Leer es un vicio solitario que se puede compartir.

Tengo otros pero suenan menos adecuados.

Como una novela, de Daniel Pennac


Leer: imposición, castigo o suplicio; necesidad, evasión y placer. La confrontación con los libros está llena de posibilidades. Puede ser una aventura. Así lo relata (sí, lo relata) con fascinante brillantez Daniel Pennac en “Como una novela”.
No recuerdo exactamente cuándo lo leí por vez primera, pero apenas había pasado unas pocas páginas y ya se había convertido en uno de los libros que (ya lo supe entonces) iba a tener siempre a mano. Uno de esos que no quiero olvidar.


“El verbo leer no soporta el imperativo.” Con ese principio, ¿cómo no enamorarme? Y eso que nunca hizo falta que se me obligara a leer, ni siquiera en los más torpes inicios. Al contrario, si en algo tenían que esforzarse los adultos a mi alrededor era en separarme del libro que tuviera entre las manos, porque siempre había alguno. Me extraña que no llegaran a utilizar una radial. Por otro lado, han estado siempre esos otros que miraban al libro como si fuera un amenazador objeto de otro mundo y a ti como si padecieras una enfermedad contagiosa.
Durante la mayor parte del pequeño pero intenso ensayo, Pennac narra el proceso por el cual un pastor de mentes conduce a un renuente rebaño hacia los mejores pastos.

Es una narración en todo punto, una sucesión de acción y reacciones por parte de varios personajes, con su inicio, su desarrollo y su desenlace. Como una novela. ¿Y cuál es el tema? Un tema universal: el amor. Sí, el amor por la lectura, desde que nace tímidamente, como sin querer, y va cobrando fuerza, paso a paso, y se va volviendo arrollador hasta llegar a lo más alto. Esa pequeña manada de adolescentes, que Pennac describe con irónica ternura, se deja llevar por la astucia de un profesor que los conoce muy bien y los va viendo enamorarse.
Igual que ellos, yo me fui enamorando de este libro, de su alegría, de su vitalidad, de su defensa del espíritu independiente. Pasé buena parte de la lectura (¿o fue toda?) con una sonrisa cosquilleándome en los labios, cuando no rindiéndome sin resistencia ante la carcajada. La lista de “Para qué leer” es más que una perogrullada o una obvia ironía: es una realidad que, sobre el papel, arranca una sonrisa inevitable.

Recrea escenas que reconocemos enseguida, porque en algún momento las hemos vivido. Las famosas preguntas “¿Pero no has leído…?”, o “¿Cómo puedes no conocer…?” se suman al “Todo el mundo lo ha leído” y, lo que es peor, “Está super de moda”. Para nuestra desgracia. A veces nos desanimamos, otras veces nos retan. A mí, por lo general, me llevan por la calle contraria (soy obcecada, lo reconozco).
Y, luego, está el desenlace estrella: los derechos del lector. Oh, maravilla.

Pennac se anotó un tanto al enumerarlos pero, sobre todo, al nombrarlos: derechos. No mandamientos o disposiciones, sino derechos. Cómo podemos leer, si nos place. En una vida tan llena de obligaciones y tacaña con los privilegios, si no son para unos cuantos, poco hay tan universal como el amor y la lectura, tan imbricados a veces. El amor a la lectura, tan pasional como otros, se encuentra demasiado a menudo con guías y listas y cánones que indican cómo encauzarlo. Esta lista es diferente. Y lo engrandece.
Es cierto que pasa de puntillas por algunos temas, como el de los malos libros, pero me deja con la sensación de que, al presentarlos, pretende que saquemos nuestras propias conclusiones. Porque, al final, es la intención del libro: llegar a gozar de la lectura desde la libertad.

Yo, es que leo en cualquier sitio...

