrar en la escritura y en su niño, se deja llevar por su atracción por las mujeres y una sombra misteriosa en la casa donde vive.  No es una novela redonda, es más bien tentacular, alargando un brazo por aquí y un pie que patea por allá, y en el interior de una historia en espiral hay algo promisorio, algo que susurra que aún queda mucho por dar.

Para maridar con: espíritus atrevidos que no temen aventurarse con el sabor de autores nuevos.  

Regreso a plazos

Seré breve: ya no estoy de vacaciones. El inciso despendolado terminó, así que llega la vuelta al ruedo... pero va a ser lento, a pequeños pasos, porque "circunstancias ajenas a mi voluntad" (tópico necesario) mantienen la concentración a una incómoda distancia, así que temo que las notas de cata de rigor se verán retrasadas un poco y no digamos otras entradas. Continuaré vagabundeando por las redes, por algunas más que otras y según qué ratos, e intentaré pasar por vuestros sitios en cuanto pueda, pero el poco tiempo no me dará para mucho así que quizá tarde en hacerlo y comentar, o quizá ni siquiera comente. Disculpadme por ello.  

Gracias por vuestra paciencia. Nos leemos pronto.  

Un informe de situación a vuelapluma



Estoy de vacaciones. Tres palabras que forman una frase tan breve como expresiva. Durante esta semana y las dos próximas, estoy despendolada, sin más horarios que los que yo me quiera marcar para poder dedicarme a lo que normalmente no puedo hacer. Así que mi habitual dispersión está cobrando unas dimensiones ciclópeas y no sé dónde me va a llevar.

Las lecturas no van mal. Una primera semana trabajando y arrastrándome por autobuses y metros me ha dado tiempo suficiente para terminar un libro empezado el mes anterior y terminar otros cuatro. Parece buen ritmo pero he de decir que eran novelas breves, muy breves, al menos dos de ellas.

Me he estrenado con Marcella Olschki, autora que venía muy recomendada, y me ha encantado descubrir. Me he reencontrado con John Mortimer y su extravagante Titmuss, una cita divertida y satisfactoria. He vuelto a Somerset Maugham con una relectura maravillosa… En fin, que el balance a estas alturas está siendo positivo, una vez más. Y en este momento estoy inmersa en una nueva relación con Connie Willis, con quien tenía pendiente cita desde hace tiempo. Mucha variedad.

También he tenido buena mano, o al menos muy larga, en las adquisiciones: media docena de libros nuevos llevo ya. Pero puedo dejarlo cuando quiera. No es una adicción, es sólo lástima hacia esos pobres libros ahí yaciendo, como huerfanitos de mirada suplicante en busca de hogar. No es culpa mía que algunos se sujeten con sus manitas a mis faldas, reclamando mi atención. Si quieren una casa donde vivir, la mía está abierta para ellos.

Agosto es un mes ocioso y algo desangelado y, con este despendole que mencionaba al principio, me pasaré poco por aquí y por vuestros blogs. Y en cuanto esté perdida por tierras francesas, será aún menos. Pero no me voy del todo. Si no me da por desvariar en este rincón, puede que lo esté haciendo en otra habitación de la casa (calladita no sé estar, mal que me pese) o en alguna de las redes que frecuento. Al menos mientras alguien no me ponga un bozal.

Para despedirme, os dejo una lectura veraniega (que ya conocéis quienes paseáis por el otro blog) y entretenida:




El enlace os lleva al número 2 de esta revista cultural que, además de artículos y entrevistas, recoge un puñado de relatos, poemas e ilustraciones con el tema común de los viajes. Uno de ellos, ejem, es mío.


Y ahora sí me voy. ¡Feliz mes de agosto!


Información y verdad



«Una mentira es capaz de dar la vuelta al mundo antes de que 
la verdad tenga tiempo de ponerse las botas.» 

Terry Pratchett.


