Leer es un vicio solitario que se puede compartir.

Tengo otros pero suenan menos adecuados.

Verano y libros


Todos los años, antes de que despunte el verano, mis propósitos lectores para el tiempo de la calorina son de lo más ambicioso y, a veces, me llevan a plantearme preguntas acerca de las cualidades generalmente buscadas para las lecturas estivales. Por ejemplo: ¿por qué esa relación verano – libro ligero? ¿Porque el calor nos derrite la neurona y nos merma el intelecto? ¿Porque la posición horizontal en la tumbona o la toalla nos hace caer en ensoñaciones que nos apartan del pensamiento sesudo? ¿Porque la relajación deviene en dispersión y las jarras de sangría impiden la concentración? Preguntas de hondo calado metafísico, claro está, cuyas respuestas surgen por sí mismas y a sí mismas se prueban empíricamente.

¿Qué es lo que esperamos realmente de lo que llamamos, de una forma muy general, lecturas veraniegas? Un rato entretenido, sin más, que nos aleje de la realidad a la cual pretendemos dar el esquinazo durante unos días. Un poco de intrascendencia, como dice una amiga, y de banalidad. Aventuras, enredos, amoríos, exotismo, humor… Y si todo está mezclado, mucho mejor. Cócteles al gusto del consumidor: se beben con facilidad y dejan buen sabor.  

Priman las tramas de intriga, como si la búsqueda del bronceado perfecto y la del asesino de turno fueran a la par, aunque no es así; si el libro te engancha en la playa, tienes muchas probabilidades de lucir un moreno unilateral (cuando no un rojo rabioso) en la espalda. Los romances también bullen (y nunca mejor dicho en estos últimos tiempos) por los rincones, preferiblemente con un toque sobrenatural o de morbo. Al fin y al cabo, los temas clásicos: Tanatos y Eros, muerte y amor. A veces acompañados por la risa, o al menos una sonrisa, tan necesaria para la supervivencia en el día a día.

Hace mucho que no leo una buena novela de misterio, me doy cuenta; después de una sobredosis de tramas policíacas en los dos años anteriores, las dejé a un lado por un tiempo y quizá sea momento para retomarlas. Hay un par de ellas que me han recomendado últimamente. Además tengo pendientes unos cuantos títulos apetecibles que he ido acumulando en estos meses y las vacaciones son el momento perfecto para ponerme con ellos. Siempre hay un hueco donde encajarlos. 
   
Deslumbrada por el sol radiante, parece que no aprendo: me preparo una lista de lecturas que más parece una boa constrictor y, según va avanzando la estación, me doy cuenta de que he vuelto a caer en el optimismo más desaforado. Las palabras “tiempo” y “relax”, que desde la jornada laboral uno define como «horas vacías» y «ociosidad y letargo», en el periodo vacacional se convierten en «actividades continuas» y «animación y desparrame». Todas las buenas intenciones en cuanto a leer y escribir como nunca se quedan reducidas a eso, a intenciones. Las pilas de libros por leer no parecen menguar en absoluto; por el contrario, veo que el montón de adquisiciones ha crecido en altura y tengo que reacomodar las piezas. En mi libreta se dispersan pequeñas notas inconexas que no alcanzan, ni de lejos, la calificación de “bosquejo de entrada” o “guión para relato”. Qué desvergüenza la mía.


Mi lista se ha ido al garete, todas esas recomendaciones y anti-recomendaciones han quedado a un lado, mis retos personales están desdibujados por el sol y la diversión estivales, la informalidad me ha vencido otra vez. Es momento de hacer propósito de enmienda, lo sé, sin embargo, entre tanto… ¡lo que he estado disfrutando!

Recién llegados: "Por último, el cuervo", de Italo Calvino.

Por último, el cuervo. 
Italo Calvino

Tusquets Editores, 1990 (1ª edición).
Colección Andanzas

Título original: Ultimo viene il corvo. (1949)
Traducción: Aurora Bernárdez.
El conocimiento que, hasta ahora, tengo de Italo Calvino se centra en sus obras más fantásticas, de las que guardo buen recuerdo, y la inefable “Si una noche de invierno un viajero”, a la cual llegué de una forma bastante errática y que me dejó una huella de satisfecha inquietud. Esta pieza la he cobrado de un modo también fortuito, que me ha traído a la memoria una frase que aparece en la comedia musical “La alegre divorciada”: «Casualidad llaman los bobos al destino». Sin entrar en disquisiciones filosóficas sobre si esta afirmación es cierta o habría que darle la vuelta, si que hubo algo de casualidad o destino en su adquisición. A primeros de mes, justo cuando iniciaba mis vacaciones, un amigo me habló del libro en cuestión, que acababa de empezar a leer, y me picó la curiosidad. Menos de una semana después, husmeando entre los heterogéneos  expositores de las librerías que formaban parte de la Feria del Libro Antiguo y de Ocasión de Santander, mi impaciencia por no encontrar un título de mi agrado se apagó al ver este ejemplar todavía virgen, apenas cubierto por la ligerísima pátina propia de los libros relegados a las filas de los desatendidos. Precisamente este. Desembolsé los nueve euros que costaba con alegre desenfado y del librero recibí el volumen y un animoso comentario («buena elección», dijo con una sonrisa). Me fui contenta como una niña con un helado.
Ahora, apoyado al desgaire en un estante que no le corresponde, espera el momento de establecer conmigo una relación de complicidad y encontrar el hueco definitivo en mi pequeño harén de amores literarios.   
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