No hace falta que lo jures. Te he visto pegada a tu libro como si el resto del mundo no existiera. En el autobús y en el vagón del metro, en los pasillos de conexión, en las escaleras mecánicas, caminando por la calle hasta llegar a la puerta del trabajo e, incluso, pasar la tarjeta para fichar la entrada con una mano mientras la otra sigue sosteniendo el libro, porque no puedes apartar la vista justo ahora, a mitad de un párrafo tan interesante. Me sonrío, pero te comprendo porque a mí me pasa lo mismo. Cuando estás engullida por la historia hasta tal punto que salir de ella te cuesta esfuerzo, podrías leer sentada en la punta de un pináculo de la catedral de Burgos sin pensar en el abrazo del frío, hasta convertirte en una gárgola. 

Entre los mitos del Hollywood de antaño se contaba uno según el cual W.C. Fields, el viejo cómico, hacía honor a las siglas de su nombre teniendo la biblioteca en el cuarto de baño. No sé hasta qué punto será cierta la leyenda, pero sí es cierto que mucha gente tiene, al menos, un revistero allí colocado, provisto de material suficiente para procurar distracción durante ciertos íntimos momentos. Y no me refiero al alimento de la libido autocomplaciente. Aunque pocos lo confiesan, muchos entretienen el estreñimiento con lecturas evasivas. Tengo una amiga que guarda siempre un libro allí para los ratos de auténtica soledad (es el único lugar donde los niños dejan de ser un apéndice a mí pegado, reconoce con ligero aire de culpabilidad). Y otra a quien le encanta relajarse en la bañera llena de agua cálida y espumosa hasta las axilas, con la espalda recostada como en una tumbona, escuchando música suave, un libro entre las manos y una copa de vino en el taburete junto al borde. Esa sola imagen ya me hace relajarme a mí también. Es la versión adulta del libro impermeable y los patitos de un bebé.
Habituales son las terrazas, las de las cafeterías o la de tu casa, los porches y las balconadas. El banco en el parque, la manta en el campo y la toalla en la playa. Junto a un río refrescante, bajo la sombra de un árbol o balanceándote en un columpio. Esa esquina del cruce mientras esperas a alguien que se retrasa (qué rabia si no llevas un libro que ayude a atenuar la impaciencia). La cafetería donde ya te conocen y te sirven tu café en vaso, largo de leche, de siempre y, cuando levantas la mirada para agradecerlo, el camarero te guiña un ojo diciéndote: “Ese te va a durar un suspiro”. Porque ya sabe que esa delgadez del lomo no es rival para ti. Y más de un volumen de tu biblioteca particular guarda las huellas, en sus páginas, de haber compartido contigo la comida.
No queda nada bien ir de acompañante en el coche y leer mientras el conductor no despega los ojos de la carretera, aunque ganas no te falten. Así que aprovechas la parada de repostaje en la gasolinera para sacar el libro de la guantera y aprovechar esos míseros minutos para adelantar página y media, como un morfinómano con el mono, y sonríes vergonzosamente a tu compañero cuando vuelve al coche y te ves obligada, por tu conciencia culpable, a cerrar de nuevo el libro.
Tampoco es responsable la lectura en el puesto de trabajo. ¡Pero cuánto irresponsable anda suelto! Otra de mis amigas se llevó más de un rapapolvo por tener la novela de turno debajo de los papelotes repartidos por la mesa. Abierta. Otro sistema que he visto es guardarla en el cajón de la mesita auxiliar y abrirlo disimuladamente, como un estudiante copiando en un examen. Con más desfachatez, algunos la abren sobre la mesa vacía, apartando un poco el teclado o usándolo a modo de atril. El descaro es tan arrollador que hay jefes que ni se atreven a interrumpirles el impúdico momento.
Se puede leer mientras se vacía el lavaplatos. Ni lo dudes. Mientras puedas sostener el libro con una sola mano tienes libre la otra para coger platos y vasos y colocarlos en la alacena, sin problema ninguno. Puedes verte en la necesidad de depositarlo en la encimera para coger con ambas manos una cazuela algo más pesada, pero mantenlo abierto y, aun así, algo pillarás. Supongo que leer y tender al mismo tiempo es más difícil, eso no lo he probado. Ni leer y planchar. Ahí seguro que me quemaría el dedo. (Inciso: ¿alguien sabe quién inventó el planchado? Si no estuviera ya muerto, yo volvería a matarlo.)
Hace años cogí el gusto de leer sentada en un banco en un paseo frente al mar. Al otro lado del muro que me guardaba las espaldas, había un campo de golf y el resto del paseo discurría sobre una cala tranquila. El sonido de las olas acompañaba las palabras y, de tanto en tanto, descansaba las pupilas con la vista del horizonte oscilante. Era todo un placer. Hasta que, un día, una pelota de golf huyó de su recinto y, en un impulso suicida, sobrevoló mi cabeza para precipitarse acantilado abajo. Huelga decir que el susto acabó con la sensación placentera. No regresé.
He visto leer en una barca, los remos sujetos a la borda, a veces junto con una caña de pescar, y mientras la brisa marina besa las hojas del libro. Uno ha de sentirse como un bebé en una cuna, imagino; desearía probarlo. Más resguardada es la lectura de cabina, o de camarote, pero tampoco forma parte de mi bagaje. Mi experiencia marinera es prácticamente nula, salvo contados paseos en lanchas playeras.
Leer en la cama es normal, si bien lo lógico es hacerlo por encima de las sábanas. Ocultarse debajo, una vez apagada la luz por orden parental expresa, armados con una linterna que alumbre ese tesoro de palabras… eso, también. ¿Quién no ha tenido que hacerlo, al menos hasta que uno de tus exasperados progenitores acudiera, llevado por su superior presciencia, a arrancarte también ese último recurso?
Escondida en el hueco bajo la escalera, en el armario trastero, en ese rincón tras la columna del garaje donde sólo el gato se acerca. Sentada en el alféizar de la ventana, en el pretil de una baranda, en el último escalón junto al altillo. Hecha un nudo en el sillón favorito de tu casa o, tiesa, en la más incómoda silla de tu abuela. Tanto da. Cualquier lugar es bueno cuando sabes que vas a disfrutar.
Habrá rincones insospechados que no alcanzo a imaginar. Igual tú los conoces. ¿Por qué no te acercas un poco y me los cuentas?