Ahora más que nunca, nuestra visión del mundo es producto de la interpretación de la realidad por parte de los medios de comunicación, aunque con ello no me refiero sólo a los medios periodísticos sino a este medio global de masas, tan directo y manipulador como el que más, que es internet. Lo instantáneo forma parte de nuestra actual forma de vida y, gracias a redes sociales como Facebook o Twitter, nos enteramos de lo que ocurre en cualquier punto del mundo prácticamente al momento.

Noticias y testimonios ruedan por las vías virtuales como bólidos de la información y, desde el momento en que una voz se viste con la autoridad para informar, se dan por sentadas la sinceridad y la credibilidad. Términos que, además de dispares, pueden resultar antitéticos y cada vez somos más conscientes de ello. Pero no debemos olvidar que interpretar, tergiversar y manipular no son actos privativos de los canales establecidos; todos caemos en ello. No hace falta mentir, basta con callar. Cada día lo vemos y cada día lo hacemos.

El genio de la fantasía satírica Terry Pratchett escribió un estudio sobre el tema con el sintético título de “La verdad” y la forma, habitual en él, de novela fantástica descacharrante. Protagonista: la prensa. Como medio y como objeto, además. Una inmensa maquinaria que parece tener el poder de la convicción porque, desde el momento en que los pequeños sucesos de la vida cotidiana se plasman por escrito, la gente empieza a creer en la letra como si fuera el profeta de una nueva religión. 

«William se arriesgó a echar un vistazo a su lápiz. Sí que era una especie de varita mágica.» 

Ver algo escrito en un periódico o en un libro le da mayor apariencia de verosimilitud que escucharlo tan sólo, aunque provenga de fuentes fidedignas (y quien dice periódico dice las noticias en general, incluso las de la radio o la televisión, que parten de una documentación y un guión ya preparados). Nos hemos acostumbrado a pensar que el boca oreja tiene más de chismología que la letra impresa, por más que ésta se especialice en cotilleo. Así, cualquier historia que aparezca por escrito nos resulta más real que un “me lo dijo Pérez”.

«—Oh, sí —dijo el señor Mackleduff […]—. No iban a dejar que cualquiera escribiese lo que le diera la gana. Es de sentido común.» 

En “La verdad” aparecen dos periódicos: el que plasma lo que cree que la gente debe saber y el que se centra en lo que cree que la gente quiere saber. El primero cuenta historias de la calle, investiga, contrasta, especula también e, inevitablemente, interpreta. El segundo, la mayoría de las veces, inventa. Si bien Pratchett satiriza, no exagera tanto ni son descabellados los mecanismos del éxito que maneja.

«Esto es un periódico, ¿no? Sólo tiene que ser cierto hasta mañana.» 

A menudo decidimos no saber; preferimos escondernos de la barbarie de ahí fuera, refugiarnos bajo una gruesa manta confeccionada a mano. Elegimos la historia de la mujer que dio a luz una serpiente antes que los entresijos del gobierno –o desgobierno– porque éste nos cabrea. Y nos decantamos por lo que más se amolda a nuestras convicciones previas, evitando el incómodo ejercicio de discernir entre la acumulación de ideas nuevas por si alguna nos hace cambiar el rumbo fijo del pensamiento.

«A la gente le gusta que les digan lo que ya saben. Recuerde eso. Se ponen incómodos cuando uno les cuenta cosas nuevas. Las cosas nuevas... bueno, las cosas nuevas no son lo que se esperan.»

«—¿Estás diciendo que a la gente no le interesa la verdad? —Escucha, lo que es verdad para un montón de gente es que necesitan el dinero del alquiler a finales de semana. […]» 

Dos llaves tiene el poder: la información y el dinero. No sólo su posesión sino la capacidad para administrarlos y utilizar a las personas a través de ellos. La pluma es un arma, sí, pero en demasiadas ocasiones al servicio de quien le paga. Al final, de una o de cien maneras, todo se reduce a eso.


Ficha del libro:

"La verdad". Terry Pratchett

Ed. Plaza & Janés

Título original: "The Truth"

Traducción: Javier Calvo


Jezabel. Irène Némirovsky.