El mago de Oz, de L. Frank Baum

Supongo que la primera historia de infancia que me quedó grabada fue ‘El mago de Oz’, aunque realmente no se trabata del libro sino de la película. Ni siquiera me acuerdo bien porque, al parecer, sólo tenía tres años y quizá no es la memoria lo que juguetea dentro de mi cabeza sino las muchas ocasiones en que me lo han contado. Por lo visto, canturreaba las canciones y recordaba cada escena en que las había oído.

Más tarde, cuando ya supe leer, recorrí las páginas del libro con la misma fruición con que había visto la película. Lo hice más de una vez, de hecho. Cada vez que lo abría, caía dentro de él con la misma fuerza que la casa de Dorothy en Oz y creo que el Espantapájaros fue mi primer amor, o algo muy parecido.

Las aventuras se sucedían con agilidad, recorridas por una sutil corriente de humor, dándonos a conocer toda una pléyade de seres maravillosos hasta alcanzar la conclusión, al final del camino de baldosas amarillas, del gran fraude de Oz.

Ya en aquel momento pensé, al llegar al final, lo fácilmente que nos decepcionan los mayores y cómo nos engaña la vida. A pesar del final feliz, la historia no esconde los defectos y vilezas a que se enfrenta un niño cuando sale al mundo: fuera de casa la vida se hace extraña y hay que buscar la mejor manera de enfrentarla; hay que reunir cerebro, valor, corazón y paciencia, o acaso tesón, para desenvolverse ante las vicisitudes que nos encontraremos inevitablemente.


Mucha filosofía, quizá, para un relato de magia y aventuras que, después de todo, ha servido para entretener a varias generaciones. Cuando se sigue leyendo, versionando o recreando, por algo será.

Libros en los que no pasa nada

Unos días atrás encontré una opinión acerca de la novela “La delicadeza” de Foenkinos que me dejó clavada en el sitio. Me gustaría decir que, al leerla, levanté irónicamente la ceja izquierda para mostrar mi perplejidad de forma elegante, pero no fue así: levanté ambas cejas a un tiempo, sin pizca de elegancia y con bastante asombro. El motivo principal por el cual se había sentido defraudado el lector era, ni más ni menos, que la historia tenía poca acción. Lamentable falta en una historia sobre relaciones y sentimientos, sin duda alguna. No se puede conseguir una buena novela intimista sin el aderezo de un crimen, sangriento a poder ser, o un bombardeo pormenorizado.

Se me ocurren unas cuantas historias que adolecen del mismo defecto. “Cinco horas con Mario”, por ejemplo, ese fiasco tremendo. Páginas y páginas plagadas de inactividad, durante las cuales Delibes prefiere entretenerse en la precisión del lenguaje en lugar de dotarlas de un poco de dinamismo, tal vez haciendo explotar el ataúd. El cumpleaños de “La señora Dalloway” habría resultado mucho más entretenido si, para amenizar la fiesta, hubiera contratado algún payaso que resultara ser un monstruo de pesadilla. Eso hubiera enriquecido de forma clamorosa las corrientes de pensamiento con que Woolf entorpecía la novela. No se comprende “La náusea” si no la ha provocado el descuartizamiento de un sinnúmero de cuerpos víctimas de una guerra de guerrillas o un atroz atentado de los enemigos de la civilización. A saber en qué estaba pensando Camus. Y el desequilibrio mental de la protagonista de “La campana de cristal” no es lo suficientemente tortuoso mientras no se haya convertido en una asesina en serie. ¿Qué sabrás tú de la locura, Sylvia Plath?

Tienes razón, anónimo lector aburrido. No hay nada mejor para mostrar los recovecos de la mente de los personajes que hacerlos moverse de un lado a otro, con ritmo desenfrenado, no vaya a ser que se acartonen y dejemos de creer en ellos. Avanzan, hablan, comen, follan, matan y mueren antes de que pares a tomar aliento. La lentitud es una marea peligrosa en la que puedes zozobrar y ahogarte. Debe haber acción.
Acción. ¿Qué es, exactamente? Si lo buscamos en el diccionario de la Real Academia de la Lengua, nos encontramos trece acepciones del término a secas, más otras tantas en las que la palabra forma parte de una expresión. Las que aquí interesan son:
1. f. Ejercicio de la posibilidad de hacer. 2. f. Resultado de hacer. (…) 

5. f. En las obras narrativas, dramáticas y cinematográficas, sucesión de acontecimientos y peripecias que constituyen su argumento.
Y, como parte de una expresión: de ~: loc. adj. Dicho especialmente de una película o de otra obra de ficción: Que cuenta con un argumento abundante en acontecimientos, normalmente violentos, que se suceden con gran rapidez.
Visto esto, me temo que la última definición ha contaminado a las primeras y, cuando hablamos de acción en una narración literaria o cinematográfica, de inmediato se piensa en enredos, intrigas, sexo, persecuciones, peleas, asesinatos… Cuando, en realidad, al hablar de la acción de un libro nos referimos a lo que ocurre a lo largo de las páginas, porque siempre ocurre algo, aunque sólo sean pensamientos dentro de la cabeza de un único personaje. Otra cosa es el ritmo de esa acción. Los hechos que se narran. Las reacciones que provocan. La agilidad o el estatismo del argumento.
En “La delicadeza”, por cierto, hay acción, pues se suceden los hechos y las reacciones, aunque no sea una novela ‘de acción’. Los actos vienen dados por los sentimientos y articulan las relaciones con que se arma la narración. Los personajes se mueven, respiran, viven. Aman. Y esa es la esencia de la historia. Una historia muy bien contada, además.
Vamos a ver, alma cándida, usa el sentido de la lógica: la inacción puede ser falta punible en una novela de John Grisham o de Stephen King, pero no lo es en un tratado sobre el budismo. Es como decir que a un bodegón le falta movimiento. A eso, de toda la vida, se le ha llamado perogrullada.
Por cierto, querido lector, te daré un consejo: no leas “Oblòmov”.
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