¿A qué me enfrentaba? No estaba segura. Antes de esta tercera cita con Irène, había tenido el placer de conocerla en dos facetas diferentes: el exquisito retrato adolescente de “El baile” y las vívidas pinceladas de la coral “Suite francesa”. Las referencias situaban la novela más cerca del primero en tanto reflejaban una relación madre-hija, teñida de autobiografía por la memoria de Némirovsky. Con estas premisas comencé y me sorprendí, porque era mucho más que eso: era una imagen tridimensional.

Foto primera: inicio in media res. Imagen limitada por cuatro esquinas. La silueta destacada sobre un paisaje nítido a pesar de su segundo plano. Se adivinan volúmenes ahí detrás, texturas interesantes. Las siguientes fotografías combinadas van formando un holograma que, a su vez, irá cobrando solidez con cada movimiento hasta convertirse en una figura con identidad propia. Una mujer que respira por sí misma y por los demás.
«Le daba lástima, pero sentía una crueldad inquieta, el deseo de conocer por primera vez, de medir el alcance de su poder de mujer.»
Vanidad en una dimensión amplificada, sublimación de un egoísmo que trasciende el concepto de orgullo y se transforma en una ceguera enfermiza ante la realidad, Gladys no es solamente una nueva Jezabel. Lleva al extremo el tan humano miedo al paso del tiempo y, como Dorian Gray, entrega su alma a cambio de juventud y belleza al más mundano demonio. Acumula pecados como eslabones de un collar con el que adorna la pérdida de dignidad, de humanidad.
«No quería una belleza frágil, patética, amenazada por la madurez; necesitaba el esplendor, la triunfal insolencia de la verdadera juventud.»
Con un pulso narrativo bien medido, Irène Némirovsky recrea la imagen de Gladys a través de actos y palabras, suyos y de los personajes a su alrededor, desgranando los lujos y miserias que conforman sus vidas. La voz narradora no entra a valorar: son los personajes quienes valoran y el lector a partir de sus acciones, en un crescendo de notas tensas.
«Necesitaba estar segura de su poder, comprobar que era capaz de volver loco a un hombre, de hacerlo sufrir como antes.»

Quizá adolece de una sobrecarga en el absoluto protagonismo de Gladys, que a veces produce una visión desdibujada del resto, pero es algo habitual en los primeros planos y, en parte, de eso se trata: destacar su figura complejamente simple. Con los adornos justos para no restarle importancia a esa impresión que debe perpetuarse tras el revelado. Menos es más: la regla de la elegancia. Como la que desprende la prosa de Némirovsky, aun cuando desciende a lo más oscuro de las fallas del carácter y la psique. No es seducción de una noche, es fascinación perpetua.


Ficha y sinopsis:

Jezabel. Irène Némirovski
Ed. Salamandra, 2012

Título original: “Jezabel” (1936)
Traducción: José Antonio Soriano Marco

Gladys Eysenach es acusada del asesinato de su presunto amante, un joven estudiante de apenas veinte años, y el caso levanta una enorme expectación en París. Madura y excepcionalmente bella para su edad, Gladys pertenece a esa alta sociedad apátrida que recorre Europa de fiesta en fiesta. Envidiada por las mujeres y deseada por los hombres, su vida se airea impúdicamente frente al juez: su infancia, el exilio, la ausencia del padre, su matrimonio, las difíciles relaciones con su hija, su fama de femme fatale, su fijación con la belleza y la juventud... El público, impaciente por conocer cada sórdido detalle, no comprende que la rica y envidiada Gladys, comprometida con un apuesto conde italiano, haya perdido la cabeza por un joven anodino, casi un niño. ¿Quién era la víctima: un amante despechado, un delincuente de poca monta o quizá el testigo incómodo de un secreto inconfesable? ¿Y por qué la acusada insiste en mostrarse culpable y exigir para sí misma un ejemplar castigo?

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